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La carta de William Ospina para Carlos Gaviria

Cuando el exmagistrado aspiró a ser presidente de Colombia, el novelista le mandó este mensaje que dibuja al dirigente fallecido.

Especial para El Espectador*
02 de abril de 2015 - 03:13 a. m.
Archivo - El Espectador
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En estos días me vino a la mente la imagen de una casa abandonada, esa casa que está en la memoria de todo colombiano, y hoy sobre todo en la memoria de tres millones de desplazados.

Mientras la recorría en mi imaginación, paredes manchadas, techos desvencijados, hierba invadiendo los corredores; me pareció oír la letra de la canción: "Ya no vive nadie en ella, y a la orilla del camino silenciosa está la casa / se diría que sus puertas se cerraron para siempre, se cerraron para siempre sus ventanas". Sentí que esa vieja historia de la casa perdida, que es la historia de Colombia, lleva ya demasiado tiempo repitiéndose, y una vez más me dije con tristeza: "Esto tiene que cambiar".

Hoy he estado leyendo el programa de gobierno que usted y el Polo Democrático nos proponen a los colombianos, y pienso que debería ser repartido masivamente, en folletos, que debe llegar a todas las manos, porque tal vez no habrá mejor propaganda, en el sentido noble del término, para su campaña, que esa serena exposición, tanto de lo que se proponen hacer usted, Patricia Lara y el resto de su equipo cuando lleguen a la Presidencia, sino de las razones por las cuales esos propósitos son necesarios.

Toda persona sensata entenderá la necesidad de los cambios que usted propone. Pero muchos todavía no conocen ese programa, y es necesario un ejercicio pedagógico insistente y muy amplio para que nadie se quede sin enterarse de sus propuestas, para que cada quien pueda tomar una decisión serena ante las elecciones que vienen.

Hasta hace poco, muchos pensábamos que su candidatura no tenía posibilidades. No por sus calidades personales, pues pocos candidatos pueden mostrar una alianza de conocimiento, firmeza de principios, claridad en sus convicciones, elocuencia, cordialidad, y correspondencia de sus actos como juez y parlamentario con las ideas que ha defendido siempre, sino porque aquí nos han acostumbrado a pensar que sólo los dueños tradicionales del poder pueden llegar a la dirección del Estado, y que alguien que procede de sectores populares, y se identifica con ellos, no estaría en condiciones de manejar un país lleno de intereses privados, de fuerzas de presión y de intimidación, violencias e intolerancias.

Yo incluso llegué a pensar que, frente a la tarea principal del Estado colombiano, que es la negociación política con los ejércitos al margen de la ley, para desmontar por fin esta guerra que nos arruina y nos degrada, sólo los dueños tradicionales del país podrían manejar ese proceso. Ahora pienso que tal vez sólo un movimiento político distinto de los partidos tradicionales (el de Uribe está compuesto por los mismos partidos tradicionales con nombres cambiados), un triunfo de grandes mayorías, estaría de verdad en condiciones de celebrar un pacto pacificador con todos esos grupos ilegales, que son fruto de la irresponsabilidad de los viejos poderes, precisamente porque representaría la voluntad renacida de un país que fue destituido tantas veces de su iniciativa política por el poder de castas, grupos de influencia y privilegios de todo orden, y excluido de las decisiones.

Hemos tardado mucho en aprender que el país es de todos y que tenemos que saber actuar como sus dueños legítimos. Porque lo malo no es que los poderosos y los privilegiados se sientan voceros únicos del país y de su destino, y se indignen cuando el resto de la población pretende ejercer su soberanía: lo grave es que los demás nos dejemos influir por esa escandalosa impostura, y lleguemos a creer que de verdad el país no nos pertenece, que jamás nos dejarán acceder al poder, como si un pueblo tuviera que pedir permiso para ser dueño del país que le ha concedido el destino.

A mí me gusta además la serenidad de su propuesta. Usted es un hombre elocuente, pero no lo atrae la oratoria tremendista que ya cumplió su papel en la historia de Colombia. Usted parece decirnos que es la hora de la fuerza tranquila, para refutar las prevenciones y los prejuicios, y para contrastar con todos los que creen que la violencia es la solución de nuestros problemas. Frente al actual presidente, irritable y autoritario, que siempre responde con una voz trémula, crispada y ceremoniosa, es importante que el discurso sea sereno, que no renunciemos a la firmeza pero tampoco a la cortesía, porque el colombiano, como decía Borges de los compadritos argentinos, aspira a la finura. Es proverbial nuestro respeto por el lenguaje, aquí se valora la elegancia de los gestos, y no hay mejor respuesta que la serenidad ante los energúmenos que todo lo manejan con rudezas e intimidaciones. Colombia debe aprender a ser una fuerza tranquila.
Punto por punto comparto su programa de gobierno.

Tal vez sólo falta en él un énfasis especial sobre el papel de la cultura, ya que los males de Colombia son sobre todo males culturales. ¡Cuánto no se habría hecho dedicando a procesos culturales y educativos siquiera una décima parte de lo que se ha derrochado estérilmente en guerras! Me parece importante recordar que somos un país de individuos, que en eso consistió siempre y seguirá consistiendo nuestra fortaleza, pero que los excesos de ese individualismo, por el desamparo en que ha crecido aquí cada ciudadano, por las adversidades que nos han hecho tan competitivos, son también causa de muchos de nuestros males.

