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“Lo hubiera pensado dos veces”: 20 años en las calles del Santa Fe

“Tras dos décadas, he aprendido a desconfiar de todos y de las promesas. Yo ya no me dejo ver la cara de pendeja”

Ana María Rodríguez Novoa

29 de junio de 2025 - 07:00 p. m.
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Foto: Viviana Velásquez

Tatiana tenía 16 años cuando llegó al Santa Fe, una de las principales zonas de delito y explotación en la ciudad. Huyó de Manizales, tras los abusos de su tío. Nadie en casa le creyó y como acto de rebeldía se subió a un bus, para dejar su ciudad. Llegó a Bogotá sin un plan y solo con el impulso de ponerse a salvo. Pero no fue así: esa noche, sin un peso y con hambre, aceptó su primer servicio: un taxista le pagó la primera pieza y $20.000 por una hora, que todavía le duele recordar.

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“Me dolía todo. No sentía nada. Solo lloraba… No sabía lo que estaba haciendo. Era un viejo, simplemente aprovechándose de mí. Y yo… tenía que dejarme, porque me estaban pagando $20.000. Me escapé de la casa para llegar a otra pesadilla”, dice. Al amanecer, una amiga le soltó la frase que marcaría su rumbo: “¿Se va a dejar morir de hambre? Vamos a trabajar”. Y así empezó.

Hoy, 20 años después, ella sigue sobreviviendo en esas calles del barrio Santa Fe. Dos de sus embarazos llegaron en medio de servicios, donde su cuerpo, aún con la barriga crecida, satisfacía los fetiches de los clientes. No se victimiza, pero tampoco romantiza. Ha pasado por parejas violentas, peleas a cuchillo, clientes que dejan cicatrices. Habla con la voz de quien ha resistido dos décadas en un oficio que la fue moldeando a golpes, en un barrio donde todo envejece: los cuerpos, y los sueños.

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“¿A quién le va a gustar esto?”

Cuando le preguntan si le gusta su trabajo, Tatiana no se enreda: “¿A quién le va a gustar esto? He buscado otros empleos, he pensado en salirme, pero las cuentas nunca dan. Uno escucha que dicen: ‘podría estar lavando baños, podría estar en un restaurante’. ¿Y quién me da ese trabajo, sin estudio, sin experiencia? Y si lo consigo, ¿me alcanza para sostener tres hijos? Nadie sabe la sed con la que otro vive. Aquí, al menos, gano para que mis hijos no pasen hambre”.

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Según la caracterización que hizo el Distrito en 2022, sobre población que se dedica a actividades sexuales pagas, si bien “generan ingresos, ellas y sus familias, tienen recursos económicos escasos. Es decir, hay barreras sociales, económicas, judiciales y culturales que hacen que esta población esté expuestas al empobrecimiento y a una baja calidad de vida”. Y a eso está parece condenada Tatiana, quien tiene una rutina casi automática: se baja en la estación de Transmilenio de la 22, entra al sitio donde se cambia, se maquilla, prepara lo esencial —pañitos, preservativos, perfume— y sale a la calle. “Me gusta oler rico”, resalta.

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Desde las 10:00 a.m. hasta las 10:00 p.m. se mantiene en pie. Al final de la jornada, con suerte, reúne $50.000. “Cuando era más joven, me hacía hasta $700.000 a la semana. Ahora, no paso de $80.000 al día”, cuenta. Hoy, el 73,4% de esta población tiene entre 18 y 35 años; el 16,2%, entre 36 y 45 años; el 8,5%, entre 46 y 50, y el 1,9 % tiene 60 o más años. “Los grupos de mayores de 46 años son las que presentan condiciones más precarias y de vulnerabilidad”, precisa el Distrito.

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Los peores días dejan otras facturas: “A veces toca aceptar lo que venga. Los habitantes de calle son los que más pagan. Aunque se tenga que soportar olores, malos tratos… El perfume no quita la mierda que toca aguantar, pero peor sería llegar a la casa sin un peso”. El oficio también ha cambiado. “Ahora los clientes buscan peladitas. A una ni la miran”, dice. Y en ese barrio, donde el tiempo no perdona, el cuerpo también factura su desgaste, Por eso cada día pesa más.

