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Y usted, ¿qué colecciona?

Opinión.

Amalia Díaz Peña, líder de las Colecciones Botánicas del Instituto Humboldt
05 de marzo de 2024 - 02:14 p. m.
Muestras de las Colecciones Botánicas del Instituto Humboldt, ubicadas en Villa de Leyva, Boyacá / Foto: Felipe Villegas
Muestras de las Colecciones Botánicas del Instituto Humboldt, ubicadas en Villa de Leyva, Boyacá / Foto: Felipe Villegas
Foto: Felipe Villegas

Cuando nos hablan de colecciones, solemos pensar en elementos que atesoramos y que nos hacen sonreír y acelerar el corazón cuando volvemos a ellos, bien sea porque nos detonan recuerdos de infancia o traen al presente gustos o aficiones que nos mueven. Por ejemplo, cuando abrimos un antiguo álbum de laminitas del mundial de fútbol de Italia 90, el olor y las fotos de la selección Colombia nos recuerdan la emoción del empate con Alemania que nos dio el pase a los octavos de final de una copa del mundo por primera vez en la historia. (Lea: Así se ve la fauna colombiana desde 57 cámaras trampa instaladas en el país)

Asimismo, hoy día, con la presencia de las redes sociales, muchas veces encontramos hashtags como #coleccionandoatardeceres o #coleccionandosonrisas, lo que permite agrupar nuestras vivencias de manera fácil y rápida con el mismo objetivo de recrear las experiencias cada vez que volvemos a las imágenes. Los medios y maneras de hacerlo cambian, pero el motor que nos mueve, permanece. No queremos que se nos pase la vida sin atesorar lo que ha sido importante y así poder compartir y conectar con otros.

Al respecto, existen unas colecciones poco mencionadas y muy interesantes, que guardan tesoros y elementos especiales de la biodiversidad. Estas tuvieron su origen hace mucho tiempo, en los siglos XV y XVI, con los llamados “gabinetes de curiosidades” cuando en Europa los expedicionarios recorrieron el mundo y llevaban de regreso todo lo exótico y único que habían encontrado en los lugares que visitaban y lo organizaban en vitrinas para tener siempre una pequeña muestra de sus expediciones.

De allí surgieron los museos de historia natural que hoy se encuentran en muchas partes del mundo y, de la mano de estos, las colecciones biológicas o de biodiversidad que, hoy por hoy, son una muestra del pasado y presente de la biodiversidad y que, como si fuera poco, nos permiten recrear escenarios en el futuro a partir de la valiosa información que contienen. (Lea: Empoderando comunidades: Programa PDET impulsa la infraestructura vial en Caquetá)

Entrar a una colección biológica es como entrar en una puerta giratoria que, por un lado, nos cuenta la historia natural de un lugar o región y, por el otro, como curadores y custodios de las mismas, nos lleva a pensar y cuestionarnos cómo utilizar la información que allí se encuentra para afrontar los desafíos ambientales que experimenta el planeta hoy día.

Y no estoy hablando de un reto menor. Siendo Colombia el tercer país más megadiverso del planeta, luego de Brasil e Indonesia y, en el caso particular de las plantas, el segundo país con mayor número de especies, constantemente se están descubriendo nuevas especies que no se han encontrado en ningún otro lugar del planeta y que no cesan de aparecer cada vez que visitamos lugares recónditos y poco conocidos. Esta es una herencia que viene desde la época de los grandes expedicionarios como Humboldt y Mutis y que enriquece constantemente las colecciones biológicas.

Pero aquí no para el asunto. Bien sabemos que hoy en día el planeta afronta desafíos como la contaminación, el cambio climático, el tráfico ilegal de especies y la deforestación, entre otros, que ponen en riesgo la biodiversidad, dando un carácter urgente a la implementación de medidas para su conservación.

Este nuevo escenario representa un reto para los países megadiversos donde aún estamos describiendo especies nuevas para la ciencia y, al mismo tiempo, debemos propender por la conservación de estas y de las que aún no hemos descubierto. Y esta combinación de tradición y nuevos retos, este equilibrio entre conocer y conservar también requiere que las colecciones y quienes estamos a su cargo reflexionemos sobre su papel en la sociedad actual, sin perder de vista la razón de su origen.

Es común que cuando se menciona la palabra curador o investigador se piense en aquellos científicos altamente especializados y conocedores de su tema, grandes observadores y expedicionarios, que pasan horas observando un animal o una planta al microscopio, que conocen de memoria los nombres científicos de todos los organismos que ellos estudian y cuyo objetivo primordial es descubrir y describir nuevas especies para la ciencia, las cuales salen a la luz en revistas especializadas para el público científico.

Aunque esta puede ser una visión un tanto sazonada y romantizada, la verdad es que no dista mucho de la realidad. Tenemos muy claro el valor científico de las colecciones y, por alguna razón, en un punto del camino hemos perdido de vista la conexión con la sociedad de la que hacemos parte.

Casos actuales como las desafortunadas condiciones físicas del edificio del Instituto de Ciencias Naturales de la Universidad Nacional, que alberga muchos de los mayores tesoros botánicos y biológicos de Colombia, que además son patrimonio natural de la nación y ahora están en riesgo de perderse, así como el anuncio del cierre del herbario de la Universidad de Duke, una de las más prestigiosas de Estados Unidos y cuya colección se estableció hace más de 100 años y contiene más de 800.000 especímenes de flora, ponen de manifiesto el punto de quiebre que están viviendo los herbarios y las colecciones en general e, ineludiblemente, nos lleva a pensar y replantearnos nuestro papel como custodios de estas en pleno siglo XXI.

Por esto, es el momento de conciliar nuestra formación científica con el ciudadano que hemos sido siempre, incluso desde antes de elegir nuestro camino profesional. Vernos a nosotros mismos en todas nuestras dimensiones y transformarnos en gestores que abonan el terreno para que otros puedan hacer ciencia en las colecciones y crear redes de trabajo y diversas formas de conocimiento para avanzar, no solo como comunidad científica, sino también como sociedad.

Es fundamental incluir el componente humano y el pensamiento crítico en la formación de los científicos, más allá del entrenamiento riguroso en la obtención, análisis y manejo de datos biológicos. Se requiere una formación que nos permita entender que divulgar nuestro quehacer y trabajar con diferentes actores no es bajar de nivel la información para que el público no científico la entienda, sino contarles a nuestros pares conciudadanos lo que hacemos y así encontrar el valor del conocimiento en la construcción colectiva, manteniendo la pasión por la naturaleza y la diversidad.

Por Amalia Díaz Peña, líder de las Colecciones Botánicas del Instituto Humboldt

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