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Hace cerca de dos décadas, el periodista Nelson Freddy Padilla, hoy editor dominical de El Espectador, escribió un perfil sobre Juan Pablo Ruiz Soto. “El banquero de las cimas”, lo tituló. Lo había publicado en la revista Cromos y al final cerraba con frase que resumía su vida: “Mientras pueda caminar cualquier montaña será una nueva meta para Juan Pablo Ruiz. Y cuando ya no pueda más, se sentará en las faldas de las cordilleras, con ‘el bolero, el ron y el bastón’, para animar a sus condiscípulos”. (Aquí puede encontrar las columnas de Juan Pablo Ruiz Soto)
Ruiz, que debido a un cáncer acaba de fallecer en Washington, Estados Unidos, había logrado por esa época una hazaña que muy pocos colombianos pueden contar: el 24 de mayo de 2001 alcanzó la cima del monte Everest. Luego de un intento fallido en 1997, alcanzó los 8.848 metros de altura, en compañía de Marcelo Arbeláez. Dos días antes, dos integrantes de la expedición, de la que Ruiz era el jefe, también habían pisado la cumbre.
“Un homenaje a Lenin” era como se llamaba artículo que apareció en El Espectador el 25 de mayo de 2001 celebrando la hazaña. El homenaje obedecía a un agrio recuerdo de 1998. Cuando el equipo de montañistas, en el que no estaba Ruiz, atravesaba las faldas de los Himalayas, una avalancha había sepultado a su compañero Lenin Granados. Nunca apareció.
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Pero el logro del 2001 conmocionó a todo el país. Un par de días más tarde, el 27 de mayo, este diario le dedicó el editorial a Ruiz y a su equipo. “Hay que soñar, o el milagro del Everest” relataba el esfuerzo que había detrás de la misión. Terminaba con una pregunta: “¿No es cierto que entre el alpinismo arriesgado y la creación de una nueva Colombia hay mucho en común?”.
Marcelo Arbeláez había dado una charla a unas doscientas personas una semana atrás, en la que detalló cómo se habían preparado para el ascenso. Mientras habló, no se movió ni una hoja, apuntó quien escribió el editorial de El Espectador. A sus ojos, “la capacidad de alcanzar lo aparentemente inalcanzable” era una similitud que compartían los miembros de la expedición y quienes vivían los difíciles días de conflicto en Colombia. (Puede leer: Minambiente demandará elección del director en CAR de Chocó, Orinoquía y La Mojana)
Arbeláez estuvo en Washington en los últimos días, acompañando a Ruiz junto a varios amigos y su familia. Recuerda bien ese episodio: “Gracias a Juan Pablo subimos. Tenía una inigualable capacidad de liderazgo. Entonces, nosotros queríamos darle a Colombia una buena noticia: había mucho miedo y dolor y queríamos que supieran que somos capaces, que podemos salir adelante”.
Las buenas noticias no se detuvieron. Juntos llegaron a las cumbres más altas de todos los continentes, entre ellas la del Aconcagua, en Argentina; la del Denali, en Alaska; y la del Kilimanjaro, en Tanzania, África. En 2019 completaron una simbólica: la cumbre del Nevado del Tolima, donde había empezado su historia como alpinistas. 45 años antes, cuando terminaban el bachillerato en el Colegio Gimnasio Campestre, en Bogotá, tuvieron un arrebato en la oficina del profesor de Geografía. Vieron que en el mapa en relieve sobresalía un puntico blanco. “¿Por qué no vamos en Semana Santa?”, dijo uno. “Vamos”, respondieron los otros.
Fueron cinco estudiantes. Después de soportar días de frío, de prendas mojadas y de comida sin calentar, solo llegaron dos a los 4.800 metros sobre el nivel del mar. Sacaron una cámara Kodak y se tomaron una fotografía. Ruiz dijo que volverían; Arbeláez asintió. “Estando ahí”, recuerda Arbeláez, “Juan Pablo miró a la montaña de enfrente, mucho más alta, y me dijo que esa iba a ser nuestra próxima parada. Era el Nevado del Ruiz”.
