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Pobres los gomelos que quieren jugar fútbol profesional en Colombia

Eduardo Meisel, entonces jugador de las divisiones inferiores del Deportivo Pereira, no podía disimular su estrato. Las camionetas que lo llevaban a los entrenamientos, los guayos de alta gama, las licras y los uniformes perfumados suscitaban envidia.

Juan Diego Ramírez
14 de julio de 2014 - 07:56 p. m.
Pobres los gomelos que quieren jugar fútbol profesional en Colombia

Con frases como esta intentaban convencerlo de que no jugara fútbol porque él no lo necesitaba. Porque, en pocas palabras, él no era pobre.

Ahí llegó el riquito…

El nombre de su agresor verbal no importa. No sería justo señalarlo porque este matoneador de ricos ni siquiera es consciente de su reacción: actúa así por un instinto de supervivencia. El fútbol se convirtió en una reivindicación social y económica en Colombia, pero ese niño no lo sabe, solo siente amenazada la que parece ser su única misión en la vida: la de sacar de pobre a su familia. Un balón, el instrumento. El cómo no es ni será la prioridad.

¿Por qué mejor no estudia? Usted tiene plata, maricón…

Ese niño que agrede con sus palabras se siente amenazado al saber que los cupos en el profesionalismo son reducidos. En Bogotá, por dar un ejemplo, hay 20 mil jugadores menores de 19 años afiliados a la Liga de Bogotá, pero un porcentaje mínimo logra convertir el fútbol en una profesión. La prueba es que en el 2014, solo 18 jugadores bogotanos militan en la Liga Postobón, que cuenta con casi 475 futbolistas. Entonces algunos consideran injusto que alguien con dinero obtenga un cupo y no uno más pobre. Hasta los periodistas deportivos tienen esa concepción. A Eduardo Meisel, incluso, lo matoneó un locutor durante un Suramericano Sub-17 con la Selección Colombia. Cuando ingresaba a la cancha, el comentarista decía que estudiaba en el Liceo Francés, que su padre era médico, que cómo era posible, que qué injusticia… “Creen que si uno se vuelve profesional, esa plata que uno gana la podría estar necesitando alguien más. Pero uno también tiene derecho a intentarlo”, dice Eduardo, quien ahora juega en el primer equipo del Deportivo Pereira.

Un balón para sacar la cabeza fuera de la miseria

Conocí la historia de uno de esos niños que prefieren no tener compañeros con plata, uno de esos que en los entrenamientos los persiguen para pisarlos, jalarles la camiseta y escupirlos. Su comportamiento se relaciona directamente con un entorno que quiere evadir a fuerza de fútbol. La invasión paramilitar en la que nació, huele al excremento que trae y se lleva a diario el mar Pacífico al subir de nivel. Su casa es la última de la vereda y para llegar es necesario pasar por una tabla que sirve de puente. El riesgo de caerse es inminente, pero es mejor concentrarse, porque abajo, si es de día, espera un lodazal de mierda, si es de noche, amenaza la agresividad del mar Pacífico. Ingresar en la casa tampoco garantiza la seguridad de tierra firme, pues las maderas del piso están tan separadas, que el lodo se puede seguir viendo entre ellas.

Su papá lo subsidia a él, a sus tres hermanos y a su madre con menos de un salario mínimo. Y lo motiva a diario para que juegue. Le suplica, más bien, que triunfe para que no tengan que volver a ese rincón sin ley que hace tiempo controlan unos matones de una banda criminal. El niño se enseñó desde siempre a jugar por necesidad y se acostumbró a encontrar casos similares en las canchas. Y esa necesidad se mezcló con codicia, alimentada por los medios que hablan de la plata y la fama, de los sueldos desbordados y las botineras que rodean a los futbolistas. Ninguno concibe que alguien aspire por pura diversión y por eso juzgan a quienes eligen al fútbol como hobbie. “Ellos no lo necesitan”, dicen como frase de batalla.

Que dejen jugar al que sueña con hacerlo

A Juan Fernando Rangel lo juzgaron hace unos años. Mucho antes de lesionarse la rodilla y retirarse, algunos querían precipitar su marginación de este deporte. Le escondían los guayos. Le decían ‘Fresita’, como el alias de un narco en una novela de carteles. Un día le dieron en la cara para intimidarlo. Ocurrió una tarde en el gimnasio, donde un cualquiera debía ayudarlo a empujar la barra para ejercitar pectorales. Cuando su compañero le sostuvo la barra para que él se levantara, le dejó caer la pesa. No hubo explicación, ni disculpas, ni consecuencias. Solo sangre y un tabique torcido que exhibe todavía como prueba. “Los que buscan un futuro me condenaron por perseguir un sueño”, se lamenta ahora.

