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Miguel Ortiz se dedica a hacer un trabajo bastante inusual. Algunos de sus colegas creen que, quienes lo hacen en Colombia, podrían contarse con los dedos de una sola mano. Él mismo, que suele trabajar con animales domésticos, no conoce a nadie que se ocupe de algo similar en el país: sacar ecografías a una de las especies más populares del Amazonas, los delfines rosados.
No es fácil hacer una ecografía a un mamífero que vive en el río más caudaloso del mundo. A veces hay que esperar horas en una embarcación para ubicar a un par de ejemplares. Con algo de suerte y el buen ojo y destreza de los pescadores, los científicos que se dedican a estudiar delfines de agua dulce pueden “atrapar” a uno. Hace falta un preciso trabajo de coordinación para extender y recoger, poco a poco, una red de 110 metros de largo (de hilo, no de nilon) que no lastime a ninguno de estos cetáceos con dientes.
Para no poner la vida del delfín en aprietos, el secreto está en el tiempo. Hay que moverse con velocidad para observar el interior de un delfín rosado: luego de ponerlo sobre una lona, en la que lo hidratan con agua, Ortiz debe detallar sus pulmones tan rápido como pueda. Sus colegas siempre cruzan los dedos, porque si tiene problemas respiratorios graves, lo mejor es que el delfín regrese al Amazonas en menos de 5 minutos. Si no, pueden tomarse 5 o 10 más para completar sus tareas.
Cada segundo es oro para el equipo de científicos de la Fundación Omacha, liderada Fernando Trujillo. El ecografista, entrenado gracias a la National Marine Mammal Foundation, debe alcanzar a observar los testículos (o el útero y los ovarios), el estómago, el hígado y el corazón.
“Todos saben que siempre me pongo del lado derecho del paciente; si no, me pierdo”, dice Ortiz. Su Mindray Z60, una pantalla que carga como un maletín de abogado, le traduce en imágenes todo lo que él quiera examinar.
Sus colegas también actúan a contrarreloj, casi en completo silencio. Tienen claros sus roles: deben tomar medidas, pesar al delfín, hacerle un hisopado en sus vías respiratorias (como en los días del covid-19), instalar un chip —a veces, un transmisor satelital— y extraer muestras de tejido y de sangre. Lo ideal es llenar unos diez tubitos de 4,5 mililitros.
En ese estrecho margen de tiempo deben evitar, tanto como sea posible, más estrés en el delfín, que ya da una buena lucha para evitar ser inmovilizado por ocho o diez personas. “La última vez, casi le fractura las costillas a un compañero”, recuerda la médica veterinaria Jimena Valderrama. El delfín rosado, que los científicos, como ella, Trujillo y Ortiz, llaman Inia geoffrensis, es el más grande de los delfines de río: puede tener hasta 2,75 metros y pesar más de 200 kilogramos, es decir, más que una nevera de doble puerta.
Tomar ecografías de delfines implica llevarse, a veces, una que otra sorpresa. Uno de los diez ejemplares que Ortiz examinó el pasado septiembre tenía un feto muerto. Le pareció extraño que la madre no lo hubiera expulsado. Al ver más allá de su tórax, detectó un edema pulmonar severo. El equipo lo devolvió pronto al agua y quedó con un abanico de preguntas. Otras más, pues ya bastantes inquietudes les está generando el hecho de ver algunos problemas respiratorios en otros individuos. La mayoría de los que han examinado, detalla Ortiz, tenía neumonías entre moderadas y leves. Un par (como el del feto) tenía neumonía crónica.
“Los diez pacientes que evaluamos en febrero, en el río Orinoco —donde hay Inia geoffrensis—, también tenían problemas respiratorios”, precisa.
Las consecuencias del oro
Es pronto para saber las causas de esos diagnósticos respiratorios, pero Valderrama y Ortiz tienen una baraja de posibilidades, que prefieren mencionar con prudencia. Puede ser la calidad del agua, las bacterias resistentes que están empezando a observar en algunos delfines o, incluso, es posible que algo tengan que ver las altas concentraciones de mercurio.
Producto de la minería ilegal de oro aguas arriba, el mercurio no le cae nada bien a ningún delfín. Como sintetizó en un artículo publicado en la revista especializada EcoHealth un grupo encabezado por el biólogo Federico Mosquera Guerra, el mercurio puede causarles deficiencias en el sistema inmunológico, encargado de protegerlos contra miles de virus, bacterias y microorganismos. También les puede causar daños en el sistema nervioso central y trastornos en su cerebro o sus riñones.
