Un gritó alertó a Luis Fernando Linares mientras caminaba cerca del Bronx, la olla más grande del país. En medio de la gente, buscaba al causante de su susto. Volvió a gritar: “La gran puta madre para el que me enseñó a fumar pipa”. Giró y ahí estaba: un niño de 12 años, que llevaba $50.000 para gastar en drogas.
Linares, acostumbrado a reaccionar por su trabajo en Integración Social, lo abordó e intentó persuadirlo. Le ofreció su ayuda. La imagen del niño lo forzaba a insistirle, pero él lo rechazaba: “Nada que hacer. Estoy condenado a morirme con la pipa en la mano”. Se despidió y, una vez más, se escabulló entre la muchedumbre. “Lo recuerdo todos los días. No volví a saber de él, a pesar de que lo busqué. Quedé con la idea de que pude haber hecho más por ese niño”. (Lea: Atención de habitantes de calle, un tema sobre el que aún no se dialoga)
Desde hace 12 años, Linares trabaja con el Distrito. Es el líder de articulación territorial de los Ángeles Azules, un grupo de 500 personas que recorre las aceras, puentes, caños y parques en busca de habitantes de calle que necesitan atención. Su misión es llevarlos hasta los refugios para alimentarlos, bañarlos y ofrecerles alternativas que los impulsen a dejar el consumo de drogas, salir de la calle y comenzar una nueva vida.
Al mes, los Ángeles Azules hacen 2.500 recorridos. Al día caminan 19 kilómetros. Y en una mañana pueden acercarse a 300 personas. Todos los que habitan la calle saben quiénes son. Los identifican por sus chaquetas azul cielo y por ir en grupos de tres o cuatro. Están en las calles las 24 horas, los siete días de la semana. Para lograrlo, se turnan en tres horarios: de 6:00 a.m. a 2:00 p.m., de 2:00 a 10:00 p.m. y de 10:00 p.m. a 6:00 a.m. (Lea: La calle como opción de vida)
En las mañanas y en las tardes, dice Never Luis Medrano, otro ángel, los recogen en las calles para atenderlos en los refugios. En las noches prefieren realizar diagnósticos e identificar sus costumbres. “El trabajo es crear estrategias para dignificarlos y para su abordaje”.
Su acercamiento es respetuoso. Medrano cuenta que comienza con un “buenos días, señor”. Pareciera un saludo seco, pero descubrieron que, como pocas veces, los habitantes de calle sienten que dejan de ser invisibles y agradecen que alguien les estreche la mano o les dé una palmada de aliento. “Siempre nos preguntan cómo reaccionan, porque hay un imaginario de que son groseros, pero no. Son amables, incluso, cuando rechazan la ayuda. Nos llaman ‘profes’ y respetan nuestro trabajo. Ellos nos bautizaron como ángeles”.
Los Ángeles Azules fueron llamados así en esta administración, pero su tarea la ejecutan hace más de una década. Linares y Medrano aseguran que hay dos cualidades que los caracterizan: vocación, porque no cualquiera recorre la ciudad ayudando a las personas, y perseverancia, porque, a pesar de su nombre, no tienen aseguradas las puertas del cielo. Muchas veces reciben rechazos y desilusiones con las recaídas de quienes intentan salvar.
En la calle se encuentran todos los perfiles. Mujeres embarazadas, ancianos, jóvenes y hasta niños. No tienen fórmulas para acercárseles, más allá del saludo respetuoso. Confían en su intuición y en que las personas siempre responderán bien si durante la conversación reinan la humanidad y la compasión.
Aunque se quitan la chaqueta para supuestamente descansar, a cada paso siempre están alertas. Los ángeles desarrollaron una habilidad que los bogotanos no tienen: ver a los habitantes de calle, aceptar con respeto su presencia y entender que son seres vulnerables, a pesar de que muchos hayan elegido ese estilo de vida.
En ocasiones, estos servidores están en situación de riesgo. Medrano dice que no le temen al habitante de calle, sino a su entorno: “De pronto hay personas vinculadas con el microtráfico a las que no les gusta nuestra presencia, porque les quitamos a una parte de su cadena de distribución”.
De hecho, hace cuatro años asesinaron a un integrante del grupo, Javier Molina. Su muerte quedó en la impunidad y hoy varios de los ángeles rondan por la ciudad con más preocupación, dicen, aunque la palabra correcta sea temor. Pero eso no los detiene y por eso continúan con su arduo trabajo. Sólo este año han atendido a 6.934 personas (se estima que en Bogotá hay alrededor de 12.000 en esa condición). (Lea: Óscar Javier Molina: una muerte en el olvido)
Esperan que la cifra aumente. Seguirán madrugando y trasnochando, mientras sean testigos de las historias de rehabilitación de sus amigos de la calle, como la de Andrés Argemiro Cechagua, quien fue rescatado por un ángel y hoy nadie le saca de la cabeza que se trató de un milagro. “Creo que alguno de esos ángeles que van por las calles día y noche, saludando a los habitantes de calle, un día fueron guiados por mi madre que desde el cielo los puso en el camino para llegar a mí y darme una mano iluminada para sacarme de esa oscuridad en la que vivía desde niño”.
A pesar de que eso tal vez no sea cierto, Andrés volvió a creer. Y eso, a fin de cuentas, es lo que les importa a los ángeles: que haya una razón para volver a empezar, así tenga un toque místico, irreal, fantasioso.