Desde entonces, no pararon de caminar y de subir montañas. Se volvieron hermanos de cordada y más adelante, con otro colega, fundaron Epopeya. Una de las primeras imágenes que aparece en Google al buscar la empresa es la de una fotografía de la bandera con picos nevados en el fondo. En 23 años, se han dedicado a hacer talleres con compañías y organizaciones “para que alcancen su propia cumbre”.
***
Tres años después de que Juan Pablo Ruiz alcanzara la cumbre del Everest, publicó su primera columna de opinión en El Espectador (aunque en los años 80 colaboró con algunos textos sobre glaciares y volcanes). Apareció el primer domingo de octubre de 2004 bajo el título “Biodiversidad: la usamos o la perdemos”. Era una advertencia que, desde entonces, hizo muchísimas veces: “la presencia de la biodiversidad en los sistemas agropecuarios es cada vez menor”. Para salvarla, proponía una diversificación de las actividades productivas que preservaran los ecosistemas. La biodiversidad, decía, puede ser el capital económico y social para el desarrollo del país.
Su amigo, el economista, Guillermo Rudas, confiesa que va a extrañar esa columna que seguía cada miércoles en la versión impresa de El Espectador. Ha sido, para él, la mejor manera de estar al tanto de las discusiones ambientales. “Abrir el periódico a las 6 a.m. y no ver a Juan Pablo es jartísimo”.
Rudas no recuerda bien cómo se conocieron. Debió ser en algún pasillo de la Universidad Javeriana en los años 80, cuando ambos eran profesores. Desde entonces, no dejó de admirar su liderazgo en todas las organizaciones en las que coincidieron. Una de las últimas fue el Foro Nacional Ambiental, a la que Ruiz se vinculó en 2010 como parte del Consejo Científico Asesor. (Le puede interesar: En el mundo se desperdician 52 millones de toneladas de carne. ¿Por qué?)
Si en algo concuerdan Rudas, el exministro de Ambiente, Manuel Rodríguez Becerra; la ex viceministra de Ambiente; Sandra Vilardy, y Clara Solano, directora de la Fundación Natura, es que en todos sus cargos Ruiz no dejó de ser nunca un gran líder y un pragmático.
“Era el que hacía las preguntas difíciles cuando nadie más quería hacerlas”, dice Solano. “En las situaciones críticas era, como en el montañismo, quien asumía la cabeza”, recuerda Rudas. “Su honestidad era asombrosa. Si había que decir algo, lo decía siempre con absoluta tranquilidad”, añade Vilardy.
Uno de los proyectos por los que Ruiz sentía especial aprecio, como cuenta Solano, fue la Asociación Red Colombiana de Reservas Naturales de la Sociedad Civil (Resnatur), de la que fue miembro de la junta directiva. “Tenía una gran esperanza en que esas reservas hicieran parte de una estrategia de conservación”, recuerda.
Y como Ruiz, en palabras de Rudas, no era un tipo de solo discursos, creó en Machetá, Cundinamarca, una reserva natural, junto con su esposa Paola Agostini y la familia Piñeros. La llamaron Naranja, Café y Pimienta: y allí convirtieron un potrero en “un mosaico de bosques restaurados, cultivo orgánico de café y arreglos silvopastoriles”, apuntaba hace unos días Manuel Rodríguez y el exministro de Ambiente Juan Mayr Maldonado en un texto que publicamos en El Espectador. Finalmente, le dijo Ruiz al periodista Nelson F. Padilla hace dos décadas, “el compromiso con la naturaleza es de familia”.
Entre el mosaico de proyectos en los que andaba metido Ruiz, al otro que le dedicó sus esfuerzos fue, justamente, el de sistemas silvopastoriles. Lo comenzó a impulsar mientras era Especialista en Recursos Naturales en el Banco Mundial, cargo que ocupó desde finales de la década del noventa. En varias de sus columnas relató el esfuerzo que le costó convencer a esa entidad y al popular Fondo Mundial para el Medio Ambiente (GEF) para que dieran plata para trabajar con ganaderos en protección de ecosistemas. ¿Cómo se les ocurre pretender usar en ganadería recursos que deben apoyar la conservación de la biodiversidad?, le dijeron.
