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Mucho antes de que existieran fronteras y países, mucho antes de inventar la escritura o las herramientas metálicas, antes de la agricultura, antes de usar la rueda o domesticar los caballos, los seres humanos colonizaron casi todo el mundo mediante una sola fuerza de locomoción: sus dos piernas, sus pies. Los homo sapiens, en su breve existencia de 200 mil años como especie (breve en términos biológicos y astronómicos), han sido desde siempre y ante todo grandes caminantes. (Le puede interesar: Migrantes harán huelga de hambre).
Con su andar erguido característico, con la suave cadencia de la marcha, un grupo andariego es capaz de caminar diez kilómetros diarios sin cansarse demasiado, incluso llevando a cuestas niños y algo de comer. A ese paso, en un mes es posible alejarse 300 kilómetros del punto de partida, 3.600 kilómetros en un año y, si no hubiera océanos ni cordilleras, darle la vuelta a la circunferencia de la Tierra en 11 años de marcha pausada. Pero las migraciones humanas no se hacen en línea recta, sino dando rodeos. Hay que ir recorriendo y reconociendo todo el territorio. La Tierra se fue poblando despacio. De hecho, los primeros sapiens dejaron África y entraron en Asia, caminando, hace 70 mil años. Diez mil años después habían llegado a pie a China y a la India, hace 50 mil a Australia (a pie y en balsas), hace 40 mil a Europa y hace unos 15 mil a todos los rincones del continente americano.
Las rutas de las grandes migraciones del pasado dependían en buena medida de presiones climáticas. Se sabe que los pueblos de Asia que llegarían a convertirse en una parte de los pueblos indígenas americanos entraron al nuevo mundo por un pasaje marino congelado entre Siberia y Alaska. Es posible que fueran cazadores que perseguían grandes mamíferos. Las guerras tribales, las glaciaciones, los cambios de nivel de los océanos, las hambrunas, las erupciones volcánicas, la esclavitud o la fuga de la esclavitud, la simple curiosidad: hay múltiples motivos para que haya grandes migraciones. De hecho, en muchos relatos fundacionales religiosos o mitológicos se habla de algún éxodo, de alguna migración primordial.
Pero si en nuestro pasado nómada y prehistórico no hacíamos más que caminar, buscar mejores aires y mejores tierras, los homo sapiens de hoy, citadinos y sedentarios en su gran mayoría, nos asombramos de las masas de seres humanos que en pleno siglo XXI recorren a pie las selvas y los desiertos, los páramos y las cimas de las montañas, los caminos, las carreteras y las trochas del mundo, en busca de un sitio mejor para vivir. Y, sin embargo, nada se parece tanto a lo que fuimos todos en un remoto pasado que estas caravanas de hombres, mujeres, ancianos y niños que se desplazan a pie de un lugar inhóspito a otra “tierra prometida” imaginaria. (Lo que pasa en frontera México-EE. UU.).
Los caminantes de hoy hablan muchas lenguas y tienen todos los colores de la piel. Si ustedes van a Capurganá, en el extremo norte del golfo de Urabá, en Chocó, verán migrantes asiáticos y cubanos, paquistaníes y bangladesíes, etíopes y somalíes, a la espera de algún milagro que los ayude a colarse hacia Panamá por el Darién. Con un maletín roto esperan una chalupa que los pase al otro lado de contrabando o un guía que los cuele por la selva. Sus anhelos señalan hacia el norte, como la aguja imantada de las brújulas, así en el norte, al final, no haya más que muros, desdén y gases lacrimógenos. Algunos llevan meses ahí, y su extrema postración ya solo les da fuerza para estar quietos. Ya han perdido hasta el ánimo de caminar.
En movimiento hay caminantes que andan solos como lobos esteparios; hay familias nómadas que sueñan con ser pioneras en algún baldío; algunos grupos se unen por afinidad religiosa, por un origen común o por conveniencia; también hay grupos organizados con algún fin político o propagandístico; hay engañados y manipulados por quienes negocian con la desesperación, la necesidad o el miedo de los demás; hay infiltrados y espías que sabotean la marcha; hay periodistas disfrazados de exploradores; y, sobre todo, hay personas desesperadas que huyen de la guerra, del hambre, de las tiranías, del fanatismo, del racismo, de las purgas religiosas o el exterminio de los nacionalistas.
