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Llegar a la finca de los Carreño, a borde de la carretera destapada que conecta a los municipios de Güicán de la Sierra y El Cocuy (Boyacá) por la parte alta, es entender las razones por las que Eudoro, el padre de familia, lleva 80 años viviendo en estas tierras, a pesar de las dificultades económicas y de la dureza que implica vivir a poco más de 3.700 metros de altura.
Históricamente, una de las últimas casas antes de adentrarse hacia la Sierra Nevada de El Cocuy, desde el terreno se tiene un horizonte único sobre las cumbres más altas de la Cordillera Oriental de los Andes colombianos. Aunque desde allí se pueden observar varios de los picos nevados que componen esta sierra, la mirada suele clavarse en el Ritacuba Blanco, que con sus 5.380 metros se convierte en el punto más alto de este ramal de montañas. “Por eso me he quedado siempre en las tierras más hermosas del mundo”, resume Eudoro Carreño, quien nació en la vereda La Cueva (Güicán de la Sierra), en el año “poquito lejano de 1945”.
Desde “El Funco”, como se llamó hasta hace unos años la finca que heredó de sus padres, Eudoro emprendió sus primeros ascensos a la Sierra Nevada con tan solo cuatro años. De allí salían en las madrugadas con su padre Simón para “darle vuelta” a las ovejas y cabras que cuidaba la familia y que pastaban hasta el borde de la nieve, en ese entonces mucho más abajo de lo que ahora alcanza a verse. La vereda La Cueva y “El Funco” también fueron paso obligado para Erwin Kraus, el montañista colombo alemán reconocido por ser el escalador pionero de los picos colombianos en la década de los 30 y los 40 del siglo pasado.
Bajo la guianza de Eudoro, décadas más tarde, algunos de los montañistas colombianos más reconocidos, como Juan Pablo Ruíz o Marcelo Arbeláez —el primer colombiano en escalar el monte Everest—, emprendieron sus primeras travesías por la Sierra Nevada de El Cocuy o Güicán. La privilegiada posición de “El Funco” también llamó la estación de los científicos que, bajo el extinto Servicio Colombiano de Meteorología e Hidrología (SCMH), instalaron a mediados de 1974 una estación meteorológica en el terreno de los Carreño.
Por cerca de 50 años, Eudoro y su esposa, Margarita Leal, tomaron tres veces todos los días datos de distintos instrumentos que permitían registrar la precipitación y la temperatura, entre otras variables, de la alta montaña. Esta información ha sido clave para seguir el ritmo de la inminente desaparición del glaciar más grande de Colombia que, desde la segunda mitad del siglo XIX, ha visto como su área se ha disminuido en más de un 90 %.
Un gigante que desaparece
Para entender la historia de vida de un glaciar, es necesario hablar en distintas escalas de tiempo: desde procesos de hace cientos de millones de años, hasta fenómenos que transcurren en días u horas. En el caso de la Sierra Nevada de El Cocuy o Güicán, así como para los otros cinco glaciares del país, podría decirse que todo empezó hace aproximadamente 120 millones de años, en la era Mesozoica, famosa por ser la era geológica en la que los dinosaurios dominaban la Tierra.
Desde ese entonces comenzó un proceso, que también ocupó millones de años, y que acabó formando la cordillera continental más larga de la Tierra, con 8.500 kilómetros de extensión. De allí, explica Jorge Luis Ceballos, ingeniero geógrafo y único glaciólogo colombiano, podríamos dar un salto a periodos de tiempo que abarcan miles de años. Los científicos, por ejemplo, estiman que hace 116.000 años empezó la última etapa fría que vivió el planeta y que se extendió hasta hace poco más de 10.000 años.
