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Opinión: El último marica

En todo este siglo los movimientos sociales, protestas y manifestaciones con enfoque de género han constituido una revolución ética tenaz, toda vez que abolieron paradigmas, tabús y preceptos morales atávicos, seculares. No obstante, en la misma comunidad, algunos, se sienten excluidos de la sigla LGBTIQ+.

Alberto López de Mesa
19 de mayo de 2022 - 02:59 p. m.
En todo este siglo los movimientos sociales, protestas y manifestaciones con enfoque de género han constituido una revolución ética tenaz, toda vez que abolieron paradigmas, tabús y preceptos morales atávicos, seculares.
En todo este siglo los movimientos sociales, protestas y manifestaciones con enfoque de género han constituido una revolución ética tenaz, toda vez que abolieron paradigmas, tabús y preceptos morales atávicos, seculares.
Foto: Daniel Álvarez

El pasado 28 de junio vi llegar al parque de los Hippies, carrera 7ª con calle 60, una caravana colorida y festiva. Me enteré de que celebraban el Día Internacional del Orgullo LGBTIQ+, que originalmente se llamó el Día del Orgullo Gay, en conmemoración de los disturbios de Stonewall (Nueva York) en 1969, año en el que una redada de la policía terminó en una gresca entre transexuales, travestis, afros y jóvenes homosexuales que frecuentaban el bar Stonewall Inn. Me enteré ahí también de que Bogotá, desde hace varios años, se ha unido a esta celebración, tanto así que es la ciudad pionera en el país en agenda e implementación de políticas públicas como la LGBTIQ+, que cumple más de una década.

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Sin duda, la presencia del colectivo, digamos poligénero, irradiaba dignidad y empoderamiento. Para mí resultó sorprendente que hace una década la sigla, para el colectivo identificado con la bandera con los colores del arcoíris, era LGB y ahora es de seis letras y el más. A veces lo escriben con varias “t”, dando cabida a la diversidad de identidades. Sobre la Q, última hasta ahora, me entero de que corresponde a los queer, término inglés que defiende todas las realidades que engloba el colectivo y busca potenciar la libertad identitaria y la diversidad humana, en un sentido amplio. Y, al remate, el símbolo +, que acoge identidades aún sin caracterizar.

En todo este siglo los movimientos sociales, protestas y manifestaciones con enfoque de género han constituido una revolución ética tenaz, toda vez que abolieron paradigmas, tabús y preceptos morales atávicos, seculares. Sin duda, evolucionaron el derecho fundamental a la identidad y se valoró la dignidad como principio rector de la convivencia. Pero más allá de lo identitario, la filosofía contemporánea considera que “el libre desarrollo de la personalidad” está encauzado por una noción masificada y enajenante de la individualidad, por la que propende la sociedad de mercado y el capitalismo salvaje, como la angustia inconsciente del nuevo ser social. Así lo interpretan con optimismo el filósofo español Javier Gomá y con pesimismo el surcoreano Byung Chul Han.

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A mí la ampliación que ha tenido la sigla de la comunidad plusgénero me hizo recordar la charla que al respecto tuve con un peluquero, que por lo sincera y amena la publico a continuación, seguro de que también será un aporte a la comprensión del movimiento:

Con las tijeras en la mano, el peluquero me dijo: “Estoy de acuerdo con lo que se afirmó en televisión, sobre las mentalidades incluyentes”. Y procedió a peluquearme mientras explicaba: “Tengo 60 años. Me reconocí homosexual desde niño, pero ahora debo decir que me siento excluido de la sigla LGBTIQ+, porque los de mi época, sin remilgos ni vergüenza, nos identificábamos con la palabra castiza marica y no con el anglicismo gay, que, francamente, siempre me ha sonado snob y arribista”.

No es anglicismo. Es provenzal, lengua romance muy cercana al español, le aclaré, a lo que me alegó: “Usted se ubica en tiempos de la Gaya ciencia, alegó, cuando la expresión gay era sinónimo de alegría, pero hablo del término del modo en que nos lo endilgaron los maricones hippies en los 60″.

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Hablaba, y al enfatizar sus ideas apuraba el tijereteo sobre mi pelo. “Aquí donde me ve, mi dignidad de homosexual la fundamenté leyendo a poetas como Federico García Lorca, la pareja Verlein y Rimbaud… todos maricas confesos, para quienes la expresión que los realzaba era su obra y no su sexualidad”.

Aunque eufórico, me tranquilizaba su profesionalismo. Hablaba exaltado, pero delicado y preciso en su oficio. Así que, obviando su filuda herramienta, me atreví a discutirle: “Oscar Wilde, en su novela El retrato de Dorian Grey, habla del gay asociado a lo que era un dandi victoriano, quienes hacían de su apariencia y de sus modales un arte, refinados, pero ya había algunos de escandaloso expresionismo, como las actuales Drag Queen”.

Entendió que no era ajeno a su tema y aportó: “Sé que la palabra marica desde su origen llevaba una carga peyorativa, burlona y discriminante, pero terminó domesticada. Incluso, aquí en Colombia, las nuevas generaciones la han asexuado, pero aún se usa como insulto. En Estados Unidos el mote equivalente a marica sería fag. El poeta Walt Whitman se reconoció fag y debió protegerse de la amenaza inquisidora faggest. Hoy, desde su oficina en la OEA en Washington, el ultraconservador (Alejandro) Ordóñez rezará para su séquito God hates fags (Dios odia a los maricas)”.

Y agregó: “Yo, a mi mamá, que ya me escucha en su gloria, le confesé: mami, yo soy marica, y sin inmutarse me dijo: mijo, desde que naciste se te notó la maricada”. Suspendió el trabajo, posó frente a mí ostentando con vanidad su atuendo y declaró: En lo esencial tengo muchas vainas de mujer. Por ejemplo, la deslealtad y la traición me hacen llorar, pero en el vestir me encanta la ropa varonil. Soy una rareza”.

Sentí que mi actitud le transmitía confianza, así que le expuse dos salvedades: “Los libres pensadores, que defendemos la libertad de expresión y los albedríos existenciales, debemos valorar y agradecer las reivindicaciones de derechos y valores logrados por los movimientos internacionales LGBTIQ+, que desde sus luchas contras las homofobias y transfobias han transformado constituciones en muchos países. En consecuencia, han posicionado como principio inherente a la vida en sociedad la aceptación del otro, aun si es o piensa distinto. Esto ayuda a crear una cultura del respeto a la diferencia, que trasciende el enfoque de género, toda vez que impone una nueva ética favoreciendo a todo discriminado o estigmatizado por no encajar en lo que llaman normal”.

Procuré hablar despacio y calmado, porque ya estaba demarcándome el corte con la afilada navaja y, de todos modos, me intranquilizaba que pudiera ofenderlo. Entonces paró el oficio y me preguntó: ¿Bueno, y a todas estas no me ha dicho usted cómo se identifica?”. Andrógino, contesté con seriedad. Pero él se arqueó, en una carcajada contagiosa, de los que aún no está en la sigla, se mofó, mientras me acomodaba el peinado directamente con sus manos, de modo tan agradable como una caricia. Desanudó de mi cuello la capota, quitó con una escobilla los pelos de mi ropa y terminó diciendo: Por aquí siempre será bienvenido, recuérdeme como el último marica”.

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