En octubre de 1925 se inauguró oficialmente la Plaza de Mercado de Las Cruces, uno de los proyectos más significativos del proceso de modernización urbana de Bogotá, durante el primer tercio del siglo XX. Hoy, al cumplirse su centenario, no solo conmemoramos el ícono que representa, sino la continuidad de una vida colectiva tejida entre oficios, alimentos, resistencias y una arquitectura que buscó dignificar el espacio popular, la cual, aun con evidentes dejos de abandono y desinterés, sigue vigente
Gánale la carrera a la desinformación NO TE QUEDES CON LAS GANAS DE LEER ESTE ARTÍCULO
¿Ya tienes una cuenta? Inicia sesión para continuar
En contexto: Una joya arquitectónica que renace: el Palacio de San Francisco reabre sus puertas
Transición: de la plaza central al mercado barrial
Desde mediados del siglo XIX Bogotá empezó a enfrentar la necesidad de organizar su sistema de abasto. El crecimiento urbano, la monetarización de la economía y la transformación de los modos de consumo empujaron al Concejo y al Gobierno Nacional a establecer plazas de mercado formales. Inicialmente, el comercio se concentraba en espacios abiertos como la actual Plaza de Bolívar o el Parque Santander, pero pronto surgió la idea de construir edificios cerrados, salubres y permanentes.
“Durante décadas, la discusión estuvo centrada en cómo construir una gran plaza central. Sin embargo, a principios del siglo XX, ese paradigma cambió: en lugar de una gran central, se impulsó una red de plazas barriales, que llevaran el mercado a los sectores populares. En ese contexto nace la Plaza de Las Cruces, en un barrio que tenía una dinámica comercial espontánea y una fuerte identidad comunitaria”, advierte Nem Zuhué Patiño, historiador e investigador.
Arquitectura al servicio popular: belleza, ornato y funcionalidad
Uno de los elementos más notables de la Plaza de Las Cruces es su arquitectura. Concebida como parte del proyecto de modernización de la ciudad, su diseño responde a una lógica estética que la emparenta con los grandes mercados de hierro y ladrillo, que proliferaron en Europa y América Latina durante el auge industrial del siglo XIX y comienzos del XX.
Su estructura está compuesta por grandes naves de techos altos, arcos de medio punto, columnas robustas y detalles ornamentales, que mezclan funcionalidad con dignidad arquitectónica. No es una bodega cualquiera: su diseño responde a una idea moderna del espacio público como lugar que debía ser, no solo útil sino bello, y representativo en donde el encuentro fuera la constante. Algo así como una catedral.
“En su diseño arquitectónico se pueden identificar claras influencias de la arquitectura europea, tanto del estilo Beaux-Arts como de ciertos rasgos del Art Nouveau, particularmente en la curvatura decorativa de los arcos, los motivos florales metálicos, los pavos que coronan las entradas, la relación entre estructura y ornamento, y la intención de incorporar belleza al diseño industrial. Este tipo de lenguaje visual buscaba dignificar, incluso, los espacios del comercio y el trabajo manual, apostando por una estética humanista y accesible, que mezclara arte y funcionalidad”, explica Diego Martín, arquitecto y conservador.
La plaza fue construida por una empresa estadounidense, lo cual refuerza su carácter cosmopolita. Se presume que la estructura metálica llegó, como casi todo en esa época, por vía fluvial, atravesando primero el Atlántico, desde el norte del continente; luego el ríó Magdalena, hasta llegar a la falda de los cerros orientales de Bogotá. Esta articulación entre lo local y lo global la convierte en testimonio vivo del encuentro entre la Bogotá popular y las aspiraciones modernas de una ciudad que quería entrar en el siglo XX con edificios públicos monumentales.
Así como las estaciones de tren, las bibliotecas o los teatros, los mercados eran considerados templos de lo cotidiano. Por eso, la Plaza de Las Cruces no solo se construyó como lugar de paso o intercambio, sino como un espacio cívico: un punto de encuentro y un símbolo barrial.
Lea además: Cobros justos: clamor de los vivanderos de las plazas de mercado de Bogotá
Más que un mercado
La belleza de la plaza no reside solo en sus formas. A lo largo de 100 años este espacio ha sido lugar de encuentros, oficios, saberes y memorias. Aquí no solo se venden alimentos: se cultivan relaciones, se resuelven conflictos, se transmiten saberes gastronómicos, se enseñan formas de economía popular.
