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El incansable Daniel Debouck, el mejor “frijolero” del mundo que vive en Cali

Daniel Debouck, belga, es muy conocido entre quienes han estudiado los fríjoles. Llegó a Colombia en la década del 70 y, desde entonces, no ha parado de recolectar semillas. Cree que en ellas está el secreto para enfrentar los tiempos difíciles que se avecinan, cuando los cultivos sufran por los efectos del cambio climático. Aunque ya podría gozar de su retiro, en su agenda hay proyectos y más viajes para completar una colección que nos puede salvar de la hambruna.

Sergio Silva Numa

31 de agosto de 2025 - 10:18 a. m.
Daniel empezó a estudiar los fríjoles a finales de la década del 70 y, desde entonces, no dejó de investigar sobre ellos.
Foto: Alianza Biodiversity International - CIAT
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Larry Proctor es un nombre que será difícil de olvidar para quienes han estudiado uno de los alimentos más populares de nuestra historia: el fríjol. Cuando en la década del 90 plantó un puñado de semillas en su finca, en el condado de Montrose, en Colorado, Estados Unidos, y vio que, al cabo de un tiempo, prosperaban vainas con unos fríjoles de color amarillo pálido, pensó que era la puerta a un muy buen negocio. Fue a la oficina de patentes de su país y logró que le dieran el derecho exclusivo para explotar y comercializar esa variedad por 20 años. “Enola”, la llamó en homenaje a su esposa. En los documentos quedó con un número imposible de recordar: 5.894.079.

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Su idea no le hizo mucha gracia a Daniel Debouck, un científico belga que, por esos días, estaba en Cali y llevaba más de dos décadas estudiando fríjoles. Había recorrido muchos caminos y montañas y sospechaba que “Enola” no era más que un truco para engordar los bolsillos, a costa de poner en aprietos a agricultores mexicanos. Después de todo, Proctor había obtenido esas semillas en algún lugar de México, de donde las llevó a su casa en una bolsa entre su equipaje. Quería quedarse con el monopolio: demandó a las empresas mexicanas que lo exportaban a Estados Unidos y a otros agricultores de Colorado.

(Lea La expedición submarina al fondo del océano colombiano que tumbaron a último minuto)

“No se ha producido ningún tipo de reproducción ni mejora en este frijol, y la novedad es la primera característica para reclamar una invención bajo la ley de patentes estadounidense”, dijo Debouck, entonces, al The New York Times, cuando el caso empezaba a popularizarse en medios estadounidenses a principios de este siglo. Desde Cali había decidido ponerse al frente del asunto y dar la batalla por los agricultores. En el enorme banco de semillas que había consolidado el Centro Internacional de Agricultura Tropical (CIAT), en el municipio vecino de Palmira, Debouck tenía, por lo menos, 260 variedades de fríjoles amarillos muy similares al “Enola”. Lo que estaba pasando, a sus ojos, no podía ser otra cosa que un caso de expropiación.

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De manera que el CIAT, guiado por Debouck, pidió revisar la patente. Los tribunales fallaron en cinco oportunidades a su favor, luego de que los abogados de Larry Proctor insistieran en interponer recursos. La decisión final llegó el 10 de julio del 2009, cuando el Tribunal de Apelaciones de los Estados Unidos para el Circuito Federal le dio la razón a Debouck y al CIAT. Fue una victoria para “los agricultores latinoamericanos, los verdaderos dueños del frijol”, consignaron en un breve comunicado de prensa.

Debouck aún vive en Cali. Ya debería estar jubilado. Lo está, de hecho; pero sigue casi tan activo como cuando decidió poner su conocimiento a favor de los mexicanos. Esta semana recorrió con afán las instalaciones del CIAT nuevamente (hoy Alianza Biodiversiy International - CIAT), donde es investigador emérito.

