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De todas las definiciones sobre el hombre, aquella que lo diferencia mediante la educación me ha parecido siempre la más convincente. En relación con cualquier otra criatura, el hombre es de veras ese sujeto dotado de proyectos, capaz de desplegarse en el espacio por medio de utensilios que prolongan sus manos y sentidos, y de imaginar en el tiempo un futuro que guíe sus pasos. Para realizar tan prodigiosa posibilidad de salir de sí mismo, necesita a los otros. Su libertad se paga con dependencia. La educación tiene una relación intrínseca con la libertad, y ésta, con las obligaciones. Es el compañerismo indispensable, sin el cual el niño no sabría vivir; inicia con el nacimiento y según modalidades que lo diferencian radicalmente del aprendizaje animal; la educación va, “de la cuna a la tumba”, como dice Gabriel García Márquez. La transmisión de saberes y de saber-hacer se imponen de inmediato como la marca de la existencia humana, determinando su posibilidad, pero también su calidad, con el lenguaje en el corazón de ese proceso. La educación es así pues la vida misma.
La educación, el primero de los bienes
Creo que haber estado habitado desde siempre por la conciencia íntima de ese fenómeno tan evidente que a veces olvidamos reconocer hasta el punto de relegarlo en nuestro entendimiento, y, por lo tanto, en el orden de la vida personal, la educación es el primero de los bienes, es para el espíritu lo que la salud para el cuerpo. Y en el orden de la vida colectiva, es una condición de existencia tan fundamental para toda la comunidad desde el punto de vista del espíritu como lo es la cuestión de la seguridad dentro del punto de vista físico. El desafío de la transmisión está en el corazón de la vida humana, tanto en lo individual como en lo colectivo.Luego, los modos de transmisión han conocido y conocen en la época actual alteraciones sin precedente. Medimos el impacto únicamente a través de consecuencias que sufrimos sin haber sido capaces de crear un nuevo pensamiento, necesario para tal revolución. Ese retardo conceptual se dobla en retardo político, pues los cambios institucionales no pueden realizarse al mismo ritmo que los técnicos y sociológicos. Ese desfase es en parte normal.
La institución educativa debe preceder o acompañar el progreso y no correr detrás de la novedad. También conservar lo que es eternamente necesario en el corazón de la educación y darle un puesto a la noción de herencia, que tiene temporalidad propia y, por esa misma razón tomar mejor en cuenta los progresos científicos y técnicos, abriendo pistas nuevas, gracias al método experimental.
Alimentado por esas convicciones, un feliz día decidí aceptar la toma de responsabilidades en el Ministerio de Educación Nacional. Desde siempre, sigo las cuestiones educativas con pasión y mi vocación fundamental era (y sigue siendo) enseñar. En Francia, el puesto de Recteur lo ocupa, por lo general, un profesor universitario que ha tenido también experiencia directiva. Era mi caso. Soy profesor de derecho público y dirigía en Paris el Instituto de Altos Estudios de América Latina desde hacía seis años, cuando, por iniciativa de uno de mis exestudiantes, el gabinete del ministro me propuso la Rectoría en el departamento de la Guyana francesa, acompañando la propuesta de una frase que contribuyó a seducirme: “usted será el único Recteur de Francia con piragua oficial”. Atraído por un territorio que conocía un poco y con el cual no tardaría en tener un lazo apasionado, acepté rápidamente la propuesta.
Fue una iniciación excepcional, tanto por las bellezas de Guyana y la complejidad de los problemas educativos, como también por el necesario voluntarismo colectivo que se requiere suscitar para responder a desafíos considerables. Fui inmensamente feliz en esa función. Después, el ministro Gilles de Robien me llamó para trabajar a su lado, lo que permitió iniciarme en los arcanos de un ministerio con reputación de paquidérmico. Luego, volví al terreno en una Rectoría considerada también como difícil, la Académie de Créteil, que reúne los departamentos del Este de la región Île-de-France (Seine-Saint-Denis, Val-de-Marne, Seine-et-Marne).
