Curar las heridas que dejó el tráfico de fauna

Cuando Johanna Izquierdo estaba estudiando Biología en la U. Javeriana de Bogotá, ver una rana arlequín venenosa era un descubrimiento digno de celebración. Bastaban unos segundos para que aparecieran las sonrisas de los investigadores bajo la humedad de las selvas del Chocó. En la actualidad, Johanna puede ver a cientos de ejemplares de todas las especies de anfibios en la comodidad de su trabajo. Tan solo el año pasado, en abril, fueron 400 ranas venenosas, en lugar de una, las que aparecieron en su puerta. Pero lo que antes era un motivo de alegría, ahora solo produce lágrimas que todavía fluyen después de tres años de trabajar con animales rescatados. (Lea: 2020: este es el panorama de los animales en cautiverio)

Cuando Johanna Izquierdo estaba estudiando Biología en la U. Javeriana de Bogotá, ver una rana arlequín venenosa era un descubrimiento digno de celebración. Bastaban unos segundos para que aparecieran las sonrisas de los investigadores bajo la humedad de las selvas del Chocó. En la actualidad, Johanna puede ver a cientos de ejemplares de todas las especies de anfibios en la comodidad de su trabajo. Tan solo el año pasado, en abril, fueron 400 ranas venenosas, en lugar de una, las que aparecieron en su puerta. Pero lo que antes era un motivo de alegría, ahora solo produce lágrimas que todavía fluyen después de tres años de trabajar con animales rescatados. (Lea: 2020: este es el panorama de los animales en cautiverio)

Lo que las autoridades ambientales encontraron ese sábado en el aeropuerto El Dorado eran artículos de lujo. Decenas de ranas camufladas dentro de rollos fotográficos que iban a ser vendidas en Europa. Cuando la Policía las sacó de su encierro y las llevó en la madrugada al Centro de Fauna Silvestre para su recuperación, Johanna se dio cuenta de la gravedad de sus heridas. “Las metieron a la fuerza y les rompieron las patas”, dijo Izquierdo consternada.

Imágenes como estas se repiten casi a diario en su trabajo. En promedio, hasta 500 animales pueden ser trasladados a ese complejo cada mes. Desde su inauguración, este centro ha sido el hogar de paso de miles de animales que provienen de diferentes regiones del país, que, en su mayoría, han sido víctimas del tráfico ilegal. Durante la alcaldía de Peñalosa en 2018, las instalaciones del centro de protección animal fueron trasladadas temporalmente de la localidad de Engativá a un espacio que la U. de Ciencias Aplicadas y Ambientales (UDCA) dispuso en un convenio con el Instituto de Protección Animal, pues el viejo establecimiento ya no contaba con las condiciones óptimas para tratar a sus pacientes. Allí, en un predio un poco más grande que una cancha de fútbol, hoy se ve el complejo construido con contenedores que sirven de base de operaciones para el personal y hogar de paso para la fauna.

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A las 10 de la mañana, Johanna, de 29 años, llega con un equipo de bioseguridad que les permite a los empleados entrar a las zonas donde los animales pasan la primera fase de su estadía en el centro: la cuarentena, una palabra que, aunque terrible en estos tiempos de pandemia, para los cuidadores significa el registro de los animales y de su estado general de salud. Es un lapso en el que mantienen a los animales lejos de otros, para evitar que dispersen enfermedades contagiosas. También funciona como acondicionamiento de los animales nuevos a su estadía en el centro.

“Tratamos de darles un descanso de dos o tres días antes de empezar a examinarlos. Además, les ayudamos a cambiar la dieta que llevaban en cautiverio”, sonríe Izquierdo bajo el tapabocas.

Después de pasar el área administrativa y ponerse su bata sobre el uniforme verde esmeralda, Johanna empieza con su día de trabajo. Como coordinadora, su labor se traduce en velar porque todo esté funcionando adecuadamente en cuestiones del personal y la fauna, pero también debe lidiar con las entidades del distrito. Como servidora pública, debe vigilar a donde se destinan los recursos que llegan, lo cual la ha sacado muchas veces de su campo con los animales y la ha puesto en una posición de oficina, cargo que no disfruta del todo. “Una vez me investigó la Procuraduría porque habíamos comprado unos esmaltes de uñas; después tuve que aclarar que eran para marcar tortugas”, se ríe.

