Son pocos los estudios acerca de los hechos violentos a los que fue sometida Bogotá durante el siglo XIX. Estos hechos representaron obstáculos monumentales en la formación de la ciudadanía. El Cabildo Abierto, proclamado el 20 de julio de 1810, fue eminentemente civil y ciudadano, es cierto, pero lo que vendría después, durante casi cada lustro y cada década del siglo XIX, sería una manifestación sorda, irracional, ominosa, de la violencia de las armas infligida entre hermanos.
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Además de los enfrentamientos violentos entre ciudadanos o entre éstos y las llamadas fuerzas del orden, Bogotá sufrió como ninguna otra ciudad de la naciente república las consecuencias brutales de un golpe de Estado y nueve guerras civiles, todo a lo largo de un siglo.
Una vez proclamada la Independencia, surgirían profundos conflictos que se fueron agudizando y se hicieron cada vez más virulentos, hasta llegar a ser irreconciliables, entre centralistas y federalistas, militaristas y civilistas, gólgotas y draconianos, librecambistas y proteccionistas, etc. Sin atender a las denominaciones, se trató de verdaderos odios entre conciudadanos y de confrontaciones violentas a vida o muerte.
Por su condición de capital del virreinato y posteriormente de la república, Santafé o Bogotá había sido el centro del poder político, económico y religioso, lo cual la convirtió, a lo largo del siglo XIX, en objeto de ataques, acechos e incluso en escenario de sangrientos combates. Las principales luchas y conflictos que sufría la nueva república tuvieron a Bogotá como escenario ineludible.
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Los enfrentamientos se desataron para evitar que el bando enemigo impusiera un modelo de sociedad contrario a determinado parecer e interés, o cuando la oposición encontraba algún pretexto para invocar el derecho a la rebelión frente al abuso de poder o la tiranía. Entre tanto, quienes estaban en el poder, invocaban el derecho a someter por la fuerza a los sublevados. Los rebeldes consideraban entonces legítima la guerra santa contra un poder despótico y así se desató el espiral de la violencia y las guerras se convirtieron en la manifestación de la política.
Es difícil imaginar el impacto de los habitantes que vivieron hechos tan atroces como las tomas -primero de Baraya y luego de Bolívar-, que dejaron cientos de cadáveres en las calles de Santafé. O el odio con el que Morillo emprendió la Reconquista y las muertes de los patriotas, ocurridas en el patíbulo emplazado en la llamada Huerta de Jaime. O la guerra de Los Supremos, la arremetida de Mosquera contra Bogotá y el ataque inmisericorde al convento y al templo de San Agustín, para citar solo algunos de los sucesos luctuosos ocurridos durante el siglo XIX.
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Estos hechos violentos ocurridos en una ciudad tan pequeña como la Bogotá de entonces, que se podía recorrer a pie, de un extremo al otro, en media hora, dejaron una huella profunda en la memoria colectiva de quienes la habitaban. Aunque en buena medida se puede explicar esta sucesión de atrocidades a partir de lo político, o incluso de lo meramente burocrático, es necesario concluir que en estas luchas tuvieron parte emociones y sentimientos que, enmarcados en principios y creencias religiosas, se fortalecieron con miedos, odios y venganzas que exacerbaron las más profundas y destructivas pasiones. Y en ejercicio de ellas, no fue de poca importancia el consumo de alcohol.
La nueva noción de soberanía popular hacía necesaria la conformación de un nuevo sistema político. Este proceso empezó a hacerse una vez proclamada la Independencia, pero fue interrumpido brutalmente. La Reconquista borró de un tajo las incipientes instituciones que con esfuerzo habían construido las Constituciones de algunas provincias. Con el triunfo sobre los españoles en las guerras de la independencia, entre 1816 y 1819, surgieron las autoridades en cabeza de caudillos militares de ambiciones desaforadas, que rápidamente pretendieron llenar el enorme vacío institucional que quedó con la expulsión de las autoridades impuestas por España.
A mediados del siglo, cuando Bogotá contaba cerca de 40.000 habitantes que vivían en condiciones muy precarias, en medio de los nuevos conflictos producto de las diferencias entre las ambiciones de los caudillos militares y los gobiernos civiles, adquirieron una especial relevancia las movilizaciones populares y las luchas por los derechos de la ciudadanía y el reconocimiento de clase. La soberanía reside en el pueblo fue un principio que después de la revolución de Mosquera en 1860, tomó una especial preponderancia. Y con él, la idea de la descentralización y del poder local, que desembocaron en la constitución de los Estados Federales.
La acumulación progresiva de las disputas por construir las bases del sistema representativo, aunada a las diversas disposiciones sobre el sufragio y a las elecciones ilegítimas y manipuladas, fueron algunas de las causas que propiciaron guerras tan crueles como inútiles. La más terrible de ellas, lo recordamos bien, sería la Guerra de los Mil Días, con la que terminamos el siglo XIX y comenzamos el flamante siglo XX. E hicimos el tránsito hacia un supuesto sistema democrático.