Reviví en esa función la atracción irresistible de la acción. Frente a situaciones sociales muy particulares, mi convicción, que sentía compartida por la mayoría de los actores, era simplemente que debíamos innovar y avanzar apoyándonos en valores. Tuvimos que enfrentar situaciones complejas, arreglarlas con espíritu republicano y seguir adelante sin dejarse frenar por obstáculos y gracias a los sólidos principios de diálogo y respeto.
Una de mis expresiones fetichistas era “espíritu de equipo”. Lo que era también una manera de cuestionar la verticalidad excesiva de nuestro sistema educativo. Creo haberlo hecho siempre porque pienso simplemente que es la gran condición del éxito. Se crearon lazos indefectibles con las personas en quienes pude admirar el sentido de servicio público.
A los tres años, fui llamado de nuevo a Rue de Grenelle (la calle en Paris donde está el Gabinete del ministro) esta vez por el ministro Luc Chatel, para dirigir la Dirección general de la educación básica y media, el sanctasanctórum del sistema educativo francés, pues tiene por misión la supervisión de todas las políticas, desde el preescolar hasta el liceo. Abandonar el terreno en región por la administración central fue otra vez desgarrador, pero tomé muy a pecho mi nueva responsabilidad, pues me permitía promover a nivel nacional los métodos de cambio que yo promulgaba a escala local.
Eso duró tres años más y fue nuevamente una “escuela de la vida” para comprender las ventajas y desventajas de Francia frente a los grandes desafíos educativos del siglo XXI.
Conciliar lo que se opone a menudo
Mi objetivo, escribiendo estas líneas, es el de contribuir lo mejor posible a los avances indispensables que se requiere realizar a la educación en los próximos años. Y hacerlo en coherencia con mi propósito. Por lo cual escribiré tanto consideraciones generales sobre la educación como también la narración de vivencias. Se interrelacionarán entonces dos cronologías a lo largo de los capítulos: la una, ligada al trayecto de aprendizaje del alumno con el fin de analizar el sistema educativo según las etapas escolares; y la otra, subjetiva, recapitulando las lecciones de mis vivencias en el Ministerio de Educación Nacional.Me parece que la “escuela de la vida” es ante todo eso: un ir y venir permanente entre el pensamiento y la experiencia. Lo que nos lleva a mirar atenta y sistemáticamente si lo que es válido para un individuo o un grupo de individuos puede serlo también a la escala de un país. Al mismo tiempo, evitaré lo mejor posible las vanas polémicas, pues una de mis tesis es que sólo podremos avanzar si tenemos una cohesión nacional en lo referente a lo que debe de ser la educación en todo el país, pues me ha tocado lamentar que los polemistas buscaran únicamente hacer caricaturas de las políticas educativas, encerrando las propuestas en nudos ideológicos y conflictos estériles, de los cuales es necesario ayudar a salir.
Demasiados actores en el sistema educativo escogen las facilidades del bloqueo y de la inercia, en lugar del trabajo constructivo y del esfuerzo de pensar por sí mismo las mejores soluciones posibles. La “escuela de la vida” es también afirmar el principio de vida como base de toda visión educativa, tomando en cuenta la complejidad de la realidad frente a las tendencias mortíferas que secan y destruyen la misión educativa, combatiendo así la mentalidad que siempre dice no, según la expresión de Goethe en su novela Fausto.
Todo esto presupone una calidad por construir en el debate público sobre la Educación, como base de lo que necesitamos por, sobre todo: la confianza. Es partiendo de confianza en la visión, la misión y los actores del sistema educativo que podremos proponer vías de evolución para el futuro. Y no con fórmulas mágicas, sino considerando lo que ya funciona en Francia y en otros países, pues la “escuela de la vida” significa también: abrir las ventanas sobre los éxitos, la ciencia, el mundo.
A fin de cuentas, la “escuela de la vida” consiste en conciliar lo que tenemos costumbre de oponer. Pues, la escuela está, por esencia, atravesada por contradicciones múltiples. En realidad, es muy fácil militar por la una o la otra en términos de oposición y de contradicción. Francia se ha acostumbrado a ver su debate educativo estructurado en términos de grandes oposiciones estériles. La vía del simplismo consiste en seguir eternamente hasta que se acaben las fuerzas de los adversarios en detrimento del sistema educativo del país. La vía de la ética y la razonabilidad está en identificar los puntos de conflicto y trabajar por una dialógica creadora para salir de conflictos destructores.
