La Alcaldía decidió restringir su circulación entre las ocho de la noche y las cinco de la mañana con el argumento de reducir accidentes y evitar caravanas masivas en la noche de brujas. Pero la historia no empieza en el decreto que prohibió la circulación, sino en lo que ocurrió antes de él.
En Bogotá existen más de quince colectivos organizados de motociclistas capaces de convocar caravanas de hasta quince mil personas. Cada año, durante el puente de Halloween, esas caravanas generan congestiones monumentales, bloqueos y, en algunos casos, accidentes.
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Era el momento de dar ejemplo: de salir públicamente a decir que no habría caravanas, de mostrar responsabilidad, respeto por la ciudad y conciencia por la cantidad de obras que existen a lo largo de toda Bogotá. Solo unos pocos grupos lo hicieron; la mayoría guardó silencio. Y ese silencio pesó. No hubo un mensaje colectivo ni una muestra clara de autorregulación. Viendo esto, la Alcaldía decidió actuar y terminó castigando a todos por el error de unos pocos.
Pero tengamos algo claro: una política que no diferencia entre responsabilidad y exceso pierde legitimidad.
El resultado fue una medida desproporcionada que afectó a miles de personas que usan la moto para trabajar, transportar mercancías o llegar a sus turnos nocturnos.
Este caso nos lleva otra vez a reflexionar sobre los retos que existen alrededor de la moto. El primero es la conflictividad vial. Hay una verdad difícil de refutar y es que las calles de Bogotá se convirtieron en un campo de desconfianza. El peatón teme al carro; el conductor se queja de la moto; el ciclista siente que nadie lo respeta. Y en medio de todos, la rabia circula más rápido que los vehículos. Todos creen que el otro es un peligro al volante.
Es cierto que hay motociclistas imprudentes y agresivos, pero también hay miles que madrugan, trabajan y se mueven con disciplina.
No obstante, el nivel de accidentalidad de las motos es increíble, siete de cada diez accidentes de tránsito involucran una moto. El reto es reducir la siniestralidad, bajar la velocidad y no aumentar la estigmatización. Una ciudad que estigmatiza, pero no educa, y una autoridad que castiga sin comprender, difícilmente logra cambiar comportamientos. Aquí los moteros deben poner de su parte, manejar bien debe ser su sello.
El segundo tema es de orden económico. Colombia es una potencia mundial en producción y venta de motos, estamos entre los diez países del mundo con el mercado más grande de motocicletas. En nuestro país se venden en promedio cada día 2.600 motos. Se producen miles de motos y se venden miles más, moviendo empleos, talleres, servicios y crédito.
Las motos son un negocio, sí, pero también una necesidad. Y llegaron para quedarse. Seguirán creciendo en los municipios rurales, en los pueblos pequeños y en las ciudades grandes. Cada cambio que se quiera hacer encontrará un gremio de conductores y de productores cada vez más fuerte y con mas injerencia en la esfera pública. Las motos pararán de crecer cuando un sistema de transporte masivo logre llevar a las personas más rápido que una moto, y eso todavía está a varios años de distancia.
En Bogotá, el doce por ciento de los viajes se hace en moto; algunos dirán que es poco, pero en los municipios rurales, la moto se encuentra entre los medios principales de transporte. Para muchos hogares, la moto no es un lujo, es la posibilidad de trabajar, estudiar o moverse en una ciudad cada vez más costosa y fragmentada.
Por eso, cualquier política sobre el tema debe entender las diferencias entre lo urbano y lo rural, entre la moto de trabajo y la moto de ocio, entre la necesidad y el exceso.
Una política que no distinga esos matices termina siendo injusta e ineficaz. Él último tema y tal vez el más importante tiene que ver con la gestión pública y la toma de decisiones alrededor de las motos. Cada vez que hay un problema, la respuesta cambia o simplemente se aplaza.
Si hay robos, se propone prohibir el parrillero; si hay congestión, se habla de pico y placa y si hay falta de recursos, se sugiere cobrarle peajes a las motos.
Las discusiones se vuelven eternas, y la ciudad sigue sin una política coherente que combine educación, regulación, infraestructura y corresponsabilidad.
Hay opiniones divergentes por todos lados pero pocas decisiones. Muchos creen saber que hay que hacer y pocos actúan, es la verdad. Las motos no desaparecerán: forman parte del presente y del futuro urbano. El verdadero desafío no es contenerlas, sino gobernarlas con inteligencia, planeación y propósito.
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