Durante ese periodo, conocido en términos más técnicos como glaciaciones, la temperatura en las altas montañas de Colombia descendió hasta 7 °C en comparación con las actuales y se presentó la mayor extensión de los glaciares en todo el planeta. “Hay registros de que en Colombia —continúa Ceballos—, las zonas por encima de los 3.000 metros de altitud estuvieron cubiertas por glaciares. Es decir, lo que vemos ahora de páramos es una herencia de los glaciares que existieron en nuestro territorio”.
Fue justo en los últimos 10.000 años de la glaciación más reciente en la que los primeros asentamientos humanos empezaron a llegar a lo que ahora conocemos como América. Los científicos creen que, gracias a las enormes extensiones que cubrían los glaciares, los humanos lograron cruzar el estrecho de Bering. Si bien en nuestro país se han hallado vestigios de esas primeras poblaciones desde hace 16.000 años, no hay certeza sobre la historia de los asentamientos en cercanías de la Sierra Nevada de El Cocuy o Güicán.
Lo que sí se sabe es que, para la época de la Colonia, cerca de esta sierra ya habitaban los indígenas U’wa, también conocidos como los tunebo. El monumento a la dignidad de la raza U’wa’, ubicado a la entrada de Güicán de la Sierra, representa lo que vino después. Para resistir al sometimiento de los colonizadores, cientos de indígenas se arrojaron desde lo alto de una colina conocida actualmente como El Peñón de los Muertos o de La Gloria. Otros, dice la historia popular, se refugiaron en cuevas ubicadas en las faldas de la Sierra Nevada donde, cientos de años más tarde, se establecería la vereda La Cueva.
Aunque Eudoro Carreño se ha cruzado con pocos indígenas U’wa a lo largo de su vida —ya que no habitan las partes altas de la montaña—, desde muy pequeño aprendió que esos picos nevados que veía a diario desde su casa eran un lugar sagrado que merecía respeto. “Era un espacio solo para los dioses”, recuerda ahora a sus 80 años. De su infancia también evoca la vida “rústica”: “no teníamos carreteras, no teníamos luz. Si uno quería alumbrar la casa con una velita tenía que bajar hasta el pueblo y era un día de camino”. La falta de dinero se la atribuye a que en la vereda solo vivían cuatro familias y al hecho de que la actividad económica se limitaba al cuidado de ganado de los propietarios de los terrenos que vivían en Bogotá.
Medio siglo de trabajo diario
Décadas antes de que el amor los uniera, Eudoro y Margarita compartían, a la distancia, su fascinación por las montañas y la nieve. Él, desde los cuatro años, acompañaba a su padre a pastorear el ganado a borde de nieve. Subía descalzo, arropado únicamente por “una ruana de lana de la oveja que uno tenía en la casa” y el típico sombrero de ala corta que fabricaban los padres. Ella, a los 10 años, se alistaba desde las dos o tres de la mañana sin que su papá se lo pidiera para acompañarlo a “cruzar El Cocuy y visitar a los animales” que tenía bajo su cuidado.
Ambos, enamorados de El Cocuy, terminaron conociéndose en la iglesia de Güicán, donde, recuerda entre risas Margarita, se hicieron “cambio de luces”, refiriéndose al intercambio de las primeras miradas. De eso han pasado algo más de 50 años, la mayoría de ellos en la finca que Eudoro heredó de sus padres. Allí empezaron a recibir a los primeros montañistas, extranjeros en su mayoría, que querían seguir los pasos que décadas antes había dado Kraus. Con el tiempo, dicen, fueron llegando los escaladores colombianos, motivados no solo por el reto físico y la belleza natural, sino por la necesidad de saber más sobre unos ecosistemas de los que, para ese momento, se sabía poco.
De esas épocas, Eudoro rememora con claridad los nombres y la historias de montañistas como Juan Pablo Ruíz y Marcelo Arbeláez, a quienes guio en sus primeros ascensos a las cumbres más altas de la Sierra Nevada, y que, con el pasar de los años, le seguían recordando haber sido “su maestro”. Su memoria, sin embargo, flaquea frente a la llegada de la estación meteorológica. “Unos profesores amigos” le propusieron instalar una serie de instrumentos en su finca, a lo cual accedió sin pensarlo mucho.