Luego, la educación se encuentra inevitablemente enfrentada a tres paradojas que hay que identificar para encontrar la vía intermedia de la superación.
Las paradojas de la educación
1) La paradoja de la relación con el tiempoLa educación prepara el futuro de cada alumno. Le permite su realización como adulto, revelando la persona a sí misma, mediante un juego de interacciones entre la forma de la inteligencia de cada uno y los conocimientos que se van a dispensar según un orden y modalidades muy diferentes. La educación se expone así a una forma de contingencia inevitable que presupone sin embargo la regulación de ese juego de interacciones. La tarea del maestro consiste en ser consciente de ello y, por consiguiente, en dotarse de un arsenal de métodos y prácticas para educar.
El maestro se encuentra entonces en la posición de un maestro del tiempo. Está por ende en un punto de confluencia entre el pasado y el futuro. Por definición, enseñar convoca lo pasado. El maestro es depositario de un saber acumulado en el curso de la historia, que restituye a su manera frente a un alumno en posición de escucha.
Ese tipo de saber es un haber. Se requiere transformarlo en ser. Toda pedagogía verdadera tiene por finalidad la de provocar una implicación mutua, una interacción entre el maestro y el alumno, una escucha que es en presente una transformación del pasado en futuro. En relación con el presente sempiterno del animal, el hombre, mediante el proceso educativo, relaciona, domestica y socializa las dimensiones del tiempo. La educación induce una relación con el tiempo que es constitutiva del ser.
La capacidad de entrelazar el pasado, el presente y el futuro se encuentra fundamentalmente en el centro del proceso educativo, tanto en la escala individual como colectiva. Por consiguiente, es un absurdo buscar estructurar el debate educativo oponiendo los Antiguos a los Modernos. Los unos se presentan como un clasicismo probado, apoyándose en la evidencia del papel conservador de la escuela. Lo pasado es reivindicado como lo que produce las raíces y da las pruebas. Lo que no es falso en sí mismo.
Los otros afirman que la educación es una construcción por venir. Lo que tampoco se puede negar. Pero, para algunos, la educación se proclama exclusivamente como futuro y creen por ello que el alumno debe estar solo en el centro del sistema educativo, mientras que los “clásicos” consideran que dicho centro debe ponerse a los conocimientos como objetivo final de la educación. Superar ese conflicto ideológico sería benéfico para la escuela en Francia. La clave de toda educación consiste en realizar una pedagogía de “pasador” entre las dimensiones del tiempo.
En casi todos los temas relativos a la educación, encontramos una oposición estéril y simplificadora de la relación con el tiempo entre lo que se presenta bajo los términos de “conservatismo” por un lado, y de “progresismo”, por el otro. Frente a este conflicto de opuestos tenemos que entender que la vía intermedia es la más segura. Para lograr liberarse, hay que apoyarse permanentemente en la idea de que toda educación es una educación para la libertad.
No se trata pues de un dato fijo, sino de un camino. Ese camino debe ser lo más estructurado posible al comienzo para ir teniendo una autonomía de andanza y atajos cada vez mayor. La filosofía de la educación implica necesariamente una filosofía de la relación entre tiempo y libertad.
Si asumimos que la estructuración y el encuadramiento deben ser fuertes al comienzo para suavizarse con el tiempo, vemos que se presenta, a menudo, el esquema inverso: una escuela primaria que no tiene los puntos de referencia suficientes para transmitir a todos los alumnos la base de conocimientos fundamentales e indispensables en la era de globalización y de conciencia planetaria; luego, una escuela secundaria que los encierra en trayectos disciplinarios estándares, cuando se requiere también abrir el espacio de posibilidades de aprendizaje inter y trans disciplinario.
La “escuela de la vida” propone reponer un buen orden: una escuela primaria que se sustenta en métodos de aprendizaje experimentados científicamente y una escuela secundaria que toma en cuenta la diversidad de los alumnos para dar a cada uno lo que mejor conviene.
