“Un verdadero viaje de descubrimiento”, me dijo el ingeniero paisa Germán Poveda Jaramillo hace unos días, “no es el de buscar nuevas tierras, sino tener un ojo nuevo”. Y me quedó sonando esa frase. Atreverse a mirar diferente, a educar el ojo para encontrar lo que no se ve a simple vista, o para proponer un ángulo raro, curioso, novedoso, más allá de lo obvio, para iluminar con nuevas teorías lo que sucede y lo que se encuentra en el planeta Tierra.
Poveda, quien formó parte de los científicos del IPCC (Grupo intergubernamental de expertos sobre cambio climático) por casi 20 años, vio que un río volador ‘navega’ de sur a norte por el Océano Pacífico colombiano desembocando en el departamento del Chocó, lo que hace que esta sea una de las zonas más lluviosas del mundo. Lo llamó El Chorro del Chocó.
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Y su pupila, la ingeniera Alejandra Carmona, dice que Poveda le enseñó “que una gota de lluvia puede contener el universo entero si sabemos observarla con atención”. Otra frase digna de reflexión.
Se dice que los médicos tienen un ‘ojo clínico’, y por eso confiamos en sus diagnósticos, formulación de exámenes y recetas de medicamentos. No todos lo tienen, pero la experiencia les va afinando su mirada.
Los geólogos ven volcanes donde el sencillo ojo de un ciudadano solo ve una preciosa montaña. En salidas de campo con ellos, aprendí que los volcanes no son montañas en forma de cono que terminan en un cráter. Ellos los identifican mirando detenidamente las rocas del suelo. Ni siquiera perforando. Solo con su lupa y martillo sospechan y en el laboratorio confirman. Caminan mirando el suelo.
En cambio, los ojos del ornitólogo están entrenados para distinguir aves, sus formas, sus colores, sus picos y penachos. Caminan mirando hacia arriba. Afinan también el oído, para identificar sus cantos y raras veces se equivocan.
Los periodistas afinamos el olfato para ‘oler’ dónde están las noticias. Y justamente, toda esta introducción para contarles que hay un geólogo que, entre los escombros de una construcción en el suroeste antioqueño, descubrió un árbol fosilizado que puede tener entre 7 y 23 millones de años de antigüedad. Se necesitaba una sensibilidad especial para identificarlo. Fue Juan David Rodríguez quien lo vio entre todo el desastre de un lote donde una retroescavadora estaba removiendo el suelo.
Dice Rodríguez que su ‘ojo’ pudo haber sido afinado no solamente por ser geólogo, sino porque además en sus ratos libres es carpintero. Este fósil, que es más difícil de identificar que aquellos de amonitas a los que estamos acostumbrados porque se ven como caracoles o cienpiés, tiene los anillos que forman el tronco de un árbol a medida que crece, la textura de las fibras vegetales y en su contorno se puede ver la forma arrugada de la corteza que cubrió el tronco. Rodríguez lo salvó de ser simplemente una roca que podría haber sido destruida fácilmente por la retroexcavadora que removía el lote.
Este xilópalo —madera petrificada— aún está por estudiar. Tiene un diámetro de poco más de 90 centímetros. Rodríguez cuenta que se trata de una roca sedimentaria, perteneciente a la Formación Amagá de la era Cenozoica, muy probablemente entre el Oligoceno y el Mioceno, es decir, este árbol existió en el planeta mucho antes que la humanidad. Términos geológicos que pueden dar mucha más información no solo de esta disciplina, sino del paisaje de nuestro territorio. Fascinante.
Esperamos el estudio que será realizado posiblemente con investigadores de la xiloteca de la Universidad Distrital Francisco José de Caldas, con las universidades Nacional de Colombia y la de Caldas, con la EAFIT, con El Servicio Geológico Colombiano. Todos los ojos y todos los sentidos de todos los profesionales que puedan aportar a revelar más secretos de este fósil serán bienvenidos. Porque, a ojo de buen cubero, y por mi olfato periodístico, creo que ese xilópalo será clave para la historia geológica del país.
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