Un tiempo para regresar a los orígenes

En medio de la incertidumbre por los avances del coronavirus, y las medidas de precaución que tienen a la gente laborando o estudiando en sus casas, una reflexión sobre lo que significa recobrar las costumbres perdidas o entender la certeza de la igualdad.

Federico Chinaglia
16 de marzo de 2020 - 05:56 p. m.
Getty Images
Getty Images

Lo importante es la vida. Es lo único que queda claro en estos tiempos de coronavirus. De regreso al hogar o a la soledad, renace la certeza de la fragilidad humana. La fórmula es recogerse con los suyos para sobrevivir a un enemigo que nadie ve. Los de afuera pueden ser portadores de la amenaza y, por eso, la gente prefiere evitar el autobús, acudir a los restaurantes, ni siquiera asistir a los servicios religiosos. En cualquier baranda o varilla para sostenerse puede estar el virus, y han regresado los guantes, las bufandas o los gorros para blindarse de su deambular que no distingue entre ricos y pobres, famosos o anónimos, apuestos o desaliñados.

En el oficio diario de vivir, en cualquier instante está el final. Por un aneurisma, un infarto cardiaco, un accidente de tránsito, una bala perdida, un resbalón en las escaleras o un largo tránsito por la enfermedad. Pero cuando son las epidemias el factor que incrementa la fatalidad, el ser humano se repliega, y como una tortuga, se refugia en su caparazón para ponerse a salvo de lo incierto. Es el instinto de la supervivencia y también el polo a tierra que obliga a hacer consciencia de lo realmente trascendental: la vida que se desprecia a diario entre los filos de las armas blancas o los cañones de fuego, pero se honra ante la peste.

Hay quienes cierran las ventanas para que no circule el aire malsano que trae oculto al usurpador del ritmo cotidiano que hoy rigen los cetros del dinero y el tiempo. Ahora abundan los compradores para guardar provisiones, mientras los proveedores de servicios ven como su clientela se ausenta. Los espectáculos públicos se cancelan, los estadios se cierran, las reuniones se evaporan, las clases en colegios y universidades se posponen o se vuelven virtuales. La sociedad detiene por un momento su velocidad consumista, y sin que eso signifique un pacto, cada ser resuelve con su gente, cómo pasar las horas de la crisis.

Es como un retorno a los orígenes. Revive el espíritu familiar; padres, hijos y abuelos vuelven a coincidir alrededor de una mesa; y en distintos casos se estrechan los vínculos. Es como un regreso al clan, a la conversación íntima, a la reconciliación de quienes estaban situados en orillas antagónicas. Y en la profundidad de cada individuo, hombre o mujer que se aquietan, la opción de reflexionar sobre sí mismo y los otros. El momento de volver a cantar en grupo, de recobrar historias olvidadas, de constatar cómo en cada casa o apartamento está sucediendo lo mismo: los eslabones de la cadena que vuelven a unirse.

Es claro que la razón de peso es el miedo, y después la obligación de ser responsables ante una amenaza auténtica. Pero en medio de las calles no congestionadas o los centros comerciales sin su acostumbrada afluencia de público, prevalece por estos días de coronavirus una atmósfera de quietud. Como una suerte de meditación colectiva, aunque en cada ser, familia o colectividad exista una visión diversa sobre el universo y la vida. De cualquier modo, es un tiempo para volver a creer. En la consciencia humana, en las habilidades personales o en la urgencia de entender la inutilidad de los poderes efímeros.

Es una hora idónea para activar la fuerza de la compasión, y entender que ante la contundencia de un enemigo invisible que se propaga de incógnito, no caben distingos de raza, condición social o credo religioso. Es la igualdad que escasea en la vida cotidiana, pero hoy se impone porque el peligro es global. Se cierran las fronteras, se prohíbe desembarcar a los cruceros, se restringe el acceso de visitantes, o los que entran se aíslan en cuarentena, pero antes que la discriminación, la desconfianza, el acaparamiento o el pánico, es el momento de la fraternidad, de entender que, en beneficio de todos, los más débiles deben ser los más protegidos.

En síntesis, como en los primeros días de año nuevo que obran entre la gente como una especie de reinicio, con propósitos por cumplir y metas a realizar, aunque muchos se vayan desvaneciendo en el primer trimestre, estos tiempos de coronavirus, además de permanecer atentos a las recomendaciones de los expertos en salud pública y las autoridades, invitan a no desfallecer. Es el momento de estudiar, de investigar, de leer, de agudizar los sentidos hacia la creación, y de ratificar la confianza en que todo va a pasar, quedarán muchas enseñanzas, y las nuevas generaciones sabrán de los días en que todo cambió por un coronavirus.

Por Federico Chinaglia

Temas recomendados:

 

Sin comentarios aún. Suscribete e inicia la conversación
Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta política.
Aceptar