Hoy Daniel Debouck es investigador emérito del CIAT.
Foto: Cortesía Adriana Varón / Alianza Biodiversity International - CIAT

Cargaba su habitual sombrilla bajo el brazo y el pequeño maletín negro de siempre. En Semillas del Futuro, el imponente edificio que él ayudó a diseñar y que se roba las miradas de cualquier visitante, pusieron hace unos meses una placa en honor a él y a Joe Tohme, director hasta diciembre de 2024. “Los pioneros”, escribieron. “Por su visión y contribución a la conservación y al uso de la agrobiodiversidad, en beneficio de la seguridad alimentaria de la humanidad presente y futura”. Allí está una de las colecciones más grandes de frijol, yuca y forrajes tropicales que Debouck ayudó a conformar: hay 67.000 materiales.

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En el último correo que me envió, hace un par de días, me cuenta que está preparando una nueva expedición a Trans-Pecos, en Texas (EE.UU.), una región cuyo paisaje recuerda a las películas del viejo oeste americanas. Será en unas semanas y espera encontrar fríjoles silvestres que sean resistentes al calor y a la sequía, pues los próximos años no pintan nada fáciles: con el cambio climático, la agricultura va a estar en serios problemas. Y él quiere ayudar a evitarlo.

¿A quién se le ocurre estudiar fríjoles?

Foto de Daniel Debouck, que llegó a Colombia en 1977, tomada en 2009 en el banco de semillas.
Foto: Neil Palmer / Alianza Biodiversiy Internacional - CIAT

Quienes se obsesionan con las plantas no están libres de peligro. Los buscadores de orquídeas han sido el mejor ejemplo: William Arnold, escribía Susan Orlean, en el Ladrón de Orquídeas, murió ahogado en una expedición en el río Orinoco en siglo XIX. A otro buscador se lo comió un tigre en Filipinas. Un coleccionista se despeñó en Sierra Leona y unos cuantos más murieron asesinados o desaparecieron.

No es que Daniel Debouck —hijo de un arquitecto y una ama de casa y el único hombre entre tres hermanos— haya tenido que sortear tigres ni se haya visto con el agua al cuello, pero uno que otro contratiempo sí ha enfrentado por recolectar fríjoles. En 1987 estaba por Cusco, Perú, buscando fríjoles silvestres, y, mientras lo hacía, las tropas del gobierno intercambiaban disparos con integrantes del grupo insurgente Sendero Luminoso. Esa vez colectó el G40725, que tenía una particularidad: crecía a los 2.940 metros sobre el nivel del mar. Si algo saben quienes han sembrado estas leguminosas es que no les gusta el clima frío. Tampoco soportan las heladas. Por eso los especialistas las ubican en el grupo de las “termófilas”.

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Otra vez, en los años 80, recuerda Joe Tohme, uno de sus buenos amigos y con quien ideó ese edificio del CIAT, Debouck estaba dispuesto a lanzarse a nadar en un río con corriente para atravesarlo porque sospechaba que a la otra orilla podía encontrar una sorpresa. Por fortuna, apareció un poblador quechua que accedió a darles una mano para trasladarlos en una balsa rústica. De la emoción, cuenta Tohme, Debouck olvidó la molestia que tenía en sus riñones el resto de la travesía.

Daniel Debouck en Perú, a finales de la década del 80.
Foto: Cortesía Joe Tohme / Alianza Biodiversity International - CIAT

Esas recolectas que ha hecho desde norte hasta sur de América, junto con sus investigaciones y su insistencia para salvaguardar las semillas en un banco, le han valido un calificativo con el que no se siente muy a gusto: “el mejor frijolero del mundo”. Es mejor que lo recuerden, le dijo alguna vez al periodista Michael Major, como un “tipo que algo sabía sobre la diversidad de fríjoles”. De lo que sí se siente orgulloso, dice mientras comemos un par de pandebonos en Cali, es de haber colaborado con una buena cantidad de colegas.

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Ellos son un poco más generosos. “Es un extraterrestre. Es un referente en fríjoles. No entiendo cómo puede recordar detalles de hace 30 o 40 años”, dice Luis Guillermo Santos, coordinador de Conservación y Viabilidad de Semillas del Programa de Recursos Genéticos del CIAT.

“Es una eminencia si uno habla de fríjoles y de recursos genéticos”, señala Catalina González Almario, jefe del departamento de biodiversidad de Agrosavia, la entidad que hace las veces de “brazo” científico del Minagricultura. “Ha aportado como pocos en conservar la biodiversidad en bancos de germoplasma”, como le llaman a esos espacios para conservar la diversidad de cultivos del mundo. Algunas de las que ha colectado Debouck están a -18° Celsius.

