Olores de antaño

Se pueden olvidar situaciones que se han vivido, pero un olor, un sabor o un paisaje pueden lograr que, como ráfagas, regresen esos recuerdos a nuestro presente.

Claudia Patricia Calao Gonzalez *@Cloquis
06 de agosto de 2017 - 02:00 a. m.
Olores de antaño
Foto: Getty Images/iStockphoto - OSTILL

Para evocar momentos de nuestra vida, los sentidos cumplen un papel muy importante para su remembranza. Se pueden olvidar situaciones que se han vivido, pero un olor, un sabor o un paisaje pueden lograr que, como ráfagas, regresen esos recuerdos a nuestro presente. Para retornar a mi niñez en Bogotá simplemente debo sentir el olor de los eucaliptos. Con ese aroma recuerdo los grandes y frondosos árboles que cubren nuestros cerros tutelares y acompañan el paisaje de grandes extensiones en la sabana, o también esos paseos familiares de domingo, en los que se disfrutaba de la naturaleza (Lea también: ¿Cómo suena Bogotá?).

Antes se recorrían las distintas zonas de Bogotá y podía saber en dónde se encontraba sólo por su olor particular. Ahora es difícil. No sólo por la forma en que vivimos, sino porque hemos perdido el contacto con la ciudad, por vivir en un constante movimiento, que no nos da tiempo para sentirla (Lea también: ¿Cómo se ve Bogotá?).

Gustavo Wilches Chaux recuerda que cuando llegó a Bogotá de Popayán vivía en La Candelaria y para traer su infancia de regreso, siente el olor de chocolate y el de la flor de azahar. Y si nos esforzamos por recordar cómo era Bogotá hace 30 años, podríamos ver otra ciudad, una que ni siquiera sentiríamos hoy (Lea también: ¿Cómo se siente Bogotá?).

Antes íbamos a la tienda de la esquina y disfrutábamos de los olores del pan fresco, que se exhibía en grandes vitrinas de madera. Nos antojábamos de las galletas polvorosas, el ponqué rojo que llamábamos “liberal”, uno oscuro que le decíamos “los negros”, las milhojas y el famoso brazo de reina. Estas delicias las llevábamos a la casa empacadas en bolsas de papel. Aún no nos engañaban con la pesadilla que se ha vuelto el plástico (Lea también: ¿A qué sabe Bogotá?).

A nuestras casas llegaba todas las mañanas el olor de vaca recién ordeñada. Al lechero le podías comprar el producto diariamente con la cantina o el intercambio de la botella de vidrio. En las tardes, hasta se podía sentir el olor de las onces de las casas vecinas, que podía variar entre chocolate, agua de panela o el café de leche. Los niños corrían entre grandes extensiones de potreros sin urbanizar, donde se encontraban con el olor del pasto fresco, el barro. En algunas cuchuas se podían encontrar brevas, uchuvas y hasta curubas. Teníamos la capacidad de sentir el olor de la lluvia bajar por los cerros y antes de que llegaran a nuestros barrios, podíamos saber que ya casi llegaba el aguacero.

Los tiempos han cambiado. Bogotá se ha extendido desde los cerros orientales al río Bogotá, de norte a sur, de oriente a occidente, y en su crecimiento rellenó esas chucuas, que hoy llamamos humedales, y perdimos el sentido del olfato. Ahora deambulamos por las calles con olor a exhosto, si pasamos debajo de algún puente sentimos el olor de orines o de heces de los habitantes de la calle. En la llamada urbe ya perdimos hasta la capacidad de sentir la proximidad de la lluvia, ahora sólo vivimos en medio de una jungla de cemento.

Aun así, en esa selva gris, tenemos una naturaleza urbana, transformada a la modernidad, con caños y ríos encauzados en cemento, que han perdido su funcionamiento natural y su significado en la memoria local, que nos ha hecho perder la capacidad de sentir y construir una identidad como la que sentíamos hace 30 años.

Ya no podemos volver atrás, pero tenemos que reconstruir una nueva identidad, apropiarnos y resinificarnos a través de nuestras áreas protegidas, parques urbanos, corredores ecológicos, reconstruir naturaleza, para volver a sentir. Caminar nuestros cerros, sembrar nuevos bosques, que nos permitan reconstruir ese vínculo que no sabemos en qué momento perdimos, pero que tenemos impregnado en nuestra genética. Esa genética que heredamos de nuestros ancestros, que aprendieron a convivir armónicamente con la naturaleza, una cultura anfibia que olvidamos en el momento en que perdimos el olfato.

* Comunicadora social y periodista.

Por Claudia Patricia Calao Gonzalez *@Cloquis

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