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Germán Vargas Lleras

El ministro del interior y de justicia ha descollado en el gabinete del nuevo gobierno por el manejo que les ha dado a los nuevos aliados del oficialismo, el control al daño que podrían causar los partidos díscolos y la recomposición de relaciones con la corte suprema.

Cecilia Orozco Tazcón / Especial para El Espectador
11 de diciembre de 2010 - 08:56 p. m.

El 2010 fue un año de contrastes para Germán Vargas Lleras. No obstante, a las puertas de que culmine el actual ciclo de 12 meses, no hay duda de que el balance para este político de casi tres décadas de ejercicio público es ampliamente favorable a él, a pesar de la impresión que deja el hecho de que hoy sea el subordinado de Juan Manuel Santos, su rival desde que éste se le atravesó a sus aspiraciones presidenciales. Como se recuerda, Santos sacó del camino a Vargas con la creación del Partido de la U, que le dio la base electoral que necesitaba para ganarle a quien también aspiraba a la primera magistratura con mayores derechos, según creía Vargas Lleras por el acompañamiento legislativo que su bancada le había dado a Álvaro Uribe hasta su segundo intento de reelección.

Como la figuración del Ministro del Interior es tan notoria, y sus resultados suman más que sus reveses, es muy probable que pocos se acuerden del bajonazo que tuvo su carrera no hace mucho (en 2008 y buena parte de 2009), cuando enfrentado a Uribe lucía desconcertado y ausente de las polémicas del Congreso. En medio del hermetismo y de una crisis de liderazgo en Cambio Radical, Vargas prefirió retirarse con exagerada anticipación del Senado con el argumento de que iba a estudiar a España. En efecto, viajó a Madrid, pero en Colombia se sabía que huía mientras capoteaba el temporal y reorganizaba su estrategia. Entre tanto, los oportunistas de su partido se alineaban abierta o clandestinamente con la colectividad uribista, y su soledad parecía crecer sin control. Sin embargo, Vargas Lleras no se conformó. En cuanto recuperó el aliento, regresó y preparó el ataque. Aunque con significativas ausencias por los deslizamientos hacia la U, Germán Vargas convenció a la mayoría de sus congresistas de que valía la pena jugarse la carta de su candidatura sin esperar a que la Corte Constitucional sentenciara a favor o en contra de una tercera aspiración de Uribe.

Metió en el redil a un buen número de ellos con tan buena estrella que la Corte le cerró el paso al ex mandatario. Quienes antes querían salir corriendo, confiaron en que tendrían un candidato del mismo perfil de Uribe y con buenas posibilidades de ganarle al heredero oficial del sector gobiernista: Juan Manuel Santos, que parecía no tener carisma alguno.

Vargas hizo bien su primera tarea electoral en esta etapa de su vida, plantándose como lo haría Uribe, pero en contra de éste. Cada ataque de los mensajeros del jefe de Estado (“hipócrita”, “caballo de Troya de la coalición”, etc.) mejoraba su perfil ante los votantes que Santos no podía conquistar. Vargas Lleras recorrió el país, aceitó la vieja maquinaria que lo venía eligiendo desde hacía más de una década y continuó la campaña entre disputas con los gobiernistas y coqueteos con los liberales.

Después le cayó una avalancha de sondeos que pronosticaban la debacle: el candidato de Cambio Radical figuraba en un modestísimo cuarto o quinto lugar entre seis candidatos, con entre el 8 y el 3% de la intención de voto. Vinieron los debates y Vargas repitió las buenas notas en su segunda tarea, con propuestas que llenaban las expectativas de los uribistas de clase media; refrescaban los oídos de las clases altas y le daban una esperanza de continuidad sin sobresaltos al empresariado preocupado por las supuestas fallas de Santos. El temor invadió al candidato de Cambio Radical, pero la Registraduría le devolvió la felicidad cuando confirmó que había obtenido un honroso tercer puesto en la primera vuelta. Un millón y medio de papeletas no es cualquier cosa. El reposicionamiento político de Vargas Lleras fue inmediato. En cuestión de horas se supo que adheriría al candidato de la U. Su instinto de conservación política lo condujo a puerto seguro. Un Presidente que le debía su triunfo a Álvaro Uribe, pero que logró que nueve millones de personas fueran a las urnas por él, podía desafiar a su ex superior nombrando en la cartera ministerial más importante al “caballo” troyano. Lo puso en un altísimo cargo y no debería estar arrepentido: el Ministro del Interior ha hecho bien y por tercera vez la plana. Los propósitos del posuribismo están servidos hasta ahora. La medida del éxito vargasllerista es tanto la de la reafirmación del apoyo liberal, como la de la furia y el descontento de los conservadores y los miembros de la U.

Con sus maneras sociales elegantes, el Presidente abrió las compuertas de la unidad nacional y el ministro la ha sostenido. Vargas mantiene las riendas del Congreso oficialista, o sea, de todo el Parlamento, con la honrosa excepción del opositor Polo Democrático; recompuso las deterioradas relaciones con la Corte Suprema con la inmediata elección de la fiscal Morales; le dio a la administración el carácter de denunciante de casos de corrupción; se acercó a los periodistas y actúa como alto ejecutivo.

Si antes Germán Vargas Lleras era un “estadista” en los centros de poder y un aliado de los gamonales locales en el resto del país, en esta etapa ha consolidado, hábilmente, su rostro de líder de una derecha respetuosa del orden institucional y ha logrado minimizar, hasta casi borrarla, la fama de clientelista. Internamente, su mal carácter conspira contra él. Para el público, el jefe de Cambio Radical está proyectándose como hombre capaz de sustituir a Santos en 2014… O en 2018, si es cierto que la promesa que Vargas le hizo al Presidente es que si éste se lanza para la reelección, aquél esperará cuatro años más. El tiempo le sobra: dentro de ocho años tendrá 56. Falta ver si en ese lapso los colombianos continúan creyéndole y si el péndulo de la historia no se ha movido hacia el otro lado del espectro ideológico.

Por Cecilia Orozco Tazcón / Especial para El Espectador

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