Filarmónica, 10 años llevando música y sueños a niños de colegio distritales
En un principio el programa de formación contó con la participación de casi 2.000 niños y hasta ahora más de 200.000 se han visto beneficiados.
Daniela Villamarín Solorza
Ciudad Bolívar, Colegio Antonio García, salón 103. Los tonos graves de los violonchelos y contrabajos flotan entre los pupitres azules, amontonados en los costados. Afuera, los niños en descanso gritan, ríen, corren y el sonido estridente de sus voces eufóricas se cuela por la puerta de vidrio semiabierta, decorada con nubes de papel.
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Ciudad Bolívar, Colegio Antonio García, salón 103. Los tonos graves de los violonchelos y contrabajos flotan entre los pupitres azules, amontonados en los costados. Afuera, los niños en descanso gritan, ríen, corren y el sonido estridente de sus voces eufóricas se cuela por la puerta de vidrio semiabierta, decorada con nubes de papel.
El profesor, con camisa, lentes y gel en el peinado, toca con paciencia mientras dos niños lo imitan, superados en altura por sus contrabajos. Parece normal; los violines apoyados en los lockers llenos de dinosaurios; los niños tocando guitarras, tiples y bandolas después de clases; las trompetas, los trombones y las tubas sonando en la cafetería, que es también el auditorio; los estudiantes hablando sobre tener algún día un corno francés o su propia flauta traversa; que afuera sea el recreo y adentro estén tocando la Novena sinfonía.
Así no era hace 10 años, cuando, a finales de 2012, la Filarmónica de Bogotá creó su programa de formación, para que las clases de música, que solían ser un privilegio, pudieran llegarles a muchos más niños y jóvenes en la ciudad. En ese entonces, los seis colegios distritales donde empezaron no tenían instrumentos sinfónicos y, por eso, los profesores enseñaban a hacer música con el cuerpo, los objetos y la voz.
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“El impacto ha sido muy grande en la vida de los niños, que nunca habían tenido la posibilidad de acceder a clases de música con artistas formadores de la Orquesta, ni tenido entre sus manos un instrumento capaz de proyectar sus sentimientos. Hay niños muy talentosos, con un potencial musical enorme, que no había sido descubierto”, asegura Gisela de la Guardia, directora de Fomento y Desarrollo de la Orquesta Filarmónica de Bogotá.
“Vamos a partir la ligadura en cuatro”, dice Raquel, la profesora de violín, mientras una decena de niños en uniforme de diario, perfectamente planchado, pasan el arco por las cuerdas, tratando de parecerse a ella. Pero, aunque la imiten en la postura, la expresión y la delicadeza al frotar las cuerdas del violín y lo que aprenden en salones como ese, decorado con caritas felices de cartulina por todos lados, supera lo estrictamente musical.
“Buscamos enseñarles cosas más allá de la música, aportar en su desarrollo personal. La música es solo la herramienta con la que logramos que crezcan en responsabilidad y autoestima, que aprendan a comunicarse y no tengan miedo de arriesgarse o equivocase alguna vez. Queremos que aprendan que el error es una oportunidad de mejora y convencerlos de que son capaces de muchas cosas buenas”, explica Leonardo Pabón, formador principal de la Filarmónica de Bogotá, en el Colegio Antonio García.
Mientras un grupo de jóvenes de grados mayores juega a lanzarse pequeñas pelotas por un balcón, en el salón más cercano, Hárold Vargas, de 17 años, lidera el ensayo del grupo de cuerdas pulsadas, tocando con esmero su guitarra. Son más de 20 niños y niñas, entre los 10 y los 17 años, que interpretan con una precisión admirable, al ritmo que les marca el profesor, en el rol de director de orquesta, con el solo movimiento de las manos.
Parecen profesionales en su concentración absoluta, la soltura con la que hacen vibrar las cuerdas, la destreza con la que cambian de ritmo y la ausencia de los errores del que aprende. Si no fuera por el uniforme gris con negro del colegio y las risas que llegan desde afuera, donde por fin los juguetones lograron darse con las pelotas, sería fácil olvidar que son solamente niños.
Hárold ya se graduó del colegio y ahora estudia Diseño Gráfico en un instituto universitario. Su primer acercamiento con la música fue hace siete años, gracias al programa de la Filarmónica, que también lo impulsó a soñar con volverse músico profesional. Por eso sigue yendo al colegio, para aprovechar los ensayos y preparar arduamente la gran oportunidad de su vida. “Esto no es un pasatiempo para mí, mi anhelo es la música y quiero dedicarme a ella toda la vida”, dice.