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Salud y riesgos

Cada semana carga con un miedo distinto. No bastan los preservativos, ni las pruebas que ofrecen en los centros de salud del barrio. “Esas pruebas no son completas. Le hacen a uno de VIH, hepatitis, pero hay cosas que no detectan como herpes, clamidia…”. Por eso, busca sus propios remedios. “Cada semana me inyecto penicilina o compro pastas, antibióticos… uno improvisa. Porque, a ciencia cierta, uno no sabe qué tiene el cuerpo y eso da miedo”.

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Los riesgos no siempre se ven. “Hay tipos que llegan bien vestidos, oliendo rico y están enfermos”. Otros ofrecen más plata por hacerlo sin protección. Y algunos van más allá: “Rompen los preservativos a propósito. Una siente el peligro constante”. Según el Distrito, preocupa que el 51% de esta población no están afiliadas bajo ningún régimen al sistema de salud. Las extranjeras y las menores de 35 años son las que menos reportan estar afiliadas.

Cambios en el barrio

Los códigos del barrio también han cambiado. “Cuando llegué, mataban mucho. Ahora, no tanto… pero se ven puñaladas, atracos... uno sabe que aquí toca ser ciega, sorda y muda. Si ves que están apuñalando a alguien, no te metes, porque terminas peor”. Además, las reglas no escritas del territorio son implacables. Las nuevas o las que muestran vulnerabilidad son las más expuestas.

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“Hay zonas donde si te ven nueva, te explotan. Te pagan menos, te mandan los clientes más pesados. Si no sabes defenderte, te comen viva”. Y como si eso no fuera suficiente, ahora está el negocio de las webcamers. “Eso nos ha quitado clientes. Antes nos iba mejor. Ahora toca aguantarse todo el día para hacer un peso. Las peladas se meten ahora en eso, y claro, desde la casa, sin que las toquen, les va mejor. Yo lo he pensado, pero no sé cómo es. Si supiera, me metería”

El miedo siempre queda.

“Aquí no hay placer. Uno piensa en los problemas, en los hijos, en salir rápido. Y el cuerpo… solo está ahí”, dice Tatiana. Tras dos décadas en esas calles, ha aprendido a desconfiar de todo: de los hombres que ofrecen más por saltarse reglas; de los que dejan caer cuchillos o pistolas sobre la mesa para marcar territorio durante el servicio; de las promesas que nunca se cumplen. “Yo ya no me dejo ver la cara de pendeja”, advierte.

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Aun así, hay noches en las que el miedo se le cuela por la piel. Por eso ha decidido que no seguirá allí mucho más. “Quiero ahorrar, montar un negocio, salirme. No quiero que mis hijas hereden esto”. Y aunque la rutina la arrastra de nuevo cada día, sueña —todavía sueña— con un futuro que no la devuelva a esas calles.

Actualmente, la Secretaría de la Mujer cuenta con una estrategia Casa de Todas, dirigida a personas que realizan actividades sexuales pagadas (ASP), donde brindan atención psicosocial, socio-jurídica y trabajo social. Desde 2024 se han atendido 2.698 mujeres, a quienes les han prestado 14.176 servicios.

Caracterización de las Actividades sexuales pagas

De acuerdo con la última caracterización sobre población que realizan actividades sexuales pagas en Bogotá, el 88,2% son mujeres; el 10,4 % hombres, y el 0,34 %, intersexuales. En cuanto a la orientación sexual el 80,6 % se identifican como heterosexual, seguido de bisexual, con el 9,7%; gay, con el 5,6%, y lesbiana el 2,2%. “En relación con el lugar de origen, el 54,1% nació en Colombia, dato que disminuyo comparado con 2017 donde representaban el 67,3% de la muestra. El 45,9% restante es de origen extranjero. Al indagar si Bogotá es su principal lugar de residencia y cuánto lleva viviendo o viniendo a la ciudad, se encontró que para el 96% de las PRASP, referencian que la capital es su lugar permanente de residencia y que el 36,5% lleva entre 1 y 5 años en la ciudad y el 35% más de 10 años”, dice el informe.

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Por Ana María Rodríguez Novoa

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