Edificio Semillas del Futuro, en el CIAT, que ayudó a idear Daniel Debouck y Joe Tohme.
Foto: Sergio Silva Numa

Cuando en 2019 le preguntaron a Steve Beebe, otro de sus colegas, cómo lo definía para hacerle un video para su jubilación, dijo que “un vestigio del siglo XIX”. No es un chiste, añadió. “El siglo XIX fue caracterizado por botánicos que se sacrificaron por recorrer el mundo y entender lo que hoy llamamos biodiversidad”.

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Para Beeve, apodado el “mejorador de la tierra” por haber “mejorado” unas 40 variedades del grano de fríjol, Debouck es “una clase de científico en vía de extinción; no conocemos otro como Daniel”.

Como Beeve, Debouck había llegado a Colombia en 1977, tras formarse como agrónomo en Bélgica. Luego de pasar su infancia en Bruselas, en una casa con huerta familiar donde solía estar parte de su tiempo, obtuvo una tesis meritoria en su pregrado en Agronomía y a un profesor le pareció buena idea proponerle un proyecto para mejorar la calidad proteica del fríjol. Había que ir hasta un rincón llamado Palmira, en el Valle del Cauca. Él aceptó, pero se llevó una sorpresa cuando llegó ahí, al CIAT: “no encontré los materiales para cumplir la tarea”.

No le quedó más remedio que viajar a México a buscar los antepasados silvestres del fríjol. Recuerda que fue a unos caseríos muy retirados de la Sierra Madre, una cadena montañosa en el noroeste, muy cerca de Estados Unidos. Además de encontrar unos fríjoles cuyas características no cuadraban en los que él conocía, se asombró con otra particularidad: los adultos estaban dejando sus hogares para ir en busca de trabajo. Repite que, desde entonces, tuvo claro que si iba a hacer algo útil su vida, sería ayudar a responder solo dos preguntas: ¿qué tenemos —en términos de biodiversidad—? Y, ¿qué podemos hacer para conservarla?

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Daniel Debouck ha sido pionero en impulsar la conservación de semillas, esencial para enfrentar los desafíos de la agricultura.
Foto: Alianza Biodiversity International - CIAT

Dicho de otro modo, Daniel Debouck estaba dispuesto a caminar tanto como fuera posible para conocer mejor algunos de los alimentos más populares y a esforzarse para guardar copias en un lugar seguro. Era un fiel reflejo de lo que sucedía en el mundo en ese momento: a principios de los años 70, la Unión Soviética había tenido unas pésimas cosechas; el fenómeno de El Niño había mermado la producción agrícola en Asia y parte de Suramérica, y, como si fuera poco, en 1973 había ocurrido un episodio que los profesores siempre recuerdan en las clases de historia económica: la “crisis del petróleo”.

Entonces, los precios de los insumos y de alimentos básicos se dispararon y pusieron nerviosos a quienes hacían parte del mundo agrícola. El caos condujo a que, por primera vez, en una histórica conferencia de la FAO —donde Debouck trabajó—, se proclamara el derecho a no padecer hambre, se definiera la seguridad alimentaria y se hablara de un banco mundial de alimentos.

Daniel Debouck en una de sus salidas de campo. La última que hizo fue en octubre del 2024.
Foto: Alianza Biodiversity International - CIAT

Hoy Debouck, Ph.D. en Ciencias Vegetales por la Universidad Agronómica de Gembloux, Bélgica, ha descrito, junto con otros colegas, 16 nuevas especies de fríjol (en total hay 81), aunque dice que aún hay tres a las que no les ha podido poner nombre. Por eso cree que el inventario no ha terminado y, con 73 años, quiere ayudar completarlo.

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No ha sido una tarea individual, suele resaltar. Cuando recibió en 2017 la Orden de Leopoldo, el máximo reconocimiento que otorga el Reino de Bélgica, por sus 40 años de labor científica, una de las frases que pronunció hacía alusión a sus compañeros: “Este reconocimiento también se otorga a un equipo: lo que hemos logrado para conservar parte del patrimonio de los países no es obra de una sola persona”.

