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“Tuve que pedir que fueran lo más tarde posible”

Soy médica y ejercía tranquilamente mi profesión en uno de los centros hospitalarios de Bogotá hasta cuando apareció el coronavirus. Cuando se declaró la emergencia, mis colegas y yo continuamos trabajando como siempre, pero tomando más precauciones de las usuales. Días después, cuando ya el país estaba en plena alerta y los colombianos cumplían la cuarentena en sus casas, sentí una pequeña molestia respiratoria y, horas más tarde, mi voz enronqueció. Cuando me di cuenta de que apenas salían susurros si intentaba hablar, preferí, por responsabilidad, notificarle a mi jefe mi condición. Él decidió enviarme para la casa, de inmediato. Hacía una semana que estaba en el hospital atendiendo mis turnos cuando regresé a la casa en donde resido con mis padres. Aunque no tenía ninguno de los síntomas de la COVID-19 y estaba en buenas condiciones físicas aparte de la voz ronca, decidí llamar a mi EPS para solicitar un examen a domicilio en que se certificara mi estado de salud. Como se demoraban en llegar, contacté al servicio de medicina prepagada que, por fortuna, estoy pagando. Esta vez llegó, muy pronto, un médico con su bata blanca puesta, a preguntar por mí en la portería del edificio. Subió, me tomó la temperatura, me examinó y me diagnosticó laringitis. El examen no demoró mucho; sin embargo, en cuanto salió de nuestro apartamento, varios vecinos ya estaban averiguando por qué había ingresado un médico y exigían saber qué me había encontrado.

El Espectador
01 de mayo de 2020 - 10:08 p. m.
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Llamaron al citófono. Mi papá contestó y, abiertamente, le preguntaron qué estaba sucediendo y por qué habíamos recibido la visita médica. Él, que tiene un temperamento tranquilo, les contestó de manera genérica y sin darles explicaciones. Menos mal no contesté yo, porque creo que no hubiera podido controlarme. El grupo de vecinos también requirió a la administración del edificio para que interviniera. Por ese medio contactaron a la propietaria del apartamento, pues nosotros somos arrendatarios ¡Qué abuso querer saber qué pasaba en el interior de un hogar y, además, llamar a la dueña del apartamento!

Menos mal, ella, además de que es amable, comprende bien la situación por la que pasamos los que, por nuestra profesión, estamos enfrentando la emergencia sanitaria atendiendo lo mejor que podemos a nuestros pacientes, tratando de salvar sus vidas mientras exponemos las nuestras: es jefa de enfermería. Por eso, podía entender perfectamente la agresión social de que estamos siendo víctimas. Cuando nos llamó, contó que la administración del edificio le había pedido preguntarnos qué ocurría para contarles a los vecinos. Fue solidaria con nosotros.

A todas estas, yo quería asegurarme de mis condiciones de salud antes de regresar a trabajar. Así que volví a llamar a las oficinas de medicina prepagada para pedir que me practicaran la prueba del coronavirus. Ellos se contactaron con la Secretaría de Salud, en donde se comunicaron conmigo para avisarme que alguien iría ese mismo día. Pero como ya había sucedido el desagradable episodio de la tarde con el primer médico, le solicité a la persona con la que hablé que quien fuera a venir lo hiciera lo más tarde que pudiera, ojalá en horas de la noche, para que no lo vieran. Y, además le pedí, por favor, llegara sin ningún distintivo médico.

Así fue. Hacia las once de la noche, entró un médico prácticamente a escondidas y disimulando quién era, vestido con su ropa de calle y sin elementos de salud visibles. Yo permanecí en mi cuarto para que, antes de tener contacto conmigo, él pudiera cambiarse en el baño de la entrada y se pusiera la ropa de bioseguridad. Y me practicó la prueba. Para no extenderme más, una semana después de que permanecí encerrada en mi habitación limitando, incluso, ver o hablar con mis padres, me dieron el resultado de la prueba: negativa para coronavirus. Volví a trabajar al hospital, pero confieso que estoy muy triste. Mi ánimo no era el mismo. Es injusto que a mí y a los otros compañeros de los que he oído que les han sucedido incidentes similares nos maltraten en la calle, en los mercados y hasta en el vecindario de nuestras residencias, adonde vamos a descansar después de pasar por jornadas extenuantes de trabajo.

No entiendo: los médicos, por nuestra profesión, siempre estamos expuestos a contraer las enfermedades de nuestros pacientes; eso no es nuevo. Y, ahora, cuando necesitamos el mayor apoyo de la sociedad por estar en la primera línea de combate sanitario, algunos quisieran sacarnos hasta de los barrios sin ni siquiera haber adquirido el virus, solo por ser médicos. Como conclusión, me gustaría decir que más que acusar, quiero hacer una reflexión: somos parte del personal de salud, es cierto; pero también somos seres humanos, tenemos familias, como todo el mundo, queremos seguir trabajando para la comunidad y que, entre todos, podamos superar la crisis que estamos viviendo.

Por El Espectador

 

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