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Cuando Ana María Rivera y Remberto Rico, dos campesinos de la región de La Mojana, en el norte de Colombia, empezaron a recolectar semillas y abonos para sembrar plantas nativas en los ecosistemas a su alrededor, sus paisanos, entre risas, se burlaban diciéndoles que estaban dedicados a jugar con tierra y a llenar bolsas, como si se tratara de un pasatiempo. “Eso fue hace cerca de seis años, y nos decían que no teníamos oficio. Por diferentes motivos, la gente tenía su escepticismo y decían que eso no nos iba a traer nada”, cuenta Ana con una sonrisa.
Ambos campesinos viven el corregimiento de El Perú, al sur de la Ciénaga de Ayapel, uno de los 11 sitios Ramsar de Colombia), perteneciente a la región de La Mojana en el departamento de Córdoba, como puede ver en el mapa que acompaña estas páginas. Se trata de una zona que, según aseguran, ha estado al margen de la ley y de los gobiernos locales y nacionales durante gran parte de su historia.
Este aislamiento histórico, en contraste, no los ha eximido de la degradación de los ecosistemas naturales a su alrededor. Las quemas, talas y otras formas de intervención humana han ido transformando la región, que abarca más de 500.000 hectáreas, 11 municipios y, ante todo, un sin número de ecosistemas que son asombrosos reservorios de la biodiversidad.
“Mi abuelo nos contaba que, cuando llegaba la hora de almorzar o comer, ellos simplemente se metían a la ciénaga, con flechas, a sacar un bagre u otros tipos de peces, y con eso comían sin problema. Era otra época”, comenta ‘Rembert’, como lo conocen en la zona. Al pasar hoy en día por la Ciénaga de Ayapel —que está repleta, como otros humedales del país, de la especie invasora conocida como ‘buchón de agua’— aún se ven vestigios de esos brotes de vida con los que convivieron los habitantes de la zona hace décadas, pero ahora estos comparten espacio con miles de animales domesticados, como búfalos, vacas, perros, entre otros. En contraste, según los habitantes, son muy pocas las tortugas o babillas que aún sobreviven o visitan en la zona.
Como la fauna, uno de los principales afectados por la modificación del paisaje por las actividades humanas han sido los bosques de mangle, encargados, en gran parte, de la regulación del agua. Estos mangles cienagueros —diferentes a lo que se encuentran en las costas del Caribe y que son cada vez más escasos— hacen parte del sistema de humedales de La Mojana, uno de los más grandes del mundo, claves, por ejemplo, en la regulación y la amortiguación de los grandes caudales de tres ríos: el Cauca, el San Jorge y el Magdalena, que históricamente han inundado la región. También juegan un rol en la purificación de las aguas que recorren cientos de kilómetros, y cientos de municipios, desde el centro del país para llegar a este punto.
Uno de los líos ambientales que aqueja la región tiene que ver con la contaminación de los ríos, en particular del Cauca, de debido a actividades mineras ilegales en zonas de Antioquia, que hacen que el agua que llega a la ciénaga esté cargada de mercurio y otros químicos que afectan la salud humana. De acuerdo con estudios realizados por el Instituto Colombiano de Arqueología e Historia (ICANH), que detallan como estos metales pesados están afectando la salud de las comunidades locales: han reportado mareos, rasquiña, enrojecimiento de la piel, dolor de cabeza, desmayo, diarrea, calor y debilidad por la contaminación del entorno.
En contexto: Colombia quiere declarar una nueva área arqueológica nacional en La Mojana.
Uno de los principales denunciantes de los efectos de esto en la salud humana son las comunidades indígenas. Juan Campo, delegado de la Organización Nacional Indígena de Colombia (ONIC), explica que “hace mucho ya empezamos a ver el efecto de todos estos químicos en el agua, con el reporte de casos de deformaciones congénitas tanto en animales como en las personas que habitan en la región de La Mojana”. Por su parte, estudios científicos demuestran que la contaminación por mercurio es tan extendida que detectó en un grupo de especies de pájaros en la ciénaga de Ayapel.
“Todos estos problemas ambientales y, sobre todo, la pérdida de biodiversidad era un proceso que nos dolía en la región, así que sentimos la necesidad de devolver a la naturaleza todo lo nos ha dado, y todo lo que le hemos quitado. Y en ese momento fue cuando nos pusimos a investigar cómo podíamos propagar el mangle en los lugares donde se había perdido”, explica Rivera, vicepresidenta de la Asociación Agroambiental Perú Contigo (ASOPERÚ).
Iniciativas como las de la comunidad de Perú, fueron apoyadas hace más de una década por el Programa De Las Naciones Unidas Para El Desarrollo (PNUD), inicialmente fortalecidas con el apoyo del Protocolo de Kioto y el Fondo de Adaptación, con la cual se buscó mejorar la resiliencia de las comunidades mojaneras. Estas acciones que conforman el desarrollo de “Mojana Clima y Vida” son las únicas apoyadas en Colombia con recursos del Fondo Verde para el Clima, sumado a estos esfuerzos se une el Gobierno Nacional a través del Ministerio de Ambiente, priorizando la recuperación de los ecosistemas en esta región, conformando un programa con una visión determinante: que sea un trabajo liderado y construido por los habitantes de la región.