“Después de dos años de discusiones”, escribió en una de sus columnas, “se aprobó un proyecto GEF-Banco Mundial para Colombia, Costa Rica y Nicaragua”. Era un piloto que “pretendía verificar efectos de la reconversión de la ganadería extensiva —praderas sin árboles— a sistemas silvopastoriles, donde el árbol fuera parte del arreglo productivo (...) No se trataba de convertir al ganadero en guardabosques; se buscaba que, conservando su práctica y cultura ganadera, se convirtiera en un amigo de la biodiversidad y de los bosques”. (Puede interesarle: Explotación ilícita de oro en Colombia aumentó un área similar a la de San Andrés)
El proyecto abarcó en Colombia más de 150.000 hectáreas. A los ojos de Rodríguez Becerra y Mayr, fue un camino “para resolver los graves problemas asociados con la ganadería extensiva” y una “gran alternativa para la urgente transformación ganadera”. “Las vacas pueden sembrar árboles”, escribió Ruiz en este diario en 2016.
Fueron ideas que Ruiz desarrolló e impulsó en una larga carrera que también lo llevó a ser Asesor del Programa Naciones Unidas para el Desarrollo, miembro del Consejo Directivo del Ideam, miembro del Consejo Nacional de Planeación, miembro del Consejo Directivo en WWF Colombia, de la Fundación Natura y de la Fundación Cerros de Bogotá.
El origen toda esa historia fue, probablemente, el paso de Ruiz por el Inderena, la institución precursora del Ministerio de Medio Ambiente. Margarita Marino, su directora en los años 80 —y una de las madres del ambientalismo en Colombia—, lo reclutó luego de pedirles a profesores de la Universidad de los Andes que le enviaran al mejor estudiante de Economía. En 1982 se vinculó a un grupo en el que también estaban, entre otros, Roberto Franco, Germán Andrade y Eduardo Arias.
Quienes se mueven en el mundo ambiental valoran aún la coincidencia de ese encuentro que, con el tiempo, bautizaron como “los inderenos”. Fue un grupo, en palabras de Vilardy, “que no se quedó en el escritorio en Bogotá; fue a los territorios a comprender las transformaciones de la gente y su relación con la naturaleza”.
De esa trayectoria y de sus maestrías en Economía (U. de los Andes) y en Estudios Ambientales (U. de Yale), Ruiz forjó un criterio sobre el ambiente que Clara Solano siempre admiró: “Una capacidad de ponderar, de ver lo humano en los conflictos ambientales. Entendía muy bien que las discusiones ambientales eran también discusiones en las que hay seres humanos atravesados por inequidades”.
“Durante las múltiples expediciones de montaña que hicimos juntos (de los Andes a los Alpes), Juan Pablo nos demostró la importancia del trabajo en equipo y la habilidad de tomar decisiones, bajo mucha presión, con calma y sensatez. Esto es algo que él ejemplificó y que ahora tratamos de vincular a todos los aspectos de nuestras vidas. Regularmente nos impresionó con su pasión para la aventura, naturaleza, trabajo y familia, pasándonos estos importantes principios en una manera natural y con humor”, recuerdan Simón Pietro, Livio y Cesáre, los hijos de Paola.
Para sintetizar la vida de Juan Pablo Ruiz, a Guillermo Rudas le gusta repetir una frase, que ratificó la última vez que se vieron en la reserva de Machetá y caminaron unas dos horas, mientras paraban de casa en casa saludando a los vecinos. Al final comieron delicioso y se tomaron un whiskey para cerrar la tarde. “Juan Pablo, para mí, fue ante todo una excelente persona”.
Marcelo Arbeláez, su compañero de alpinismo, tiene una anécdota que también ayuda a dimensionar quién era ese hombre enamorado de las montañas y de la defensa del ambiente: “En 2006 me diagnosticaron con esclerosis múltiple y eso significó un freno en mi actividad de escalada. Yo no podía seguir con el proyecto de subir las siete cumbres más altas de cada continente y se lo dije a Juan Pablo. Su respuesta fue corta: ‘Vamos a continuar y yo voy a ser su pierna izquierda’”.
Luego, conquistaron juntos el monte Cartens, en Indonesia, la montaña insular más alta del mundo.