Entre el 30 de mayo y el 10 de junio de 1974, funcionarios del antiguo Servicio Colombiano de Meteorología e Hidrología (SCMH) llegaron hasta “El Funco” con un anemómetro, para medir la velocidad del viento; un heliógrafo, que registra la intensidad y duración de los rayos del sol; un par de termómetros, para las temperaturas mínimas y máximas; así como un pluviógrafo, que mide la cantidad de agua que cae cuando llueve. Tras una breve inducción, Eudoro y Margarita quedaron capacitados como observadores voluntarios. Su responsabilidad consistió, desde entonces, en registrar cuidadosamente los datos que los instrumentos arrojaran a las siete de la mañana, una de la tarde y siete de la noche, todos los días.
Los datos que la pareja iba tomando, y de los que todavía conservan copias que guardan con extremo cuidado en distintos cajones de la casa, confirmaban una realidad que solo podían percibir las personas que, como ellos, habían nacido y crecido a los pies de la Sierra Nevada. Para encontrar nieve, esa que solía probar cada vez que la veía, Eudoro tenía que caminar por más tiempo. La temperatura, tal como sus cuerpos lo sentían, era más extrema: durante el día, anota Carreño, empezó a ser más alta; mientras que en las noches y madrugadas bajaba como nunca antes lo había hecho.
Pese a que el estudio sobre los glaciares colombianos solo arrancó hasta mediados de la década de los 90 del siglo pasado, los glaciólogos de otras partes del mundo, así como los científicos que antecedieron ese campo de estudio en nuestro país, coinciden en que “no fue sino hasta la década de los 80 cuando se aceleró el derretimiento glaciar en todo el planeta”, como apunta Ceballos. Con el fin de la última glaciación y el inicio de un periodo interglacial, caracterizado por el ascenso de las temperaturas, se esperaba que los glaciares empezaran a retroceder. El cambio climático generado por los humanos, agravó aún más la situación de estos ecosistemas.
Un año para pensar en nuestros particulares glaciares
Hace unas semanas, cuando la UNESCO y la Organización Meteorológica Mundial (OMM) inauguraron 2025 como el Año Internacional de la Conservación de los Glaciares, hicieron énfasis en el rápido declive que padecen estos ecosistemas alrededor del mundo y que proveen de agua dulce a más de la mitad de la humanidad. Si bien la situación alrededor del planeta es compartida, la realidad de los glaciares colombianos es muy particular, producto de unas condiciones que comparten con muy pocos glaciares en el mundo.
Los glaciares de nuestro país representan el 0,1 % de los glaciares que hay en la Cordillera de los Andes. A su vez, estos representan menos del 0,1 % de los glaciares en la Tierra. Pero, por una “contradicción climática”, como le gusta llamarla a Ceballos, los glaciares de Colombia y Ecuador, así como los de Kenia, Tanzania, Uganda e Indonesia, tienen una clasificación única: por estar cerca de la línea ecuatorial, se conocen como glaciares ecuatoriales.
Dentro de la franja tropical —ubicada entre los trópicos de Cáncer y Capricornio—, explica el glaciólogo, “hay una franja donde la radiación solar es todavía más intensa y donde no hay estaciones: la franja ecuatorial. Que existan glaciares allí es aparentemente un contrasentido, pero es increíble que a pesar de esa posición y de la cantidad de energía que recibimos, aún existan glaciares, más aún con este acelerado cambio climático”. Visto desde esta clasificación, Colombia alberga el 45 % de los glaciares ecuatoriales del mundo, solo por detrás de Ecuador, que posee el 53 %.