“Este programa parte de la base de que en los humedales hay comunidades, y es a través de ellas que se recupera y protege el territorio. Nuestra apuesta es responder a cómo se acompaña a esas comunidades y sus procesos para que sean más resilientes ante el cambio climático”, explica Sara Ferrer, representante del PNUD Colombia.
A través del programa, campesinos como ‘Rembert’ se han convertido en promotores de estas acciones en el territorio, luego de un proceso de formación técnica. “Mi labor es liderar las estrategias de restauración y manejar el personal de diversas zonas que han sido priorizadas. La idea es organizarnos para asegurar la efectividad de lo que hacemos, pero todo con la base de la igualdad con el otro y un trabajo comunitario”, explica. “Es increíble todo lo que nos ha traído esa idea de sembrar plantas nativas hace algunos años”.
Con alianzas como esta el programa del PNUD y el Gobierno Nacional tiene actualmente más de 40.000 hectáreas (que equivale a más de 57.000 canchas de fútbol) en proceso de restauración ecológica, para los cuales se han formado 815 personas de un grupo de asociaciones comunales, en una muestra de cómo las comunidades están abordando y respondiendo a los retos que trae consigo el cambio climático y la pérdida de biodiversidad.
Mucha y poca agua
Si hay una región en Colombia en la que los ciclos del agua y el cambio climático son evidentes para el ojo humano y en la vida diaria de las comunidades, esta es La Mojana, que está dividida entre periodos de extremas sequías, seguidas por inundaciones que, como ocurre actualmente, deja periódicamente a miles de familias damnificadas en esta zona del país.
La muestra de estos ciclos se ven en el paisaje. En las orillas las ciénagas se pueden observar pedazos de tierra amarillos, que durante las temporadas de sequía quedan expuestos, para luego sumergirse bajo el agua en tiempos de inundaciones.
Estos fuertes flujos del clima —que son cada vez más erráticos— afectan a los campesinos de la zona, a sus cultivos y, por ende, su seguridad alimentaria; que sigue siendo un desafío importante. Así lo demuestran los resultados del más reciente un Índice de Pobreza Multidimensional (IPM) que mide, entre otros factores, el acceso a agua potable. En el caso de los 11 municipios de La Mojana, estos registran resultados un 42 % más alto que el IPM nacional.
Para enfrentar esto, el programa ha desarrollado una estrategia que frente a las casas o los predios de los campesinos están marcadas con una serie de banderas amarillas. Estas son unos dispositivos que repelen las plagas, sin necesidad de utilizar agroquímicos, y hacen parte del reciente ejemplo de los Agroecosistemas Biodiversos Familiares (ABIF), es decir, zonas dedicadas a la restauración y al cultivo de especies nativas con las que pueden alimentarse las comunidades.
En estas se cultivan plantas frutales como el mango y el limón, pero también ñame, maíz, entre otros. Se trata de un mosaico agrícola que fue diseñado en asociación con la Universidad de Córdoba para generar cultivos resistentes al cambio climático, ante el aumento de las temperaturas, y que produzcan sin complicaciones a lo largo del año. Este proceso se identificaron 40 especies de cultivos identificadas con características de resiliencia climática.
“En el caso de mi finca, se trata de un sistema agroecológico joven, de unos cuatro o cinco meses, al que le instalamos un sistema de riego que es necesario porque aquí hay épocas de veranos bravos, tanto así que cuando llueve se siente como una bendición. Todo cambia con el agua”, cuenta Rico.
Los sistemas de riego que fueron desplegados en los predios de ‘Rembert’ hacen parte de los 1.208 sistemas de captación de agua lluvia construidos (1131 familiares y 77 comunitarios) por parte del programa para asegurar el acceso al agua en una región anfibia.
Como explica Jimena Puyana, Gerente de Desarrollo Sostenible PNUD , estas variables, al parecer contradictorias, revelan el panorama en el que discurren los retos en torno al agua en Colombia. “El país vive en una constante dicotomía entre la abundancia y escasez de los recursos hídricos. Somos el sexto país con más recursos de este tipo, pero eso no siempre significa cobertura. Y eso es lo que como programa intentamos abordar”.
Por su parte, en términos de restauración, uno de los epicentros de los esfuerzos es una apuesta liderada por ASOPERÚ: un vivero comunitario con la capacidad de producir 6.500 plantas por año, ubicado en la zona sur de la Ciénaga de Ayapel.
Este es un ejemplo de la amplia gama de Soluciones basadas en la Naturaleza (SbN) que buscan restaurar los ecosistemas, con acuerdos de conservación, brindar soluciones hídricas, implementar mejoras de los sistemas de monitoreo, aumentar la resiliencia de las comunidades ante el cambiante clima, y al final, brindar bienestar a las comunidades locales.