Hoy Colombia requiere un mínimo sentido de comunidad.

No la idea fracasada de un colectivismo que ahogue lo individual, sino la idea de un sentido de comunidad que permita formar una fuerza civilizatoria sin anular la iniciativa de los individuos.

A eso lo llamaría yo un camino colombiano al desarrollo. Individualidades vigorosas y libres, unidas por un propósito común. Yo sé que usted comprende estas cosas, porque su formación intelectual, nutrida de ciencia jurídica y de humanismo literario han desarrollado su amor por las virtudes más profundas de la civilización, por las ciencias que interrogan al mundo y por las artes que lo celebran, lo embellecen y lo dignifican, pero también han alimentado en usted un espíritu crítico, hijo de la sonrisa cáustica de Voltaire, de la inteligencia de Marx, de la lúcida ironía de Nietzsche, de una sensibilidad social que alía lo más generoso del cristianismo con lo más lúcido de la Ilustración.

Ya va siendo hora de que llegue a Colombia la modernidad, no bajo su forma brutal de cemento y de humo, de prisa y de neurosis, sino bajo la forma de principios de igualdad y de dignidad, de respeto por la diferencia, de freno al egoísmo, de prioridad en la defensa de los más frágiles, de dignificación del trabajo. La democracia no sólo como el poder de las mayorías sino el respeto por las minorías, todos esos principios de los que se ha burlado hasta ahora el poder de los privilegiados y de los potentados, y de los que se sigue burlando el poder de las mafias y de los criminales.
Como lo prueba el respaldo que su candidatura tiene entre los más sensibles de nuestros empresarios, aquí todo ser inteligente sabe que el país no puede seguir siendo gobernado por la codicia, la insensibilidad y la torpeza. Sólo el imperio de una ley justa y general puede librarnos de este caos de poderes arbitrarios y de influencias ocultas manejando la agenda de los gobiernos. Necesitamos el orgullo de una soberanía inalienable, la consciencia elemental de que somos parte de un continente y de que tenemos tareas que cumplir en él.

Sé que usted tiene la principal virtud que yo exigiría de un gobernante: el que sea incapaz de alegrarse por la muerte de un colombiano, por la muerte de un ser humano. Hace poco vi en un periódico una fotografía en la que el ejército nacional exhibía los cadáveres de unos delincuentes dados de baja, con un letrero obsceno en el que decía que aquellas bajas eran un premio que Dios concedía a la persistencia de los guerreros. Ya nos duele hasta la médula ver que hablan en nombre del país los que creen que es lícito alegrarse porque murió un muchacho de las guerrillas, de los paramilitares, del ejército, o cualquier humilde delincuente de las barriadas al que no fuimos capaces de brindarle otro destino.

Por último, Carlos, no es la menor de las motivaciones para votar por usted su amor por la cultura popular. Ese otro saber, el de las canciones que le he oído cantar en noches de fiesta, y que revelan en usted a un colombiano del común, a un hombre sencillo que cree en la sabiduría que brota de los labios de los humildes. Porque un gobernante en una democracia no se puede sentir superior a aquellos a quienes gobierna. Walt Whitman decía que la democracia es un orden donde no son los ciudadanos los que se inclinan ante el presidente, sino el presidente el que se inclina ante los ciudadanos.
Pero usted y Colombia necesitan el triunfo de una mayoría verdadera. No una mayoría meramente numérica sino vigilante y activa. Millones de ciudadanos llenos de convicción y de esperanza, capaces no sólo de elegir a un gobernante sino de apoyarlo, de defenderlo, de respaldar su gestión si es acertada, de impugnar su gestión si es equivocada, y de hacerle frente a las muchas conspiraciones que el egoísmo y los privilegios saben desencadenar para impedir que algo cambie. Ojalá llegue ahora ese triunfo, no sólo estadístico sino filosófico y político. Pero no importa que no sea así.

El modelo que se impone hoy en Colombia está destinado al fracaso porque es una vez más el proyecto de unos cuantos. Mucho me temo que a Álvaro Uribe su proyecto político se le va a deshacer entre las manos, y eso me duele, porque su fracaso traerá mucho dolor todavía para los colombianos. Pero el que nosotros tenemos el deber de construir, en elecciones y fuera de ellas, antes de las elecciones y después de las elecciones, es el proyecto de rescatar a un país magnífico del abismo al que lo llevaron la exclusión, la discriminación, y el irrespeto por la dignidad humana; el proyecto de fortalecer y hacer renacer la inmensa creatividad anulada o dormida de todo un pueblo. Y para ello podemos y debemos ser pacientes. Si usted es elegido presidente este año, Colombia tendrá que aprender muchas cosas sobre la marcha. Y lo hará. Si usted no es elegido este año, tendremos un poco más de tiempo para preparar y madurar el maravilloso renacer de Colombia.

* Este texto fue publicado originalmente en la revista ‘Cromos’, de la misma casa editorial de El Espectador, en mayo de 2006

Por Especial para El Espectador*

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