La literatura no puede ser concebida como un mero entretenimiento

Cómo destellar en la educación a partir de la literatura, las utopías de la imaginación como un recurso veraz para construir sociedades mejores que las que tenemos.

Luis Germán Perdomo R.
27 de febrero de 2019 - 05:56 p. m.
Getty Images
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El ser humano como fin último de todas las políticas sociales ha sido un tema recurrente desde la antigüedad. Hablar del desarrollo humano se remonta a Aristóteles, como nos lo comenta en las páginas del Informe de Desarrollo Humano 1990 del PNUD. Decía Aristóteles que “evidentemente, la riqueza no es el bien que estamos buscando, ya que solamente es útil para otros propósitos y por otros motivos”. En la definición del desarrollo humano que nos presenta el mismo informe se hace énfasis en que se debe propugnar porque el ser humano “disfrute de una vida decente”.

Amartya Sen, filósofo y economista que se ha centrado en las teorías del desarrollo humano, identifica el desarrollo con la posibilidad de llevar una buena vida humana, enfatizando que esta debe ser llevada en libertad, y resalta que esta existe en el individuo como un valor intrínseco, y que, por lo tanto, este debe encontrar en ella los fundamentos de su realización. Richard Wilkinson y Kate Prekett en su libro Desigualdad, un análisis de la (in)felicidad colectiva, concluyen que la calidad de vida no se produce con el crecimiento económico absoluto y que las políticas sociales deben estar encaminadas “no solo a la esperanza de vida, sino también al disfrute de la misma”. Podríamos enumerar y enunciar otros incontables pensadores que han dirigido sus propuestas y teorías en el mismo sentido, y no menos nos toparíamos con programas gubernamentales de aquí y allá en los que se habla de la necesidad urgente de incluir en el desarrollo el disfrute de la vida de todos los individuos.

Dirijamos la mirada a la educación como eje, alrededor del cual deben girar y estar cifradas las esperanzas de que todo este imaginario se pueda por fin concretar. Y, que, por lo tanto, esté en capacidad de promover la cohesión social y el disfrute de la vida. Cabría, entonces, preguntarnos: ¿Está la educación capacitada para producir esa tipología de líderes que nos son necesarios, para que todo este universo teórico del desarrollo humano sea por fin alcanzado? Empecemos por decir que la tipología del líder actual ha fracasado. Como apunta Deresiewicz, nombrado por Javier Aranguren en su artículo “¿Líderes o escépticos?”, hoy el líder es el burócrata, quien se adapta a lo que “cabe esperar”, de modo que lo que ayuda a subir la escalera no es ya la excelencia, sino “el talento para maniobrar”, la vida en la impersonalidad de lo que se dice, se piensa, el limitarse a ser lo que algunos llaman “la gente”. Jóvenes que desde que eran todavía más jóvenes se han visto dirigidos desde fuera, para que todos sus pasos sean firmes, seguros… y previsibles. Estos son líderes que lo son, porque se limitan a ponerse al frente del rebaño que se dirige hacia el “precipicio”. ¿Qué tal si entrenamos a individuos capaces de pensar? Se pregunta Deresiewicz. ¿Qué tal si preparamos a individuos capaces de pensar y de diseñar utopías? Agregaría yo.

La sociedad ha cambiado de perspectiva, se ha transformado. Y como lo afirman Wilkinson y Prekett, “se ha transitado de una sociedad grupal alimentada por los vínculos entre sus miembros, a una sociedad como conjunto de individuos en donde cada persona busca la supervivencia aisladamente”. Como consecuencia, los individuos realizan grandes esfuerzos de manera solitaria, tratando de alcanzar, en medida alguna, cualesquiera de los rangos de éxito que les son ofrecidos.

¿No es esto suficiente? ¿Deberíamos renunciar por completo al sueño de un mundo mejor?

El progreso se ha convertido en sinónimo de prosperidad, pero el siglo XXI nos enfrenta al reto de encontrar otras formas de calidad de vida. En su libro Utopía para realistas, Rutger Bregman nos dice que “el verdadero progreso empieza con algo que ninguna economía del conocimiento puede producir: sabiduría sobre lo que significa vivir bien”. Y cuando pensamos en ese vivir bien, y nos damos cuenta de la gran cantidad de contrariedades y mentiras con las que nos hemos acostumbrado a convivir, es necesario hacer un alto y reflexionar acerca de si la educación que se imparte hace pensar a los alumnos, de tal manera que se puedan convertir en los verdaderos líderes que la sociedad necesita para enfrentar los retos que el siglo XXI nos exige.

¿En dónde encontrar ese recurso veraz que la educación pueda utilizar para crear esos horizontes alternativos que activen la imaginación de nuestros educandos y los motive a concebir un mundo mejor que el que tenemos, en el que la insatisfacción sea una constante y esta se aparque a una vía láctea de la indiferencia?

La respuesta la encuentro en la literatura, porque es en ella en donde encontramos una reiterada insatisfacción de la realidad, y nos hace, a la vez, sentir la importancia de la libertad. Y porque, como lo dijo Vargas Llosa en su discurso de la “Investidura Honoris Causa”, en la Universidad de Salamanca en 2015, “la literatura despierta un sentido crítico respecto a la realidad en la que uno vive, porque tiene la facultad de hacer vivir como experiencias directas los grandes problemas de la sociedad”.

La literatura no escapa a su tiempo, y no puede ser concebida como un mero entretenimiento. Aunque como afirma Llosa en el mismo discurso mencionado, “la literatura sirve para entretener, desde luego, no hay nada más entretenido que un poema o una novela, pero ese entretenimiento no es efímero. Deja una marca “secreta y profunda en la sensibilidad y en la imaginación”. La literatura es una forma de acción. “Las palabras son actos”, la célebre sentencia de Sartre, y a través de la literatura se influye en la vida de otros y en la historia.

Es en la literatura en donde se puede formar esa nueva clase de líderes que, fundamentados en las utopías de la imaginación, nos pueden llevar a concebir un mundo mejor. No importa que estas utopías surjan enfrentadas entre sí, porque como dice Rutger Bregman “… al fin y al cabo, las utopías enfrentadas son la savia de la democracia”.

No es una utopía acabada la que debemos desear, sino un mundo en donde la imaginación y la esperanza estén vivas y activas.

Por Luis Germán Perdomo R.

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