No solo a él. A Juan Pablo Múnera, cuando intentó ser futbolista, también trataron de intimidarlo: “Este hijueputa no se ensucia porque solo le gusta el pastico del Club Campestre”. Le decían y él debía guardar silencio, porque a quien revira se le multiplica el bullying. Esa es la ley. La única forma de replicar es demostrar el talento en la cancha.

No pues tan picadito con esos guayos…

El ‘todo vale’ también es legítimo en el fútbol y eso lo sospechó desde antes Lucas Naranjo, quien llegó a entrenar con el equipo profesional del Once Caldas. Pero justo antes de comenzar en este deporte, previó lo que podía suscitar su estatus y decidió fingir. No compró guantes ni guayos de marca, sus papás lo dejaban a unas cuadras de las canchas y también empezó a montar en bus para ir a los entrenamientos. Lo hizo porque revelar el estrato significa desnudar una debilidad y eso, en el fútbol base, sirve como el pretexto de otros para sacarte del camino de un codazo.

Nicole Regnier no pudo ocultarlo por más que quiso. Por eso generó tantas envidas una vez ingresó en la Selección Valle. La actual delantera de la Selección Colombia Sub-20 estudiaba en el Colegio Bolívar, se vestía con ropa de marca y le decían que mejor se dedicara al modelaje, por su cabello rubio y el cuerpo casi perfecto. “Yo sabía que eso iba a suceder así, pero traté de hacerles entender que en el fútbol no hay estratos”. En un mundo ideal no los hay; pero sí en un país de injusticias y con rescoldos de racismo y resentimiento.

Los que poseen la reputación de adinerados terminan siendo víctimas en algún momento. Ni siquiera el carácter de Faryd Mondragón pudo evitar los comentarios con doble intención y las suspicacias desde que propuso convertirse en futbolista. El arquero suplente de la Selección Colombia también estudiaba en un colegio pudiente de Cali, en el Colombo-Británico, y desde el principio se sintió condicionado por sus pintas: camisetas originales y unos guantes Adidas referencia Amadeo Carrizo, que le habían traído desde Argentina a los 11 años. “Uno no podía decir que quería ser futbolista porque no encajaba en ese perfil, solo si venía de un estrato social bajo y humilde”, explicaba el vallecaucano en una entrevista reciente con El Espectador.

Es que para jugar esto hay que tener hambre, papá…

La vaina es así en el fútbol colombiano: desde las categorías infantiles existen unos códigos que están más allá de la justicia y que son una amenaza para muchos prospectos, como por ejemplo que es más difícil llegar al profesionalismo sin un padrino. La característica común de los códigos del fútbol es que pocos se arriesgan a hablar de ellos y en ese sentido es difícil de comprobar que los dirigentes vetan a quienes reclaman sus derechos laborales, que algunos técnicos les piden dinero a los futbolistas por ponerlos a jugar, que en algunos clubes tiene más potestad un jugador que un presidente y que a los ricos les toca demostrar el doble si quieren cumplir su sueño.

Juan Pablo Ángel debió esforzarse más al ver que sus compañeros también eran adversarios en la Selección Antioquia, donde lo hostigaban al creer que su papá era dueño de varios negocios. Carlos, un central valluno radicado en Medellín, le advertía en los entrenamientos: ‘Te vamos a dar duro, riquito hijueputa’. Fue en 1991, cuando entrenaban en la cancha pelada del polideportivo de Envigado y dirigía Luis Fernando Montoya. Ángel era el único de clase media del grupo y en consecuencia el tema de conversación. Unos insistían en fastidiarlo hasta que dejara el fútbol y otros pocos lo defendían. “Vamos a hacernos amigos de él, tal vez nos beneficie. No ve que nosotros no tenemos dónde caernos muertos”. Eso cuenta Edgar González, lateral izquierdo de ese equipo.

Al final, Juan Pablo resistió patadas, empujones, pellizcos, y solo pudo defenderse con fútbol. Ese es el único camino para los de plata, pero este deben recorrerlo en solitario, sin gregarios. A los de bajos recursos les tocó más duro en sus vidas, pero a los ricos siempre les tocó más difícil en la cancha, por eso son minoría en este deporte que es considerado el arte del pobre. 

Por Juan Diego Ramírez

 

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