Para esa investigación, los autores tomaron muestras de tejido muscular en 46 delfines, tanto en el río Orinoco como en el río Amazonas —por la parte que comparten Colombia y Perú—, y en los ríos Iténez, en Bolivia, y Tapajós, en Brasil. Todos presentaron altas concentraciones de mercurio, escribieron.
Hoy, Valderrama tiene una base de datos mucho más robusta con algunas cifras escalofriantes: en el río Orinoco hallaron un ejemplar con una concentración de 36.89 miligramos de mercurio por kilo. La recomendación para peces de consumo de la Organización Mundial de la Salud (OMS) es mucho más austera: sugiere que sea, máximo, de 0.5 mg por kilo.
Fernando Trujillo, coautor de ese artículo de EcoHealth y director científico de la Fundación Omacha, sintetizó en su libro Delfines de río (2020) el tamaño del problema: la extracción de oro ilegal ha causado el vertimiento de más 200.000 toneladas de mercurio a los ríos. Desde que empezó a liderar las evaluaciones completas de la salud de los delfines en 2022, viene advirtiendo lo mismo: “Lo que está pasando con estos mamíferos es un reflejo muy claro de la salud de los ecosistemas”, recuerda mientras navega el Amazonas.
Que al río Amazonas se viertan desechos orgánicos o aguas residuales desde Leticia o Tabatinga, su ciudad vecina, es algo que no trasnocha mucho al profesor Santiago Duque, coordinador del laboratorio Manejo & Gestión de humedales de la U. Nacional. Después de todo, dice, el río tiene la “habilidad” de degradar todo ese material: por Leticia pasan unos 60 mil metros cúbicos por segundo, cuando el nivel del río es alto. Para hacerse una idea, el gran río Magdalena tiene un caudal mucho menor: de 7.100 m³/s, antes de desembocar al mar Caribe.
Pero con el mercurio, opina Duque, es otro cuento que hace rato se nos salió de las manos. Así Colombia lo quiera atajar, “dependemos de lo que pase en la Amazonia de Ecuador y de Perú”.
Como acá, allá también hay delfines rosados y grises (Sotalia fluviatilis). En los 30 años en los que Trujillo y su equipo han hecho una estimación de la población de esas especies entre Iquitos, en Perú, y Leticia (es decir, unos 470 kilómetros de río), han observado que, poco a poco, disminuyen. Sus cálculos indican que, comparado con hace tres décadas, la población de delfines rosados puede haberse reducido en 52%. La de delfines grises, un 37%.
¿Alguien quiere pensar en las bacterias?
Hace pocos días, la OMS publicó un reporte que dejó inquieto a más un trabajador de la salud. En más de 130 páginas resumió lo que está sucediendo con algunas bacterias. Tras analizar más de 23 millones de casos de infecciones causadas por estos microorganismos, observaron que varios de los antibióticos que usamos ya no las combaten como antes: se están volviendo resistentes.
La “resistencia a los antimicrobianos”, como lo llaman en el argot médico, “va mucho más rápido que los avances de la medicina moderna”, dijo Tedros Adhanom Ghebreyesus, el director de la OMS. Si la aparición de la penicilina, el primer antibiótico del que tuvimos noticias, cambió el curso de la salud global desde mediados del siglo XX, las bacterias superresistentes están amenazando con regresarnos a una pesadilla.
“Lo que está pasando es muy, muy grave”, señala Ángela Caro, presidente de la International Society of Pharmacovigilance y expresidente de la Asociación Colombiana de Farmacovigilancia. “Como los daños no son visibles a corto plazo, sino cuando les dicen a los pacientes en el hospital que los antibióticos no sirven para tratar una infección, muchas personas aún no entienden que estamos en un escenario con consecuencias reales”.
Caro, química farmacéutica, no se guarda adjetivos: “El escenario puede ser apocalíptico si no trabajamos para que haya un consumo responsable de antibióticos”. Cree que ya es hora de restringir su uso solo para ocasiones en las que sea completamente necesario y que se regule su venta en las droguerías, donde es muy fácil adquirirlos.