,Los viveros comunitarios se han convertido en una fuente de ingresos para las comunidades, con la venta de especies utilizadas en procesos de reforestación, creando una economía en torno a la sostenibilidad.
“Realmente para las mujeres ha sido un proceso muy enriquecedor, de poder salir de casa y dedicarnos a lo que queremos, eso da mucha satisfacción. Y también no ha dado independencia económica, en las primeras Navidades en que desarrollamos estos procesos, fue muy bonito porque pudimos comprarle la ropa o juguetes a nuestros niños con los ingresos que nos dejó la restauración”, cuenta Rivera, de ASOPERÚ.
Además de esto, también se han implementado sistemas informativos para las comunidades. Un ejemplo de esto es un boletín de predicción climática que diariamente circula por WhatsApp, emisoras de radio, llamadas e incluso mensajes de texto, y que es emitido por el Centro Regional de Pronósticos y Alertas Tempranas de La Mojana, el brazo territorial del Instituto de Hidrología, Meteorología y Estudios Ambientales (Ideam).
El objetivo es ofrecer, de manera detallada, las condiciones climáticas que podrían presentarse a lo largo del día en los 11 municipios que conforman la región para mejorar la toma de decisiones. A este servicio, según las cuentas del PNUD, acceden más de 400.000 personas.
Frenando la expansión agrícola con cooperación
Las distancias en La Mojana son largas y costosas. Como cuenta, Olfairo Galet, líder comunitario de la comunidad Las Contras, a pesar de tener todos lo indispensable a su alrededor, “muchos no cuentan conexión a internet y tienen que viajar hasta tres horas hasta Ayapel para hacer trámites administrativos”. Y para movilizarse entre veredas, como la del Perú, puede tomar alrededor de una hora en moto, aunque muchos aún se movilizan a caballo.
Los caminos en estas zonas consisten largas líneas marcadas en la cobertura, que han trazado los vehículos o animales en sus recorridos con el paso del tiempo, y que conectan entre las diferentes fincas o viviendas de la zona. Galet explica que muchas de las zonas despejadas que se ven hoy en día, en su mayoría dedicadas a la ganadería, fueron bosques densos hace 10 o 20 años.
Cerca al techo de su finca, en la que Olfairo habita hace 50 años, cuelga un barco de cartón Para él simboliza los esfuerzos que tienen que hacer todas las comunidades para proteger los ecosistemas. “Tenemos todos que remar para el mismo lado si queremos proteger La Mojana, que es nuestra tierra”, asegura.
En esta línea, para enfrentar estas dinámicas, el programa ha desarrollado una serie de acuerdos de conservación con campesinos y empresas locales, que se comprometen a restaurar ciertas zonas y a no intervenir otras.
“Lo que se busca, en particular, es asegurar la conectividad de algunos ecosistemas de la zona para asegurar sus servicios y que las especies puedan regresar. Además de esto, en las zonas de restauración también estamos plantando frutas y alimentos energéticos, como la yuca y el ñame”, explica Olfairo.
Los diseños incluyen, por ejemplo, pasos diseñados para el ganado para los animales, no pisen las áreas que están restauración, logrando una mejor sinergia de ambas actividades.
“Hace poco, gracias a la recuperación de algunas zonas de bosque, la corporación autónoma regional liberó a un jaguar cerca de aquí. Aunque a algunos les da un poco de miedo, a mí me da alegría de tener animales así de fascinantes de nuevo”, sostiene Olfairo.
En estos esfuerzos también están participando las comunidades indígenas de La Mojana, que son principalmente comunidades zenúes, las cuales han habitado el territorio durante décadas. “Nosotros tenemos una larga experiencia en procesos de restauración, ya hemos avanzado en alrededor 7.000 hectáreas, en una tarea que tenemos con el territorio”, explica Juan Campos, de la ONIC.
Para Clara Solano, directora de la Fundación Natura, uno de los aliados del programa, “uno de los grandes avances de lo que se ha hecho en La Mojana es entender esa enorme complejidad de actores y de situaciones en el territorio, y construir a partir de esto, y de manos de todos, soluciones que responden a esa realidad en el territorio”.
En ese sentido, el programa ha contribuido al desarrollo del Plan de Ordenamiento Territorial del Departamento de Bolívar, así como dos planes de Cambio climático (Sucre y Bolívar).
A estos esfuerzos se suma Alegría Fonseca, directora de la Fundación Alma, la conservación también implica “proteger las culturas que viven este tipo de ecosistemas, y se ha trabajado con varias comunidades del Magdalena para proteger sus prácticas y con ellos la protección del ambiente”.
Con estas bases, el programa cerrará una nueva fase de intervenciones a finales de este año, con el objetivo de completar las 40.000 hectáreas restauradas. Como aseguran algunos expertos del PNUD, es un trabajo que toma tiempo, pero en el que ya se ven los cambios con comunidades más resilientes al cambio climático a partir de sus tradiciones anfibias y únicas en el mundo.

Por Fernán Fortich
