Es una tarde calurosa de noviembre de 2024. Los hermanos Andrés y Rubén Vanegas descansan en un par de sillas frente a su casa, bajo un pequeño techo que los protege del sol de más 30 grados en La Victoria (Huila). A pocos pasos se alza el pórtico de su museo: una gran construcción que levantaron con sus propias manos. Hoy es el hogar de cientos de fósiles que los hermanos han colectado desde que eran niños correteando detrás de los científicos que llegaban a La Tatacoa. Ahora se ponen batas blancas, hablan en términos técnicos que a veces pocos terminamos de entender, y desde el único laboratorio de preparación de fósiles de la región —que también es suyo—, cuentan su historia y la del “desierto” que los formó, entre capas de tierra, huesos de millones de años y algo de hambre y desesperanza.
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Nada los emociona tanto como eso que parece una simple piedra, pero no lo es: el caparazón de una tortuga prehistórica, los restos fosilizados de un perezoso gigante o los dientes perdidos de un cocodrilo que habitó estas tierras hace millones de años. Llevan en la mirada una especie de radar. Caminan por el “desierto” con la vista clavada en el suelo y, casi sin esfuerzo, distinguen lo que es un fósil de lo que no lo es. Nada les entrecierra más los ojos ni acentúa tanto sus palabras como cuando hablan de la historia geológica de la región o de los artículos que ya firman en revistas científicas prestigiosas como Nature, junto a científicos colombianos y extranjeros de talla mundial. Nada les quiebra más la voz que cuando recuerdan a su abuelo, ya fallecido. Nada… excepto Diego Urueña.
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De contextura delgada y atlética, de rostro alargado y expresión amable, Diego Urueña representa quizá uno de los sueños más grandes que aún tienen los Vanegas: “Diego se va a convertir, algún día, en nuestro primer geólogo profesional. El primero de esta región”. Su pupilo lleva dos años preparándose en la Universidad EAFIT, en Medellín, para convertirse en el primer científico local de esta región que ha ayudado a muchos investigadores a comprender el pasado de lo que antes era Colombia.
Construyendo lo propio
La Tatacoa es, como alguna vez nos dijo el geólogo y paleontólogo Javier Luque, un gran “tapete de fósiles sin descubrir”. Los científicos lo saben desde finales de la década de 1960, cuando investigadores de distintas partes del mundo comenzaron a llegar atraídos por las pistas del Mioceno Medio, un periodo que abarca entre 14 y 10 millones de años atrás. En aquella época, La Tatacoa no era el ecosistema seco y árido que vemos hoy, sino un bosque húmedo, muy parecido al Amazonas actual, donde convivía una gran diversidad de especies, como la llamada “ave del terror”, descubierta recientemente en estas tierras.
Durante décadas, los primeros y únicos exploradores de La Tatacoa no hablaban en español. Expediciones científicas provenientes de Estados Unidos, Europa y Japón fueron las primeras en llegar en busca de fósiles. Pagaban a los nativos para no perderse en el desierto, por algo de agua, y empacaban los hallazgos rumbo al extranjero. “La gente de este territorio tiene la idea de que las instituciones se llevan los fósiles para venderlos”, anota Andrés Vanegas. No faltan en su memoria aquellas promesas de ‘me llevo los fósiles para estudiarlos y luego los devuelvo’, que nunca regresaron convertidas en realidad.
“Había un vacío muy grande entre la comunidad local y la comunidad científica. Con mucho esfuerzo, hemos logrado que los investigadores cambien el chip, que entiendan que no se trata solo del estudio que van a leer unos pocos, sino de dejar algo en la comunidad”, dice.
Lo han hecho a través de clubes juveniles, de la reconstrucción de la historia de la región y programas como el de vigía del patrimonio cultural, que buscan hacer apropiación y memoria. “Yo encontré entonces a Diego cuando era un niño. El colegio era el único lugar en donde había internet y yo iba a enviar un correo. Diego estaba ahí, esperando con un celular a que le dieran turno para entrar a una sala de videojuegos. Le monté conversación y le conté lo que hacía y a Diego le pareció interesante. Le pregunté que cuando iba a ir a buscar fósiles con nosotros, y él me dijo que cuando lo invitara. Un día lo hice”.
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A Diego siempre le gustaron mucho los carros. “Yo quería ser conductor de carros grandes, como tractores”. Su padre es jornalero y su madre, una ama de casa que, con el paso de los años, logró terminar su bachillerato y hacer una carrera técnica. Fue la primera de la familia en hacerlo. Todos vivieron tierra adentro, en pleno desierto, hasta que Diego tenía unos cuatro años; entonces se mudaron a un caserío llamado Kilómetro 12 y, finalmente, a La Victoria, donde él conoció a los hermanos Vanegas.
“La verdad, yo no tenía muchas expectativas de seguir en el mundo académico”, dice Diego. “Pero en las primeras salidas a campo con ellos fue como… ¡wow!”.
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Recorrió la tierra en busca de fósiles, acompañado por paleontólogos como Edwin Cadena, Javier Luque, Carlos Jaramillo, hoy en el Smithsonian Tropical Research Institute. “Ellos hablaban con palabras muy raras: estratigrafía, cuencas, fallas, pliegues, cuarzo, blendas… Yo pensaba, ‘¿qué es eso?’. Cuando llegaba de campo, me ponía a buscar en internet para entender. Poco a poco empecé a aprender cositas, y eso me motivó mucho más”.
