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A Margarita. Acabo de terminar de leer su libro. Mi editora me lo hizo llegar. Me dijo que la llamara para que habláramos sobre él, que luego escribiera 6.000 caracteres y otras cosas que no recuerdo porque, mientras me grababa sus primeras indicaciones en la cabeza, debajo de mis párpados pasaban las preguntas típicas con las que seguramente iba a empezar nuestra conversación: ¿Cómo fue el proceso creativo? ¿Qué la obligó a escribir? ¿Cuánto tardó en hacerlo? No sabía de qué iba la historia cuando dije “sí” a escribir este tema, y ni siquiera sabía quién era usted. Hoy, sin embargo, la siento cercana, debe ser que ambas estamos abrazadas al mismo dolor. Esa es la razón por la que escribo una carta a cambio de una reseña con entrevista.
Cuando me avisaron en la portería que había un paquete para mí, salí corriendo por él. La verdad, no tenía afán de recibir un libro de una chica a la que nunca había leído, pero sí tenía la necesidad de llegar a tiempo a una reunión a la que me habían convocado. No osbtante, el asma es cruel y no pude devolverme con la misma velocidad a la oficina, así que en el trayecto me entregué a ese ritual que a mí me llena de impaciencia y desesperación: quitar el plástico para que emerja el olor a tinta recién impresa. Las muertes chiquitas fue lo primero que vi. Después llegué al prólogo, que me salté cuando apareció la palabra “depresión” en mi escaneo. Finalmente, esto me tumbó: “Supón que estamos en invierno y tenemos que sobrellevar el mal tiempo. Somos osos prestos a hibernar. Todos deberíamos tener una buena capa de grasa que proteja el cuerpo del frío y una buena dosis de sueño para echarnos a retozar, pero a mí me falta esa capa de grasa y fuera de eso no tengo sueño. Soy ese oso que en invierno se queda bailando sobre la nieve, moviendo los brazos como alas, tirado en el piso helado, con frenesí. No creo en hibernar, no creo en el invierno. Creo que el peor ya pasó y que gasté toda la producción de grasa que podía dar mi cuerpo para combatir ese frío horrible que hoy trato de ignorar con aspavientos. Me da frío el frío, le temo al temor. Mi reacción a cualquier aflicción es no sentir, así me esté quemando la piel con la nieve ardiente. Franqueé ese primer invierno al que sobreviví de niña, cuando poco o nada podía hacer para cambiar el curso de las cosas, pero ahora llego siempre tarde al invierno y salgo tarde, tardísimo de él. Soy ese oso regordete que se dispone a hibernar cuando ya casi va a llegar la primavera y no quiere dejar de dormir. Por donde lo veas, no estoy preparada para algo tan común como el invierno. No es el invierno. Soy yo”.
Ver: El hoyo profundo de la depresión femenina
Cuando llegué a la oficina me dijo L que había corrido la reunión y, prácticamente, me arrebató el libro: “¿Por qué te lo enviaron?”, me preguntó. “Es que soy afortunada”, le respondí. En esas entró M y me invitó a fumar un cigarrillo. Salí con un mechero y un Piel Roja en la mano derecha y en la izquierda la nueva adquisición. “¿Te puedo leer algo?”. Cuando estuvimos quietas empecé. Solo quería que escuchara ese párrafo introductorio. Solo quería que me dijera que después de esas 150 páginas, todo iba a estar bien. Leí. Y no pude parar. Seguí con el primer capítulo mientras las bocanadas de humo se enredaban con las letras enfiladas que mis ojos absorbían. Me interrumpí en algún momento: “Este libro puede fracturarme”.
Hoy, que he terminado de leerlo, no me siento fracturada. Siento que es mi historia y no la suya porque yo también estoy inmiscuida en fiestas, drogas, sexo, baile; la pérdida de los mejores amigos; las preocupaciones y los apuntes de una mamá que conoce bien a sus cachorros; las peleas con el papá; la pérdida de un ser querido; un desempleo; la agorafobia; las relaciones estables; el psiquiátrico y los medicamentos; volver a la casa donde te criaste; sentir que una cama te habla y te convence de no dejarla; el miedo a los escenarios cotidianos de la vida; las ganas de no seguir, de no estar más... Porque como usted, “he empezado a creer que la muerte no es ese momento en el que el pulmón expira por última vez y el corazón se detiene. Mi corazón sigue en pie y yo ya me siento muerta hace rato”.
Porque la depresión es ese estado en el que la comida empieza a saberte a tierra y por el cual tus amigos te dicen: “No te puedes morir, pendeja, porque yo me muero también”. ¡Cómo si uno pudiera luchar contra el hecho de que la tristeza se le enrede en las venas y se apodere del intestino! Yo también pensaba que no podía arrebatarle a mi madre la vida que ella me había dado, hasta que se fue de este estado físico de la existencia y me dejó en un limbo sin saber qué hacer.
Ver: Las máscaras de la anticoncepción hormonal
Me doy cuenta de que estoy descrita en las palabras de alguien a quien no conozco. De que mis dramas son los mismos por los que usted pasó. De que alguien más en el mundo está soportando esa angustia que estoy sintiendo hoy y también mañana. De que alguien hizo algo para que las personas “dejen de pensar que la depresión es como una gripa, porque muchos han muerto de esta pulmonía en el corazón gracias a la idea equivocada y ligera que se tiene de ella”.
Los míos han sido tres años de terapia y con esta lectura removí todo. Los libros que hablan de las enfermedades mentales son necesarios, porque, con cada caída al abismo y luego con cada rescate, logran explicar aquello de que “la capacidad para cualquier cosa está amarrada a la voluntad y la depresión profunda anula la voluntad”. En este tránsito de desesperanza, sin embargo, siempre se encuentra un abrazo amigo. Esos brazos están salvando al mundo.