Los vivanderos, las molenderas, los carniceros y los yerbateros, los recicladores, los cargadores y tantos otros trabajadores informales han mantenido viva la plaza cuando el abandono institucional amenazaba con apagarla. Estos oficios, heredados de generaciones anteriores, siguen sosteniendo la vida del barrio. En sus manos está también el mantenimiento diario del edificio, su limpieza, su reorganización espontánea, su adaptación constante a las nuevas necesidades.
“Yo estoy en esta plaza desde que nací. Mis papás y mis abuelos también trabajaron acá. Toda mi familia desciende de una tradición campesina y de plaza de mercado. Vinieron los abuelos, se quedaron y así pasó el tiempo. Ahora estamos los nietos y bisnietos. Este lugar es nuestra casa, acá nos criamos, crecimos e hicimos nuestras familias”, señala Jenny Vargas, mientras pesa unas yucas y unas papas quinchas, o papas rojas nativas.
Jenny y doña Gloria Vargas, su madre, coinciden en que las grandes superficies, los ‘fruver’ y la inseguridad son factores que han relegado a la plaza a ser un mercado secundario poco atractivo para locales y turistas. Ambas piden que no los olviden, para que la plaza vuelva a ser el ícono que fue hace unos años.
“Más que por nosotros los vendedores de la plaza, por el barrio y por la historia de este lugar. Estamos hablando de 100 años, que no son poca cosa”, señala Gloria mientras pica finamente una zanahoria en medio de una jornada de voluntariado que organizó el Instituto Distrital de Patrimonio Cultural (IDPC), que congregó a más de 150 personas con el objetivo de pintar, limpiar y recuperar parte de la fachada y de las casas del vecindario.
Declaración de patrimonio y descuido estatal
Si bien la plaza fue declarada patrimonio en los años 80, su mantenimiento ha sido parcial y muchas decisiones políticas han priorizado la centralización del abastecimiento —como Corabastos— en lugar de invertir en las infraestructuras barriales descentralizadas. Se pasó del modelo de ciudad hecha de barrios vivos y autónomos, a una visión de grandes centros, homogéneos y alejados del ritmo cotidiano de los sectores populares.
El resultado es un deterioro evidente: filtraciones, abandono de algunos puestos, pérdida de oficios tradicionales y una fachada por partes derruidas, que reclama una intervención urgente. Sin embargo, el edificio y sus dinámicas resisten.
Un siglo después
Conmemorar los 100 años de la Plaza de Mercado de Las Cruces va más allá de actos protocolarios o placas conmemorativas. Es imperante devolverle su valor funcional, social y simbólico, pues no se trata de un museo, ni un contenedor vacío esperando un “nuevo uso”. Es un edificio que ya cumple una función vital.
“En tiempos donde lo patrimonial muchas veces se convierte en una excusa para el turismo o la especulación inmobiliaria, es urgente recordar que esta plaza fue pensada para el pueblo y sigue teniendo ese arraigo popular. Conmemorar reside en el reconocimiento de la vida y obra de un montón de personas que dedicaron su tiempo y su esfuerzo, y construyeron parte de su riqueza, a partir del servicio a los demás.
No se trata de grandes comerciantes, estamos hablando de gente que aprendió de manera rudimentaria, algo muy valioso actualmente: a gestionar los precios de los alimentos, de economía, del funcionamiento de las ciudades y sus dinámicas barriales”, señala Patiño. “Este aniversario también nos llama a una reflexión: que las plazas de mercado funcionan hace décadas, y que si les estamos buscando otro uso distinto todo el tiempo, tal vez lo que podemos perder no es un edificio, sino una cultura que construimos a partir de este”, añade.
La Plaza de Mercado de Las Cruces es prueba de que el pasado no es incompatible con el presente. Es posible adaptar y revitalizar infraestructuras sin borrarlas. Es posible reconocer que en cada bulto de papas, en cada caldo servido a las 6 a.m., en cada columna de ladrillo hay una historia que se niega a lo que parece ser una constante: que a Bogotá aún le cuesta entender la manera de asimilar su pasado para poder hacerlo compatible con su presente.
Para conocer más noticias de la capital y Cundinamarca, visite la sección Bogotá de El Espectador.