2) La paradoja de la relación con la práctica: el tema del deseo
La educación es por esencia un esfuerzo de abstracción. La escritura alfabética es ya, de entrada, una codificación de lo real, acostumbrando al alumno a relacionar letras y sonidos, sonidos y cosas, cosas e ideas, en un ir y venir permanente que lleva a pensar que la educación es como una “segunda naturaleza” cuando el proceso de aprendizaje se logra. Las matemáticas van evidentemente más lejos en ese sentido, pues han sido presentadas por los sabios del renacimiento como el lenguaje en que está escrito el universo, según la famosa expresión de Galileo.
La educación nos da los instrumentos para la interpretación del mundo, mediante conceptualizaciones que son la base de todos los aprendizajes siguientes. Con lo cual resulta lógicamente que debemos darle una importancia vital a ese “aprendizaje de fundamentos”, que es el objetivo insoslayable de la escuela primaria.
Pero ese papel esencial de la abstracción se choca con el espacio indispensable que requiere la práctica en toda adquisición de conocimientos, y con las diferentes formas de inteligencia que el niño debe movilizar, cada niño a su manera, para apropiarse de cualquier lección. Eso lo constatamos en la música, por ejemplo, cuando se quiere oponer el solfeo y la práctica musical. Si se considera que no se puede tocar un instrumento sin tener un manejo perfecto de solfeo, entonces nos dirigimos a un número reducido de alumnos, aquellos capaces de cierto tipo de abstracción de cierto tipo de práctica…
Por consiguiente, es vital preguntarse por el tipo de práctica en toda pedagogía. ¿Cómo generar a su vez la escucha abstracta y la práctica activa en cada alumno? ¿Cómo transmitirle a su vez un saber, pero también un saber-hacer? Aquí, hay una apuesta doble. Por un lado, nos tenemos que asegurar al mismo tiempo de la dimensión teórica y práctica de los contenidos para entrelazarlas. Y, por otro lado, se trata de suscitar en el aprendiz el deseo de aprender. Este tema fundamental corre toda la filosofía, tanto la occidental como la oriental. Se resume en una fórmula de Confucio: “Quien quiere aprender está muy cerca de saber”. Uno no aprende lo que no quiere. Y se aprende poco de quien queremos poco. Y se enseña mal cuando no se quiere a los alumnos.
La frase simple de una directora de colegio en Guyana, ya jubilada, me marcó. Le preguntaban por el secreto de tan exitosa carrera educativa, que empezó como institutriz de kínder. Ella respondió simplemente: “hay que querer a los alumnos”. ¡Eso es tan verdadero y tan simple!
Eso parece evidente, pero se olvida a veces cuando abordamos el tema de la vocación profesoral y el conjunto de los temas que constituyen la vida concreta de nuestras escuelas.
De esta manera, hay dos puntos que se interrelacionan irremediablemente: el papel de la práctica en la enseñanza y la relación maestro-alumno. El tema de la “encarnación” los une. ¿En qué y cómo le damos vitalidad a lo que enseñamos?
Otra vez, la vía de la “escuela de la vida” es ser capaz de unir lo que parece oponerse; es ser capaz de tejer lazos, en el espacio y el tiempo, ahí donde nuestro debate nacional ha provocado rupturas.
3) La paradoja de la relación con lo político: el tema del poder
No hay tema más político que la educación, pues está en la base de la existencia y la continuidad misma de una comunidad. La educación está en el fundamento mismo de toda voluntad de conservación y de reforma de la sociedad. Y, al mismo tiempo, es deseado que la educación no sea rehén de los efectos contingentes de la contienda política cotidiana, pues el ritmo de la una no es el mismo de la otra.
Esta tercera paradoja es particularmente imponente en un país como Francia, que reposa en un gran servicio público nacional de educación, y donde campos opuestos buscan recuperarla para convertir lo educativo en un terreno de juego político. Además, en el pensamiento republicano, la educación ha funcionado como un verdadero substituto de la religión, convirtiéndola para la República en lo que era la Iglesia para el Antiguo Régimen. Cuando se trata de escuela, los desacuerdos políticos se doblan fácilmente con una dimensión metafísica que no facilita el espíritu de moderación.
