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Afrontar efectivamente los persistentes problemas de criminalidad, inequidad, las altas tasas de desempleo y la violencia urbana, entre muchas otras taras sociales, son tareas urgentes para la sociedad colombiana. De ello depende que, por fin, podamos construir una nación pacífica y encaminada hacia el desarrollo.
Pero hay una situación coadyuvante de la problemática social que vivimos a diario, que nos roba la posibilidad a los colombianos de avanzar y sobre la cual no nos hemos puesto de acuerdo para atacarla estructuralmente: la corrupción. Decir que hace parte de nuestro ADN o que es una heredad española es ilógico, y solo refleja la falta de compromiso por erradicarlo como comportamiento social; sin embargo, sí es una realidad que este fenómeno se ha enquistado tanto en el funcionamiento de las organizaciones públicas —así como en muchas privadas—, que se requiere una reingeniería profunda tanto en los controles que se aplican para evitarla como en los mecanismos para corregirla y, muy especialmente, en la formación de las nuevas generaciones para concientizar sobre el daño que ocasiona.
Es por eso que no es exagerado aseverar que la mejor inversión que se puede hacer es la educación, medio primordial para transformar la vida de una persona y lograr formar ciudadanos éticos, solidarios y líderes, constructores de una sociedad democrática, justa y sostenible.
Según estimaciones de la Contraloría General de la República, la corrupción le arrebata a Colombia $50 billones cada año, una cifra con la que se pudiera suplir una gran cantidad de necesidades y que sobrepasa, por ejemplo, el presupuesto de un sector tan vital para el presente y el futuro nacional como la educación, tasado en 2019 en $40,4 billones.
Una muestra de esas necesidades que bien podrían atenderse con el dinero robado es el dato establecido por un estudio reciente de la Universidad de los Andes en 170 municipios en zonas de posconflicto, que da cuenta de que apenas la mitad de los jóvenes asiste a una institución educativa y el 65 % de los que terminan la media no llegan a la educación superior.
Debemos reconocer que sí se hacen esfuerzos, se crean leyes, se formulan denuncias públicas que han llevado a identificar y penalizar a muchos responsables de actos de corrupción en medio de terribles escándalos, pero no son suficientes para erradicar esa epidemia que ha calado hondo en nuestra sociedad, profundizando las injusticias sociales y haciendo cada vez más amplias las brechas regionales.
En los más sonados casos de corrupción, los responsables han sido profesionales universitarios con altas responsabilidades en los sectores público y privado. Por ello, en las universidades debemos insistir en propender por formar ciudadanos íntegros, con valores morales y éticos que amen su profesión y sientan pasión por su ejercicio, más allá de valorarla como un medio de éxito económico o un camino de enriquecimiento rápido.
*Rector de la Universidad Simón Bolívar.