Esta particularidad hace que los seis glaciares colombianos sean tan pequeños, en comparación con otros países de Sudamérica, y que su sensibilidad al cambio climático sea mayor. Esto, en gran parte, explica el hecho de que entre mediados del siglo XIX y la década de los 80 del siglo pasado, el país pasará de tener 349 km² de área glaciar a 91 km², una reducción del 73,93 %, según el IDEAM. Para que se haga una idea, hace 150 años, los glaciares del país ocupaban un área similar a la que ahora tiene una ciudad como Medellín. En 1980, su área se había disminuido y ocuparía poco más de una cuarta parte de la capital antioqueña. En la actualidad, no sería más del 10 % de la ciudad de la ‘Eterna Primavera’.
Para el seguimiento que el Instituto hace de los glaciares desde hace aproximadamente tres décadas, los datos que Eudoro y Margarita tomaron por cerca de medio siglo en su finca conforman, en palabras de José Eduardo Becerra, de la regional de Boyacá del IDEAM, “una serie estadística de un alto valor” y que ahora se han convertido en un “patrimonio invaluable”, dado que es una de las estaciones vigentes más antiguas en la alta montaña.
Gracias a los datos que la pareja tomó juiciosamente por décadas, el IDEAM ahora sabe, por ejemplo, que la temperatura media diaria en la vertiente occidental de la Sierra Nevada de El Cocuy o Güicán, donde se encuentra instalada la estación meteorológica, aumentó de 5 °C a 9 °C en un promedio de 45 años de mediciones. Al tiempo que las temperaturas han aumentado 4 °C, la precipitación anual ha disminuido de, en promedio, 1.200 milímetros para 1974, a poco más de 700 milímetros en 2022.
Estos datos, sumados a imágenes satelitales, le han permitido a los científicos rastrear el derretimiento glaciar en la Sierra Nevada de El Cocuy o Güicán. Desde hace unos años, quienes ascienden al Pan de Azúcar o al mítico Púlpito del Diablo, también son testigos del retroceso de las nieves. En el último tramo que se emprende antes de alcanzar el borde de nieve, la comunidad local, el IDEAM y Parques Nacionales Naturales han instalado una serie de placas que indican el límite glaciar en determinadas épocas.
Hace 80 años, se encontraba nieve a los 4.600 metros sobre el nivel del mar. Treinta años después, el límite estaba 100 metros más arriba. Para 2020, el borde de nieve se encontraba en los 4.820 metros. Cinco años más tarde, el límite se ha corrido unas decenas de metros más hacia arriba. Como sucede pocas veces con otros fenómenos, subir a estas cumbres de El Cocuy permite atestiguar el derretimiento del pasado, pero también el del presente.
Al llegar al punto más alto permitido, el persistente sonido de una cascada indica la transformación del glaciar. “Básicamente, lo que nos están diciendo desde hace ya casi cinco décadas es que este clima no es para ellos. No están dadas las condiciones para que persistan en el tiempo y el espacio. ¿Cómo responden? Cambiando de estado sólido a líquido”, resume Ceballos. De los 148 km² que tuvo de glaciares la Sierra Nevada de El Cocuy o Güicán hacia 1850, para 2022 se estima que solo quedaban 12,83 km², una reducción del 91,3 % y un área que representa el 42 % de los glaciares que le quedan al país.
Eudoro y Margarita ahora extrañan la Sierra Nevada. No solo la que conocieron y que cada vez menos está, sino también la que ya no pueden ver a diario. Desde hace un par de años, por problemas de salud, tuvieron que dejar su casa de los 3.700 metros de altura y trastearse a la zona rural de El Espino, a 2.100 metros sobre el nivel del mar. Aunque no las pueden ver, las montañas siguen presentes en su día a día, sobre todo en las historias que comparten con los amigos o visitantes que llegan hasta su hogar. Arriba, en Guaicany, como se llama desde hace unos años la finca de La Cueva, quedó su hijo Juan Carlos. De los seis que tuvieron, es el único que se quedó en estas tierras.
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