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Opinión: La falacia del deterioro de los hospitales públicos bajo la Ley 100

El discurso ideológico de “recuperar lo público en salud” simplifica y tergiversa la realidad para culpar a la Ley 100 de su deterioro cuando la evidencia muestra expansión financiera y de infraestructura hospitalaria, no colapso.

Luis Gonzalo Morales Sánchez

18 de diciembre de 2025 - 02:57 p. m.
Fachada de este hospital ubicado al sur de Bogotá.
Foto: Liz Durán
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El eslogan “recuperar lo público en salud” se ha consolidado como un dispositivo retórico eficaz para instalar una idea políticamente rentable: que, desde la expedición de la Ley 100 de 1993, los hospitales públicos habrían entrado en un proceso de deterioro progresivo e irreversible.

Esta narrativa, reiterada con especial insistencia en el debate de reforma impulsado por el presidente Gustavo Petro, opera más como un mecanismo de movilización ideológica que como una lectura objetiva de la evidencia disponible. Confunde diagnóstico con causalidad y simplifica un problema complejo para justificar soluciones predeterminadas.

Conviene, en primer lugar, separar planos analíticos que suelen mezclarse de manera interesada. Reconocer la existencia de problemas en la red pública y en el sistema de salud en general no equivale a demostrar que estos sean consecuencia directa de la Ley 100. Menos aún que la única salida consista en recentralizar la gestión y acabar con el pluralismo institucional. Los diagnósticos técnicos más críticos identifican tensiones estructurales como brechas territoriales, restricciones de inversión efectiva y desafíos de gestión, sin convertirlas en prueba de una supuesta tragedia pública atribuible a una norma en particular.

En segundo lugar, el relato del “colapso” enfrenta una dificultad central: los datos muestran expansión antes que debilitamiento. En el plano financiero, entre 1993 y 2003 los ingresos reales de los hospitales públicos crecieron 55,6 %, mientras que el gasto público total en salud aumentó 36,6 %.

Esta comparación resulta clave porque indica que la red pública no fue abandonada, sino que experimentó un dinamismo positivo en sus ingresos que le permitió mejorar su infraestructura y salarios (Barón, 2005) como igualmente está demostrado.

En tercer lugar, la evidencia sobre infraestructura y capacidad instalada tampoco respalda la tesis del desmantelamiento. Entre 2017 y 2022, las camas hospitalarias de adultos en hospitales públicos crecieron 10,9 %, frente a un aumento de 13,9 % en el sector privado (Ministerio de Salud-REPS, 2025). Aunque el crecimiento privado fue mayor, el dato relevante es que lo público también se expandió, señal de que no hubo retroceso estructural, sino una evolución con ritmos diferenciados, lo que descarta la idea de una ruina programada.

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Nada de lo anterior implica negar la crisis actual. Existen presiones de liquidez, cuentas por pagar en aumento, fallas de contratación, debilidades de auditoría, corrupción y captura política en determinados territorios, siendo Bogotá uno de los peores ejemplos. Minimizar estos problemas sería irresponsable, pero precisamente por su complejidad, la discusión estratégica debería centrarse en fortalecer capacidades y no en construir relatos sobre culpables únicos.

La hoja de ruta razonable pasa por mejorar la gobernanza hospitalaria, orientar la inversión a resultados, profesionalizar la gestión del talento humano, asegurar un financiamiento sostenible, cerrar brechas regionales, garantizar pagos oportunos y diseñar una regulación inteligente. Reducir este debate a un juicio moral contra la Ley 100 puede generar titulares y cohesionar audiencias, pero es una mala estrategia para rescatar hospitales y optimizar de manera efectiva el acceso y la calidad de los servicios de salud.

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