En una sala, a pocos metros de la portería, dos veterinarias revisan a un mono araña que han traído después de una denuncia ciudadana. Con ayuda de una guía que le permite marcar lesiones visibles en la piel y la dentadura, la veterinaria Alejandra Páramo chequea y anota el estado del primate que acabaron de sedar y ahora yace tendido en una camilla. El reporte indica que lo hallaron en un parque, pero Juan Camilo Panqueba, otro miembro del personal, sabe que muchas veces los llamados a las autoridades no son del todo ciertos.

No es inusual encontrarse con casos de familias que vuelven de paseo a Bogotá y compran un tití en la carretera, entonces traen a casa a su nueva mascota, pero esta empieza a enfermar por no recibir la alimentación adecuada y allí es cuando “piden cacao” llamando a las autoridades. “Tener un animal silvestre en el patio de la casa es como tener un kilo de cocaína bajo la cama: es ilegal”, aclara Panqueba indignado; “pero la gente piensa que las tortugas y las loras son mascotas”. (Puede leer: La finca ganadera que transformó la conservación ambiental en el Putumayo)

Este tipo de animales, junto con las ranas y los micos, son los más traficados dentro y fuera del país. Según la Asociación de Corporaciones Autónomas Regionales y de Desarrollo Sostenible (Asocars), solo el año pasado 13.000 animales silvestres, aproximadamente, fueron incautados por la Policía. Por fortuna, el mono araña que Páramo revisa parece gozar de buena salud; pero en el tráfico de especies no todos tienen la misma suerte.

Johanna recuerda con dolor uno de los peores casos que tuvieron: un capuchino (también llamado mono cariblanco), en edad geriátrica, que habían rescatado del cautiverio en una casa donde lo mantenían de mascota. Pasó varios años exhibido en un patio de ropas, mal alimentado y con una cadena que le envolvía la ingle, tan apretada, que con el tiempo se le incrustó en la piel, formando una costra. “Cuando al fin lo pudimos dormir para romper la cadena, notamos que tenía un dedo amputado y los colmillos fracturados”. Izquierdo no puede evitar que se le corte la voz. Su gesto es de extrañeza. A veces, la bióloga siente que entiende mejor el comportamiento animal que el de su propia especie. “Yo no podría ver a un mono amarrado de esa forma y no hacer nada”.

Esa sensibilidad con los animales y esa pasión que le da aliento en su difícil tarea de protegerlos la ha tenido desde que nació. Eso dice su padre el mamo Arwa Viku, mejor conocido como Crispín Izquierdo. “El don de simpatizar con los animales es un poder concedido por la naturaleza”, asegura Crispín con toda la solemnidad que puede tener un mamo (líder espiritual) de los arhuacos de la Sierra Nevada de Santa Marta. Los mamos, elegidos por la comunidad cuando nacen, son los encargados de mantener vivo el conocimiento y la cultura arhuaca. “Nosotros consideramos que la tierra, el agua, el aire, las piedras… todo es sagrado. Todo viene de la misma raíz”.

Aunque esa filosofía le trajo problemas a Arwa Viku, pues en los años 80 fue amenazado por paramilitares cuando intentó de proteger el territorio, para Johanna ha sido un pensamiento heredado de sus ancestros que conduce muchas decisiones en el Centro de Fauna Silvestre. Los animales son tan parecidos a los seres humanos que incluso sufren daño psicológico por el encierro.

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En la última fase que los huéspedes tienen que pasar para que los liberen, unas grandes jaulas compartidas se vuelven la prueba decisiva para evaluar la posibilidad de que puedan ser puestos en libertad. “Se marcan sujetos sanos con pintura y se registran sus actividades: si recuerdan cómo volar, en el caso de las aves; si pueden socializar con sus pares; si son capaces de volver a la naturaleza”, dice July Penagos, una bióloga que hace estudios de comportamiento animal. Aunque la mitad de los animales que llegan al Centro de Fauna Silvestre logran rehabilitarse con éxito, el 46 % de los internados nunca vuelven a casa. Sus heridas han sido tan profundas y sus traumas tan grandes que vivir con la gente es su única oportunidad de subsistir. En esos casos, son enviados a reservas naturales y zoológicos colombianos. (Le puede interesar: La pandemia es un síntoma, no la enfermedad)

El otro destino que queda es la necropsia. En el complejo, casi dos de cada diez animales mueren durante su recuperación o llega a sus instalaciones sin vida. En necropsias están trabajando en un método eficiente para trasplantarles las alas de las aves muertas a congéneres sanos con las alas cortadas, sin las cuales les es imposible volar. “Esto acelera el proceso de su recuperación”, dice Johanna mientras revisa unas alas marrones que le fueron cortadas al cadáver de un ave rapaz