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Los que huyen son los corruptos

Ana Margarita Durán soñaba desde pequeña con castigar la injusticia. Hoy lo hace y por eso recibe amenazas de los grandes capos, quienes la consideran una enemiga.

Lorena Machado Fiorillo
07 de marzo de 2011 - 09:59 p. m.

Era como Olafo, amargada. O por lo menos así lo creían sus compañeros del Colegio La Salle cuando apenas era una jovencita y recorría las calles de Montería, deseando irse lo más pronto de allí porque sentía que su destino estaba en otra parte. A Ana Margarita Durán, desde pequeña, no le gustaba que nadie le cogiera sus cosas sin permiso, ni las camisas ni los zapatos. Estricta, un tanto imprudente y directa, tan directa que a su rector le decía viejo, entre líneas, cuando no comprendía sus argumentos.

No fue una buena estudiante hasta que llegó a la Universidad Católica a cursar derecho y en el último año ya ganaba cada uno de los casos de esa época —un hurto de $5.000 por ejemplo— que le daban la convicción de que lo suyo era castigar los actos que iban en contra de la ley. Así, como si lo hubiera pronosticado en su niñez cuando firmaba “Ani, futura ministra de Justicia”, llegó a liderar la investigación de DMG y la que involucraba a grandes capos del narcotráfico con el Independiente Santa Fe. Ambos casos en custodia de la rubia de 1.72 metros de estatura, a quien enamoró años antes un teniente llamado Wilson Vergara. Cuando la fiscal Viviane Morales asumió la institución, aseguró que el único despacho en el que no habría cambios sería en el de Durán, la misma que el Loco Barrera catalogó como su enemiga.

Decir cuántos escoltas la resguardan sería un haraquiri. Aunque la mitad se camufle, siempre hay alguien pendiente de sus pasos. Está allí cuando regaña a su hijo de 8 años, a una prudente distancia cuando se mide un pantalón en cualquier almacén y conoce dónde va a comer todos los días. Incluso sabe que su mamá,  Carmen de León, es quien a veces prepara el mote de queso que le gusta tanto. Y es que la seguridad sobre la costeña de 37 años se debe, entre otras cosas, a que la mafia ofrece $1.000 millones por su cabeza.

“Siga así de heroína y verá”, le dijeron sus adversarios en una nota que iba acompañada de las fotos de sus dos hijos. Cuando Ana Margarita Durán empezó a recibir miles de amenazas se dio cuenta de que estaba haciendo bien, de que no era coincidencia que de un momento a otro comenzaran a hablar mal de ella y a decir “a esa vieja hp. hay que sacarla” o que frecuentemente más policías pidieran llevar a cabo las investigaciones a su lado. No, no era casualidad.

Es inevitable que Durán se cuestione, cuando pasa varios días sin comer o dormir, por qué no fue peluquera o manicurista, pero en el fondo sabe que no tiene idea de cómo arreglar una uña y menos cortarla y que la satisfacción que siente al ir, en sigilo, tras un delincuente es suficiente para que esté feliz. Por eso, en sus sueños, se atraviesan plazos y conversaciones con fiscales, capturas pendientes y revisiones de proyectos. Por eso, todos los domingos, sagradamente, le dedica dos horas al culto cristiano. Si no fuera así, cuenta, no podría con la presión que recibe.

Desde que es fiscal ha dejado de hacer tareas con sus hijos, de llevarlos al parque, de llegar temprano a casa para jugar con ellos. No ha importado porque cuando surge vagamente la idea del retiro, son sus pequeños los que le dicen, mitad emocionados, mitad orgullosos, que los corruptos son los que huyen y ella, que sólo llora de impotencia, se aferra firmemente a ese pensamiento para seguir con los días.

Por Lorena Machado Fiorillo

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