También empieza a haber víctimas de las primeras calamidades del cambio climático: nada produce tantos desplazados como las inundaciones, los incendios, las plagas o las sequías. De seguir así, las dimensiones catastróficas del calentamiento global ya no desplazarán a cientos de miles, sino a millones y cientos de millones. Quizás en pocos decenios seamos nosotros mismos los que estemos andando por caminos desolados con el morral de lo poco que pudimos salvar del desastre. Todos fuimos caminantes en el pasado remoto, y no es imposible que lo volvamos a ser en el futuro próximo.
Algunos de los dramas más notorios de este año tienen desplazados, caminantes, migrantes con un origen geográfico definido, así muchos de ellos no tengan ni siquiera pasaporte: los más numerosos son sirios, afganos, yemeníes, venezolanos, hondureños, salvadoreños y nicaragüenses. Hay campos de refugiados gigantescos en Turquía y en Grecia. Hay ahogados y sobrevivientes en las pateras del Mediterráneo. Hay marchas más o menos organizadas que intentan pedir asilo en el sur de Estados Unidos y que reaniman así el fantasma xenófobo y racista que hay en el corazón del trumpismo norteamericano. (El fenómeno en Italia).
Pero hemos visto también fugitivos y refugiados por los incendios de California y de Alberta, en Canadá. Por las inundaciones después de los huracanes en el golfo de México. Por los incendios en los suburbios de Atenas o por los bombardeos químicos en Siria. Por las persecuciones turcas e iraquíes a los kurdos. Por los abusos rusos en Ucrania. Por la estupidez sin límites de Maduro y el colosal colapso de Venezuela, una cleptocracia disfrazada de retórica revolucionaria. Y sin ir más lejos, por la amenaza de los túneles colapsados en la presa de Hidroituango, en el curso norte del río Cauca, o por las amenazas y las presiones de las narcoguerrillas en muchas regiones fronterizas del territorio colombiano.
Quizá no nos damos cuenta del drama que representan estos miles e incluso millones de desplazados que caminan en busca de la salvación, porque la mente humana no está hecha para sufrir por grandes números. Si nos hablan de “tres millones de sirios” o de “un millón de venezolanos”, no los podemos ni siquiera imaginar. Nuestro cerebro se desarrolló para entender la vida de un núcleo humano no demasiado grande (que nos permitiera caminar sin perdernos de vista), reconociéndonos uno a uno por el nombre propio.
El drama de estos innumerables caminantes del siglo XXI se entenderá cuando podamos narrarlo en casos concretos, en historias de mujeres embarazadas que dan a luz a la vera de un camino; de hombres fuertes que llevan dos niños a sus hombros, con sus nombres y sus apodos de niños. Cuando nos cuenten la historia de un abuelo que salva a sus nietos o de unos nietos que llevan de la mano a un abuelo ciego. Se necesitan historias como las del Éxodo: un faraón despiadado, mares que se abren, bastones que sacan agua de las rocas, tiranos que matan a los primogénitos, plagas enviadas por Dios para acabar con los bueyes y las cosechas.
Así, en abstracto, estos caminantes de los que he contado, los de la prehistoria y los de la actualidad, es difícil que se instalen en la memoria y en el corazón. El problema actual está planteado, lo conocemos, lo vemos en las esquinas y en los semáforos de nuestro país, lo leemos en cada cartel que levanta la chica que nos vende chicles o en el campesino que pide con el sombrero. Pero debemos contarlo en personas, en nombres, en un sufrimiento que se pueda oler, tocar y sentir, para darnos cuenta de su dimensión y su tragedia real.
Hasta aquí el drama y el problema abstracto. A los reporteros y a los novelistas, a quienes puedan dar testimonio de su propia fuga, con final trágico o final feliz, a todos ellos les corresponde hacérnoslo sentir bien. Pues de otro modo no es posible despertar la comprensión humana que se manifiesta en lo menos malo que hay en el corazón del homo sapiens: la compasión.
* Escritor y columnista de El Espectador. Su libro más reciente es “Una bolita plateada”, literatura para niños, obra editada por Mesa Estándar.