Sin embargo, hay posturas de poder en la educación. Por ejemplo, la relación maestro-alumno no está exenta de poder. Pero debemos poner eso a distancia, principalmente trabajando en la calidad del debate público en educación. En otras palabras, es indispensable darle una base más sólida a los argumentos que se intercambian en materia de educación, dándole en particular un espacio mayor al argumento de carácter científico. No se trata de oponer la objetividad de la ciencia a la subjetividad de la política, sino de dignificar la dimensión política de la educación, dándole verdaderos sustentos. Es por esto que existe el interés en superar las discrepancias más convencionales; y el interés de proceder con argumentos basados en comparaciones internacionales bien analizadas.
Principios para una filosofía y una práctica de la educación
Es necesario dotarse de principios claros para “tratar” esas paradojas. Yo propongo aquí tres que me parecen poder constituir la base de una filosofía y una práctica de la educación. Los tres tienen un impacto tanto desde el punto de vista individual como del colectivo, y permiten luego crear una coherencia entre los grados de la cuestión educativa.1) El principio de transmisión: el lazo entre las generaciones
La comunicación entre los seres humanos no ha sido nunca antes tan fácil y sin embargo el lazo social nunca antes ha parecido tan frágil. Sabemos desde hace bastante tiempo que el progreso técnico no conlleva necesariamente un progreso moral. Lo vivimos concretamente en los fenómenos de individualismo exacerbado y de vacuidad comunicacional que caracteriza a menudo nuestra época. La crisis moral que sostiene esos fenómenos nos lleva a la cuestión por el sentido y por la transmisión.
Todas las comunidades humanas se basan, para existir, crecer y durar en una capacidad de transmisión, que supone un lazo intergeneracional. En las sociedades modernas, esto se institucionalizó por medio de la escuela.
Sin embargo, la escuela es solamente el medio de ese principio fundamental, que nunca debe olvidarse. Requiere asumirse desde la base misma de su existencia. Lo que es, en el sentido más fuerte del término, una institución, es decir, una construcción colectiva, que permite asegurar la continuidad de la vida por encima de la finitud de cada uno. La educación y el derecho tienen la particularidad de poder apoyarse en el precepto latino “Vitam instituere”: “instituir la vida”. De ahí provienen los bellos vocablos de “institutor” e “institutora”, que no se debieron abandonar por “profesor de escuelas”.
El lazo entre las generaciones debe inspirar nuestros programas escolares. La importancia de la transmisión debe también inspirar nuestras prácticas educativas.
2) El principio de progresividad: la coherencia en el tiempo
La progresividad en el aprendizaje es un principio fundamental de toda pedagogía. Se debe ir de lo más simple a lo más complejo, obedeciendo así a una lógica de desvelamiento progresivo. La imagen que mejor lo ilustra es la de una escalera. Si estoy arriba, yo no voy a pedirle a un niño que salte directamente del primero al último peldaño. Voy a descender para ayudarle de manera paulatina a montar cada peldaño. Puedo, mientras tanto, ayudarle a imaginar lo que será estar arriba. Pero la naturaleza de la ayuda y la rapidez del acompañamiento serán proporcionales a las posibilidades y particularidades del que va aprendiendo a subir la escalera del conocimiento. Ya que cada niño tiene su propio ritmo y debemos tenerlo en cuenta.
Un error pedagógico muy común en el siglo XX consistía en correr antes de poder andar, considerando que la investigación de punta en ciencias de la educación debía incidir desde el preescolar. De esta manera, se colocaban en manuales y programas de la Escuela primaria términos de gramática propios de una tesis doctoral, pero muy perturbadores e impropios para principiantes. Como profesor de Derecho, yo puedo hacer un seminario de doctorado sobre la relatividad de la jerarquía normativa, hasta puedo probar su inexistencia. No obstante, en un curso de primer semestre de abogacía, me contentaré con exponer los principios básicos de la teoría del derecho, de la manera la más clara posible, permitiéndole así a los alumnos que estructuren poco a poco lo que asimilarán luego con mayor complejidad, para que puedan después criticar la teoría con base en conocimientos más sólidos.