Daniel Debouck cuando recibió la Orden Leopoldo del Reino de Bélgica.
Foto: Alianza Biodiversity International - CIAT

El futuro, en entredicho

Su último viaje para armar ese rompecabezas fue en octubre de 2024 al sur de los estados de Nuevo México y Arizona, en Estados Unidos. Allí, por las montañas de Chiricahuas, encontró una variante rara que ya había detectado tiempo atrás al desempolvar las muestras de los herbarios, pero aún no sabe bien dónde ubicar en el mundo de los fríjoles.

Después de todo, la historia del fríjol es un poquito más extensa de lo que cualquier comensal puede imaginar: se cree que empezó hace unos 8 millones de años, posiblemente, en México, desde donde inició un “viaje” hacia Centroamérica y Suramérica. Como ha escrito Debouck en algunos de sus artículos y ha explicado en sus conferencias, la domesticación pudo haber comenzado hace unos 8 mil años en México y en Argentina. Quien haya tomado un puñado de semillas para sembrarlas dio inicio a uno de los cultivos más populares y una de las principales fuentes de proteína, antes de la llegada de Colón.

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Foto: Tomada en Semillas del Futuro - CIAT

La que prevaleció fue una especie llamada Phaseolus vulgaris, que usualmente encontramos en nuestros platos. Carl Linneo, el papá de la taxonomía, le puso el nombre en 1753. El género al que pertenece (Phaseolus) es, de hecho, el que Debouck ha estudiado en profundidad.

A veces, como recuerda Ericson Aranzales, Coordinador Laboratorio de Conservación in vitro del Programa de Recursos Genéticos del CIAT, ha tenido tragos amargos siguiendo el rastro de especies de Phaseolus. Como aquella vez, cuando Debouck volvió a Costa Rica a un punto donde recolectó una de ese género que les costó mucho trabajo reproducir (a partir de solo cuatro semillas) y, en vez de un bosque, encontró un centro comercial.

Es una anécdota más que representa lo que Debouck repite como mantra: “El futuro está en entredicho porque hemos perdido la variedad genética. Estamos perdiendo el material silvestre por distintos usos de la tierra y porque no estamos cultivando variedades tradicionales”. Así como algunas especies pueden haberse tomado un millón de años o más para evolucionar, resaltó cuando recibió la Medalla Frank N. Meyer de la Sociedad Americana de Ciencias de los Cultivos, otras podrían desaparecer en una sola generación o menos.

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Foto reciente de Daniel Debouck.
Foto: Alianza Biodiversity International - CIAT

Es decir, el fríjol, poroto, alubia, judía, frixol, nuña, habichuela, vainita, caraota o feijao, como los llaman en otros lugares, es mucho más diverso que la bolsa de pepitas rojas que encontramos en los supermercados. En el “banco de semillas del CIAT” hay 37.938 muestras provenientes de 110 países. En ocasiones, les ha servido para descubrir rasgos que pueden mejorar el grano para que sea fuerte ante plagas o cambios climáticos. En otras, para enviarlas a agricultores que las necesitan o a la Bóveda Global de Semillas de Svalbard, en Noruega, el depósito de semillas más grande del planeta.

En otras más, les ha sido útil para recordar que el fríjol es una herencia precolombina, especialmente cuando algún comerciante quiera pasarse de vivo e intente hacerse con una patente solo porque el color de una semilla amarilla no le cuadra con lo que solía ver en su plato de comida.

Daniel Debouck en la Bóveda Global de Semillas de Svalbard, en Noruega, el depósito de semillas más grande del planeta.
Foto: Neil Palmer / Alianza Biodiversity International - CIAT

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Por Sergio Silva Numa

Editor de las secciones de ciencia, salud y ambiente de El Espectador. Hizo una maestría en Estudios Latinoamericanos. También tiene una maestría en Salud Pública de la Universidad de los Andes. Fue ganador del Premio de periodismo Simón Bolívar.@SergioSilva03ssilva@elespectador.com
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