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La soledad de la frontera

Mientras el gobierno de Caracas mueve tropas a la línea divisoria, el paso entre los dos países se va desolando.

Cúcuta
21 de noviembre de 2009 - 04:27 a. m.

El guardia, un hombre moreno, barrigón, de bigote y con el uniforme militar encharcado en su sudor, golpeó con la mano derecha la parte trasera del bus urbano que frenó en la salida que de Ureña, en Venezuela, busca a Cúcuta y lo soltó brutalmente: “Ahí va un camionado lleno de hijueputas colombianos”.

Temiendo una requisa eterna a esa hora de la tarde, 5:15 del miércoles pasado, el conductor del bus —colombiano él— silenció el vallenato de Diomedes Díaz y trató de decirles a los pasajeros que se bajaran, pero no alcanzó. Una mujer joven, también de la Guardia Nacional de Venezuela, con cara de afanada, le hizo un ademán para que reanudara la marcha.

El bus —que hace la ruta circular binacional Cúcuta-Ureña y, en efecto, repleto de colombianos— cruzó los 200 metros de luz del puente internacional Francisco de Paula Santander y sólo en el lado colombiano los ocupantes pudieron respirar tranquilos.

La escena refleja claramente lo que está pasando desde hace tres semanas en este punto de la frontera con Venezuela y en el puente internacional Simón Bolívar, que comunica Cúcuta con San Antonio del Táchira.

La tensión, producida por las declaraciones, órdenes y contraórdenes del presidente Hugo Chávez, está en un punto muy alto.

A esto se suma, a comienzos de mes, el asesinato de ocho colombianos en el estado fronterizo del Táchira y de dos miembros de la Guardia Nacional, el aumento de pie de fuerza militar venezolano con unos 1.250 hombres —que patrullan los cascos urbanos fuertemente armados— y el fortalecimiento de los controles y requisas a los vehículos en las alcabalas venezolanas.

Tan es así que el paso de automotores y personas por los dos puentes internacionales ha bajado, estiman las cámaras de comercio de Cúcuta y de San Antonio del Táchira, 50%. Hay días en que la soledad es tal, que parecen mañanas de 1° de enero.

Sólo en noviembre el paso por estas estructuras se ha cerrado en nueve oportunidades, cinco de ellas por protestas violentas de los comerciantes informales —contestadas con balas y golpes por la Guardia del vecino país— por lo que ellos llaman “abusos” de las autoridades venezolanas.

“Ya ni bolívares salen casi, pues la gente teme los ‘raqueteos’ de la Guardia”, afirma Edward Pinzón, un ‘manero’, como se les llama en la frontera a los cambiadores de bolívares que se ubican en el lado colombiano de los accesos a los puentes.

La caída en el movimiento también se ve reflejada, especialmente, en los cascos urbanos de Ureña y San Antonio, en donde los colombianos acuden a comprar algunos elementos de aseo, alimentos y ropa que, por el cambio de la moneda, son más favorables. Un bolívar se consigue a 35 centavos de peso.

“Pues chico, al colombiano le da miedo venir. No sabe qué puede pasar y lo más seguro es que la Guardia le quite todo lo que haya comprado acá. Eso nos tiene muy mal”, afirma Juan Hernández, un venezolano propietario de un supermercado en San Antonio.

Isabel Castillo, presidenta de la Cámara de Comercio de esta población, afirma que las ventas han caído 80% y que empresas y negocios, en el mejor de los casos, han sacado a vacaciones a buena parte de sus empleados.

Por su parte, la Cámara de Comercio de Cúcuta y Fenalco reportan una contracción de la demanda de bienes y servicios, a tal punto que los comerciantes locales hayan apuntado a las promociones y descuentos para bajar los inventarios que antes arrasaban los compradores venezolanos.

Los de a pie

“Antes de que las cosas se pusieran feas, uno se hacía en un día unos 150 mil bolívares (cerca de 52.000 pesos) y ahora, si acaso, 50 mil. La gente no viene para nada y esto está solo. Para colmo, la Guardia nos corretea todo el día”, afirma Rubén Castro, uno de los 80 mototaxistas que se ganan la vida pasando personas entre Ureña y El Escobal, el lado colombiano de la frontera. Cada carrera cuesta 2.000 pesos.