Así como lo propone Edgar Morin, uno debe explicarle al niño lo más pronto posible que el error y la ilusión son consubstanciales al acto de aprender. Esta toma de conciencia le ayudará a cuestionar sus propias percepciones, a desarrollar una duda filosófica y constructiva. Le permitirá, en el plano cognitivo, concebir la puesta en duda como un factor de progreso. Lo que no desemboca en relativismo ni tampoco en nihilismo. Todo lo contrario, debemos educar a los alumnos para que desde el comienzo se pongan frente a una cadena de conocimientos que se convertirá de manera tal en cadena de emancipación, pues la cuestión de la educación está íntimamente ligada con la de la libertad. La metáfora de la escalera indica bien en lo que estamos: cada peldaño es necesario. La finalidad es clara: elevarse hasta el último peldaño. Cada cual debe poder llegar a su ritmo y a su manera.
3) El principio de cohesión: la unidad entre padres de familia y profesores y la unidad social
No hay un sistema educativo en progreso sin un clima de confianza entre todos los actores. Esto aplica a escala para un aula de clases, un establecimiento educativo y de un país. De tanto convertir la escuela en campo de batallas, de luchas intestinas, hemos derrochado en Francia el inmenso capital de confianza que tenía el sistema educativo hace apenas medio siglo. Y tenemos nostalgia de esa confianza social. En los indicadores de comparación de los sistemas educativos, el finlandés está entre los mejores. Cuando tuve la oportunidad de ir con el ministro francés a visitar los colegas finlandeses, me impresionó ver que muchos de los ingredientes de ese sistema están también en el francés. La gran diferencia estaba esencialmente en el clima general de confianza, que, entre muchas consecuencias en cadena, cuenta con el prestigio que tiene el oficio del maestro.
La confianza se sitúa a su vez en el espacio y el tiempo. Se trata de generar al mismo tiempo confianza entre los diferentes actores y en el futuro del sistema educativo.
Las mejoras en Francia vendrán de una dignidad reencontrada de la escuela, que pasa por la calidad del debate público y por un reforzamiento del interés general. Los adultos deben mostrar el ejemplo a los niños mediante mayor cohesión y unidad en el sistema. De tal manera que, a nivel de cada establecimiento educativo, la relación entre los padres de familia y los maestros se funde en una mayor confianza, como la hay en muchos otros países. Así mismo, en el ámbito nacional, debemos buscar la definición de líneas directivas, claramente justificadas, explicadas y compartidas, susceptibles de guiar nuestras políticas públicas de educación a largo plazo, más allá de las alternancias de poder. Debemos buscar lo que podríamos llamar una “constitución educativa” de Francia, como se ha podido hablar de una “constitución administrativa” para indicar que existen principios permanentes con los cuales toda la Nación está de acuerdo y que dan cuenta de profesionales con claridad y rectitud.
La gran transformación será así pues intelectual y cultural, y por consiguiente política. Esto solo es posible identificando una vía intermedia entre las divergencias que nos dividen.
La escuela no debe desligar, sino religar a las personas, los conocimientos, los aprendizajes, las pedagogías, los métodos, los tiempos, los espacios. Para mí, la ruta está claramente trazada; sobrepasa la oposición de “republicanos” contra “pedagogos”; es susceptible de establecer pautas educativas “a la francesa”, que sean diferentes del modelo asiático o escandinavo, los cuales parecen ser, según las clasificaciones internacionales al día, los más eficaces; se basa en lo mejor de nuestra tradición escolar (muy apreciada, al ver el éxito que tienen los liceos franceses en el extranjero), y sobre lo mejor de nuestra creatividad y de nuestra capacidad de adaptación. Hay por doquier ejemplos locales exitosos que nos pueden inspirar.
Muchos maestros están en sus aulas de clases inventando hoy esta nueva vía educativa, que yo llamo la “escuela de la vida”.