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“Todos nacemos con alas, nuestra misión es aprender a volar”, dice una frase muy tradicional, y Jeyffer Tadeo Rentería Lozano, más conocido como Don Popo Ayara, siempre ha encontrado el camino correcto para volar alto y ayudarles a hacerlo a jóvenes colombianos que se enfrentan a la violencia, la pobreza o la desigualdad.
Desde los cuatro años vive en Bogotá. Su abuela se vino con todos sus hijos. “Fueron migrantes económicos buscando oportunidades en la gran ciudad”, dice Don Popo, quien también reconoce que desde que tiene uso de razón su vida estuvo en un barrio popular cerca de Las Cruces y de Nariño Sur, mientras con frecuencia iba a Chocó.
Cuando nació, sus padres lo registraron como Jeyffer Tadeo Rentería Lozano, sin embargo, desde muy pequeño le dicen Popo, al igual que a su padre y a su abuelo. Solo supo que tenía otro nombre cuando llegó al colegio. Sin embargo, nunca se sintió como Jeyffer y sí como Popo Ayara, el nombre de dos pueblos africanos.
Finalmente, tras un largo proceso, logró que su nombre oficial, el que aparece en la cédula, sea Don Popo Ayara. “Es muy significativo, porque es el que me ha resignificado, el que me convirtió en lo que soy”. Y añade que “en el Lejano Oriente hay un refrán tradicional que dice que uno se llama como el mundo lo recuerda, y así quiero que quede en la memoria de todos”.
A los 11 años empezó a hacer música y a los 18 fundó la Familia Ayara, la primera marca de ropa exclusiva para hiphoppers. Para ese entonces realizaba talleres en cárceles de menores, lugares de rehabilitación de droga y enseñaba cómo se hacía rap, break dance y grafiti.
En 1995, gracias a los buenos ingresos económicos que lograron con la venta de ropa, tuvo 17 tiendas propias y tres fábricas donde trabajaban más de 150 madres cabezas de familia, empezó a desarrollar proyectos más grandes: centros culturales y talleres que no se restringían únicamente a los barrios, sino a otras regiones del país.
Durante estos años, la Fundación Ayara también se ha convertido en una productora, logrando cientos de discos, entre ellos los primeros álbumes de Chocquibtown. Hoy, muchos de los artistas nacionales que forman parte de las bandas más reconocidas del hip hop han pasado por su sello discográfico.
“Más que tener claro que quería hacer una empresa o un proyecto emprendedor, era una necesidad de desahogarme, de encontrar una identidad, un círculo de relacionamiento en el cual me sintiera cómodo. Buscaba satisfacer necesidades muy primarias, las de un niño o un adolescente”, cuenta el ganador del premio Héroe de Ámsterdam, ciudad donde vivió muchos años.
Así nació la Familia Ayara, fundada en 1996 por un grupo de jóvenes afrocolombianos y mestizos, artistas de rap; niños que crecieron entre 1985 y 1995; época de los carteles del narcotráfico, del dinero rápido, de la corrupción, la prostitución, las bombas, los sicarios y la llamada limpieza social; las venganzas fruto de la guerra que ha azotado a Colombia por años.
“Fue una época en la que los valores y principios se confundieron, los jóvenes de la noche a la mañana se hacían ricos y los niños de los barrios más vulnerables tenían básicamente dos caminos: convertirse en pillos para ganar plata, aunque corrieran el riesgo de morir, o estudiar para terminar trabajando como taxistas.
Por ello, las nuevas generaciones de La Familia Ayara decidieron hacer hip hop, logrando el apoyo de fondos holandeses para financiar proyectos exitosos destinados a la juventud.
Para 2007 el objetivo fue la apertura de un centro cultural en donde se concentraran todas las iniciativas. Hoy cuenta con diferentes espacios y actividades educativas a través de las que se fomenta el desarrollo de talentos y la expresión e integración de jóvenes de diferentes estratos sociales de la ciudad.
La Fundación también ha logrado el apoyo de Unicef, la Embajada de Estados Unidos, el Ministerio de Cultura, la Universidad Nacional de Colombia, War Child, entre otras organizaciones. Su secreto es haber implementado una técnica original y efectiva: la Metodología de Alto Impacto Ayara (MAIA), que consiste en que los jóvenes utilizan el arte como canal de expresión de sus emociones y sentimientos, permitiendo la reflexión sobre las problemáticas que los afectan.
Con el rap, además, desarrollan habilidades de lectoescritura, amplían su léxico y conocimiento mientras crean rimas y canciones que ellos mismos interpretan. El breakdance promueve su autocuidado y disciplina, alejándolos del consumo de sustancias psicoactivas, y el grafiti les permite expresar sus vivencias, sueños y metas por medio del color y la intervención del entorno.
La Fundación tiene tantos proyectos como sueños, uno de los principales es Hiphoppers Cambiando el Mundo, mediante el cual, y de la mano con el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar, trabajan en los departamentos del Valle del Cauca, Cauca, Huila, Meta y Caquetá impulsando el arte como herramienta de transformaciones social a través del empoderamiento de los derechos y la prevención de sus vulnerabilidades. Este proyecto ya está en 20 municipios colombianos.
“Si podemos hacer que esas herramientas se conviertan en leyes, políticas o programas idóneos que beneficien a muchas más personas, estaremos cumpliendo un sueño, no solo de Don Popo, sino de muchos niños que quieren empezar a conocer el mundo de otra forma, así como yo lo hice”, concluye este colombiano que no deja de soñar.