De nada les sirve por estos días a ellos estar legalizados, carnetizados y uniformados en cuatro cooperativas de Venezuela, pues las restricciones del lado ‘bolivariano’ incluyen que no pueden cruzar la frontera con parrillero. Incluso, de acuerdo con el estado de humor de los guardias, si pasan para Colombia, no pueden regresar.

“Ni con cédula venezolana sirve, por eso nos toca devolvernos muchas veces por las trochas y se corre peligro, pues los guardias nos persiguen para quitarnos las motos”, apunta el mototaxista Pablo Ojeda, un cucuteño que, como un buen número de habitantes de la frontera, tiene doble nacionalidad.

Él es uno de los 30 mil colombianos que, estiman los gremios de comerciantes de Cúcuta y San Antonio, viven en la capital de Norte de Santander y trabajan en las dos poblaciones fronterizas venezolanas.

“Los que joden son los guardias y más desde que (Hugo) Chávez dijo lo de la guerra —apunta un vendedor de agua y refrescos de la avenida Venezuela, la principal de San Antonio—; en Colombia lo dejan a uno pasar sin problema”.

Los controles de la Guardia Nacional de Venezuela son, de tres semanas para acá, tan estrictos que en esa avenida, que desemboca en el puente Simón Bolívar, los guardias miden con una manguera la cantidad de combustible que lleva cada vehículo en el tanque, para saber cuál está muy lleno y vaciarlo.

La orden desde Caracas es que el que vaya lleno de gasolina o acpm debe quedar sólo con el mínimo, para evitar el contrabando. En Venezuela, un carro con un tanque de 40 litros se completa con el equivalente a 2.500 pesos colombianos, lo que hace que muchos rebosen su depósito en tierra ‘bolivariana’, para luego venderla en Cúcuta con ganancias cercanas al 700 por ciento.

Este negocio ilegal, por supuesto, se da a escala mucho mayor con mafias que sobornan a los guardias, y por las trochas entre los dos países, por donde los ‘maleteros’ —como se les llama a los que pasan a pie y por el río mercancía de contrabando— cruzan con pimpinas de cinco galones cada una.

“El acoso de los guardias es a cada rato. Le dicen a uno ‘te voy a coger, te disfrazo de paraco y te vuelo la cabeza o te mando preso de por vida para que te pudras’. Así no se puede trabajar”, dice un ‘maletero’ de La Playa, un asentamiento de casas a la orilla del río Táchira y fortín del eslabón más pequeño en la cadena del contrabando.

Ese acoso de algunos miembros de la Guardia, dicen vendedores ambulantes y ‘maleteros’, es sólo por las vías principales de Ureña y San Antonio, donde hay cámaras de vigilancia y están expuestos a la mirada de los ciudadanos.

Extreman tanto sus funciones ahora los guardias, que la semana pasada en la avenida principal de Ureña, dos de ellos interceptaron y amenazaron con arrestar por “espionaje internacional” a Érika Haeckermann, una joven periodista del periódico Q’hubo de Cúcuta, que tomaba fotos y apuntes para una crónica sobre la situación en la frontera.

Sólo la gracia caribe del hablado de la reportera y sus ojos de esmeralda la salvaron de ser conducida a la sede del Destacamento 11 de Frontera. “De espía internacional sólo tengo un apellido de ascendencia alemana”, diría después la momposina.

Otra cosa es en las trochas; allí la relación de los ‘maleteros’ y los guardias por estos días es, más que nunca antes, un perverso juego del gato y el ratón, con un cazador manifiesto a corromperse y una presa decidida a negociar.

Mario Rolón, un ‘maletero’ de 32 años de piel magra y tostada, asegura que en esos senderos de Dios nadie se salva de las autoridades venezolanas. “Está muy mala la cosa y por viaje nos toca pagarles a los guardias unos 3.000 bolívares por cada caja que llevamos, y pasamos con tres o cuatro maletas”, explica. El cruce de un bulto de mercancía se negocia hasta por 10.000 bolívares.

El agravante desde que se enturbiaron las relaciones es que, dicen los ‘maleteros’ y ‘maneros’, los guardias tienen la orden de disparar cuando se encuentren en las trochas con cualquier cristiano pasando contrabando y éste no se detenga a su orden.

“El problema —apunta el maletero venezolano Alonso García— es que a veces uno no se topa con los guardias que llevan tiempo en la frontera, sino con los nuevos que mandaron desde Caracas para la guerra del loco Chávez, y esos sí que son bien hijueputas”.

Por Cúcuta

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