En los delfines de río también hay bacterias resistentes a los antibióticos. Desde que el año pasado empezaron a tomar muestras en las zonas genitales y en el espiráculo —el orificio por donde respiran los delfines—, los integrantes de la Fundación Omacha han detectado bacterias que les están generando otra buena tanda de preguntas.
Por ejemplo: han hallado Klebsiella pneumoniae, asociada a infecciones respiratorias, resistente a antibióticos como Cefalotina, Trimetoprim sulfa o la Levofloxacina, por mencionar algunos. También han encontrado Escherichia coli resistente, que puede causar diarrea y trastornos gastrointestinales. Lo mismo sucede con la Proteus mirabilis, culpable de infecciones en el tracto urinario; con la Enterococcus faecium, que produce diversas infecciones, y con las bacterias del género Vibrio spp., que nadie con herida abierta quisiera pescar.
Como explica Valderrama, es muy pronto para saber si esas bacterias (la lista es más larga) están causando algún efecto en los delfines. No es tan fácil seguirle la pista al estado de salud de individuos que pueden recorrer hasta 350 kilómetros. De lo que sí está segura es que la presencia de esas bacterias son un claro indicador de que algo no anda bien con el consumo de antibióticos en los humanos. Al fin y al cabo, todos los residuos de los medicamentos los desechamos a través de la orina o de las heces que, en muchas oportunidades, terminan en un río. Lo mismo sucede, añade Caro, con los antibióticos que arrojamos a la basura.
Tanto para ellas, como para Fernando Trujillo, esos casos son la mejor muestra de un concepto que se ha tomado fuerza en los últimos años: One Health (Una sola salud), un enfoque que insiste en que hay vínculos muy estrechos entre la salud de las personas, la de los animales y los ecosistemas. Promovido por universidades, institutos y desde la ONU, busca que haya más coordinación entre quienes se mueven en esos sectores.
“Por eso es importante estudiar a los delfines: nos dicen muy claro cómo está la salud de los ecosistemas”, reitera Trujillo. En Omacha, les gusta llamarlos los “centinelas” del agua.
Bajo el brazo tiene otro buen ejemplo para demostrar por qué: una de las peores sequías que ha sufrido la Amazonia en el último siglo. Sucedió en el segundo semestre de 2023, cuando hubo fragmentos de río Amazonas y de los afluentes que lo alimentan que quedaron reducidos a tierra. En Brasil reportaron más de 330 delfines de río muertos. Sus necropsias, recuerda, revelaron que no soportaron las altas temperaturas del agua, que alcanzaron los 41 °C. “Jamás nos imaginamos que los delfines iban a convertirse en un termómetro para entender el cambio climático en la Amazonia”, dice.
En un breve artículo que fue publicado hace poco en Conservation Biology, otro grupo de investigadores pedía prestarle más atención a un aspecto más: los efectos de los incendios en los delfines. Su exposición prolongada al humo, recordaban, puede afectar sus sistemas respiratorios. “Hay que actuar con rapidez para prevenir disminuciones severas en las poblaciones de especies ya amenazadas”, escribían.
Hoy el delfín rosado (Inia geoffrensis) está clasificado como “En peligro”, al igual que el delfín gris (Sotalia fluviatilis). Ambos, cuenta Jorge Moreno Bernal, paleontólogo y candidato a doctor a Ciencias Marina por la U. del Norte, son producto de un proceso evolutivo de millones de años.
Para ser más exactos, hace entre 23 y 7 millones de años, el norte de Suramérica no tenía un sistema de ríos, como ahora, sino un sistema de megahumedales (Pebas, lo llaman) que se conectaba con el mar Caribe. Tampoco existía la cordillera oriental, de manera que no había montañas entre lo que hoy es Neiva y Leticia. Poco a poco, animales como los delfines (o las rayas o los manatíes), explica, empezaron a adaptarse para vivir en el agua dulce, algo que resultó inevitable tras el levantamiento de los Andes. Los lagos enormes se convirtieron en un mosaico de ríos que moldeó la Amazonia y fue clave para la evolución de esos mamíferos acuáticos.
Hasta principios del siglo XXI había en el mundo ocho especies de delfines de río. Lo que temen los científicos hoy es que, si no le prestamos atención a su salud, estén en un peligro mayor. Ya en 2002 se extinguió uno: el delfín del Yangts (Lipotes vexillifer), que habitaba en el río Yangtsé, en China.
*El viaje al Amazonas fue posible gracias a BeClá - Conexión Océanos
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