Es una revolución pequeña, que brota de los niños que madrugan para ir a ensayar, escuchan atentamente para aprender; se preocupan por cuidar los instrumentos, las cuerdas y los arcos, y se esfuerzan mucho, porque quieren hacer las cosas bien. Son niños con disciplina, que han entendido que, en la vida como en las orquestas, cada rol es importante, por pequeño que parezca. Niños que ensayan y se llenan de todo lo que el arte puede generar.
Y el cambio no solo ocurre en los niños. “El impacto se multiplica y por eso también hay un cambio en las familias de estos niños, que muchas veces están en condición de vulnerabilidad. Empiezas en el niño o la niña y luego vas a la familia, a la comunidad, a la localidad, a Bogotá”, cuenta Gisela, directora de los programas de formación. Por eso, la pretensión del programa no es lograr una técnica excelente o montar canciones donde ningún niño llegue a cometer un error. Buscan dejarles enseñanzas para la vida y que con ellas intenten transformar el entorno, su familia y la ciudad.
“Lo que hacemos con la Filarmónica es darles elementos, no para que se conviertan en músicos clásicos, sino para que puedan hacer la música que quieran. Buscamos mejorar la sensibilidad de los niños, sus capacidades cognitivas y motrices, la disciplina. Queremos acercarlos al arte, para que puedan expresar lo que sienten por medio del sonido, porque la música tiene esa virtud”, afirma David García Rodríguez, director de la Filarmónica de Bogotá.
Stefany Delgado, de 13 años, dice que era distraída y que los ensayos con la Filarmónica le enseñaron a estar más concentrada. También que aprendió a expresar sus sentimientos sin la necesidad de hablar, cada vez que se sentaba frente a la tuba. Francy Milena tiene 14, toca el oboe y aprendió la resiliencia cuando tuvo que dejar el clarinete porque tenía las manos pequeñas y, según ella, no le alcanzaban para cubrirle todos los huecos al instrumento. Además, dice que aprendió a ser puntual por los ensayos y que su parte favorita es cuando hay conciertos y la llevan a otros lugares.
Hárold Vargas, de 17, dice que gracias a las clases de música en el colegio aprendió a creer en él. “Aquí en Filarmónica no solo me han dado música, sino también valores que no tuve desde pequeño, como el liderazgo y la confianza. Antes de tocar, no confiaba en mí, pero ahora sé todo lo que soy capaz de hacer”, asegura. Duván Santiago Pineda tiene apenas 10 años y, sentado en una esquina del coro, dibujando un gato porque se equivocó y llegó al ensayo de “los grandes”, dice que lo que más le gusta de su colegio son los instrumentos.
El profesor Leonardo está parado frente a la orquesta, compuesta por más de 30 estudiantes. Con la batuta empieza a conducir la adaptación, en formato orquesta sinfónica, de “Smooth”, la canción de Santana, que vienen preparando hace ya un rato. Suenan las flautas traversas, los fagots, oboes y clarinetes; retumba la percusión al fondo, y delante resuenan los violines, las violas y los contrabajos. Las tubas le dan un toque grave a la canción, que empieza a erizar a los asistentes, y al ritmo de la guacharaca van las plantas de los pies que marcan, con golpecitos en el suelo, el compás de lo que interpretan.
Por la ventana se filtra el viento de la montaña y la orquesta de estudiantes toca como si lo hiciera, de nuevo, en el Teatro Julio Mario Santo Domingo, Bellas Artes o el Jorge Eliécer Gaitán. Afuera del salón, los niños juegan con botellas, carpetas, papeles y pelotas. Corren hacia la salida con sus loncheras o se esconden detrás de las columnas, para sorprender a los amigos cuando salgan. Los papás y las abuelas esperan afuera, junto a los vendedores de BonIce, mango biche y helado.
Pero afuera también está el frío, la calle estrecha, los buses humeantes y las motos que van rápido, sin importar que atraviesan una zona escolar. Están los problemas de los adultos, que no son ajenos a la niñez: la violencia en la calle, la inseguridad, el desempleo, la falta de recursos en las familias, la inseguridad en algunas casas. Pero afuera también están los sueños de los niños, tan grandes y pesados que no les caben en la maleta que llevan al colegio. Una madre de familia se acerca al profesor Leandro, quiere saber, para programarse, si habrá ensayo ese fin de semana.
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