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Opinión: “Indio en Bogotá”

Un día conocí a un habitante de calle, oriundo del Valle del Sibundoy, quien sabía de una Bogotá que los gomelos de la Zona Rosa ni se imaginan.

Alberto López de Mesa
28 de agosto de 2023 - 11:02 p. m.
Indígenas asentados con cambuches de plásticos en el Parque Nacional, al que llegaron el 29 de septiembre en  su mayoría son niños, mujeres embarazadas y lactantes.
Indígenas asentados con cambuches de plásticos en el Parque Nacional, al que llegaron el 29 de septiembre en su mayoría son niños, mujeres embarazadas y lactantes.
Foto: Óscar Pérez

El ‘Indio’, le decíamos por su pelo hirsuto, su piel cobriza y templada como cáscara de calabazo, y porque en verdad era nativo del Valle del Sibundoy. Llegó a la capital invitado por un pariente al que nunca encontró. Discriminado y pobre buscó en las calles el sustento y el refugio, para sobrevivir a las adversidades de la urbe.

Nos amistamos reciclando en la misma zona y por la mutua afición a la soledad que nos hizo coincidir en parches aislados del tumulto. Desde que lo conocí admiré la conciencia y el modo como vivía la ciudad. A él le aprendí que en algunos potreros, patios y antejardines de Bogotá aún se pueden conseguir frutas como brevas, uchuvas, duraznos, papayuela, feijoa, cerezas y pomillas.

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Sabía con experticia nombres y virtudes de la vegetación oriunda, me enseñó a reconocer el sangregao, el hurapán, el sauco, el caucho sabanero, el sietecueros. Por él conocí el ‘Chorro de Padilla’ donde iba a bañarse y a lavar sin detergentes, incluso la ropa blanca, porque las despercudía con una lama gris que raspaba de las piedras ribereñas.

La única vez que he alucinado en mi vida fue cuando me dio a probar el cacaíto sabanero que da la mata de borrachero de dónde sacan la burundanga. Me exigía que respirara conscientemente para entrenar el olfato y de hecho varias veces me demostró que por el olor podía reconocerse a los malandros y también el celo de las mujeres.

Alguna vez le ofrecieron trabajar de albañil y no aceptó con el argumento de que por cada edificio hay que destruir un cerro. En las mañanas se descalzaba y retozaba sobre el pasto húmedo con cánticos de su dialecto ancestral, me atreví a preguntarle qué era ese ritual y jamás me contestó, creo que era una forma de hablar con el planeta, lo digo porque varias veces me asombró vaticinando temblores de tierra y aguaceros.

Un día, arriba del Parque Nacional, me enseñó un paraje donde anidaban colibríes y mariposas. Mi amigo el indio fue un habitante de calle especial, un ambientalista innato y legítimo, conocía una Bogotá que los gomelos de la Zona Rosa ni se imaginan.

Después del desalojo del Bronx nunca más lo volví a ver, pueda ser que sus dioses tutelares lo hayan devuelto sano y salvo al valle de su origen y no que haya sido otro NN, otro desaparecido sin doliente.

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Hernán(22184)29 de agosto de 2023 - 12:15 a. m.
De quienes poco se cree hay mucho por aprender y no lo enseña la academia.
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