El primer fósil de Diego lo encontró cuando tenía 13 o 15 años en Morrongo, una zona en el norte de La Tatacoa. “Uno aquí siempre suele encontrar fósiles de tortuga. Pero el primero, valioso para mí, que yo dije como “Wow, encontré algo diferente y chévere”, fue una plaquita de raya”. Estas placas, que están en la espalda del animal, se ven como una semilla pequeña y aplastada cuando se fosilizan, como si el tiempo las hubiera comprimido suavemente. “Me llamaban loco recoge piedras. Cuando empecé a salir de campo, mis papás no entendían, me preguntaban que yo qué hacía recogiendo esos huesos de vaca”.
Los carros quedaron atrás, poco a poco. Aprendió construcción, carpintería metálica y perfeccionó la soldadura. Con sus manos ayudó a levantar el museo de los Vanegas.
“Andrés fue una persona fundamental en mi proceso de aprendizaje. No solo en lo académico, también en lo personal”. Vanegas no solo le enseñaba: lo obligaba a pensar. ¿Usted qué piensa de esto?, ¿Qué cree de aquello? “Y cuando yo le decía que nada, él me respondía: ‘¿Cómo así? No es posible que alguien no piense nada sobre algo’. La gente del pueblo comenzó a decir que era un hijo adoptivo de esa familia. Compartía sus días con ellos: salía a recorrer el desierto en busca de fósiles, comía en su casa, dormía allí, atendía a estudiantes y curiosos que se acercaban, y repetía la travesía una y otra vez. “Cuando me gradué del colegio, tenía claro que quería seguir estudiando”. Pero no había dónde.
Enviaron correos, buscaron contactos, hablaron con los científicos que conocían y con quienes habían recorrido una y otra vez los caminos de La Tatacoa. Pero ninguno tenía una respuesta fácil. Hasta que apareció Roberto Vargas, geólogo y profesor en la Universidad Surcolombiana (Neiva) en el programa de Ingeniería de Petróleos. Vargas no podía ofrecerle una carrera universitaria a Diego, pero le abrió las puertas de su clase. Así que se levantaba a las cuatro de la mañana, tomaba la primera camioneta rumbo a Neiva, asistía a la clase de geología a las seis en punto, y regresaba al desierto entrada la noche. Todo lo costeaba con el dinero que ganaba como constructor.
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Así continuó así hasta 2023, cuando el azar comenzó, por fin, a sonreírle. Por esos días, los hermanos Vanegas y su pupilo lideraban el Desafío Paleontológico de La Tatacoa, una experiencia pensada para ofrecerle al público la posibilidad de vivir, por un día, como paleontólogo. La actividad se llevó a cabo entre septiembre y octubre. Ya tenían todo listo. Un día antes de la llegada de los visitantes, durante una de tantas salidas al campo, Diego caminaba por el desierto cuando algo inusual en el suelo llamó su atención. Se agachó y lo recogió: era un cráneo completo de roedor. “Ese día me gané la lotería. Ya estaba feliz… y aún no sabía lo que vendría”. Al siguiente día, recibieron a los visitantes. “Yo siempre le digo a los chinos que cuando hay gente así, que se rieguen a hablar, que queden con contactos, porque uno nunca sabe”, dice Vanegas.
“Ese día me gané la lotería. Ya estaba feliz… y aún no sabía lo que vendría”.
Diego Urueña
Durante el almuerzo, Diego siguió ese consejo. Se sentó en una mesa en la que había una silla sin ocupar. Y, en medio de las conversaciones que surgen entre extraños que pasan el rato, una mujer le preguntó qué quería hacer con su vida. A Diego le gusta llamarla un ángel que se le apareció, “esas personas que uno no comprende cómo hacen lo que hacen”.
Un camino dictado
La mujer le prometió que lo iba a ayudar a seguir estudiando. Le dio un número, le dijo que era el de su yerno y le pidió que lo llamara después. “Resultó que era una familia que tenía personas que trabajaban en la EAFIT”, recuerda Diego. Con una fuerte apuesta por la investigación, entre la oferta académica de la Universidad EAFIT está la geología.
Cuando Diego llamó, días después, le contestó un hombre que le envió un enlace y le pidió que se inscribiera. “No le miento. Yo utilicé todos los computadores de La Victoria y ninguno me funcionó. No me abrió en ninguno. Lo llamé y le dije con mucha pena que eso no nos había servido. Él, muy amable, lo hizo por mí y me dijo que esperáramos”. Nada cambió en la vida de Diego, que seguía al lado de los hermanos Vanegas: ayudaba a preparar el museo, trabajaba como constructor, como guía, como aprendiz, como académico. (Puede ver: ¿Puede su gato reconocerlo por su olor?)
En una ocasión, en un viaje de regreso de Neiva, su celular sonó. Era una llamada desde la Universidad EAFIT: querían entrevistarlo. Le preguntaron por sus intereses, hablaron de su papel en el museo de los Vanegas, de lo que quería hacer después de estudiar geología. Ya, para entonces, Diego contaba con algo que pocos pueden presumir: unas 12 o 13 cartas de recomendación firmadas por algunos de los expertos colombianos en este campo. Había firmas que llegaron desde Michigan, Friburgo, Zúrich, de centros de investigación nacionales e internacionales.
A los pocos días, la universidad le envió un correo: lo becaban con el 50% de la matrícula. “Ese día fue espectacular, fue el mejor regalo de cumpleaños, pero también un susto, porque era el 50 %. Solo en ese momento me metí a googlear, y ¿cuánto vale un semestre de geología en EAFIT? Nada más y nada menos que unos 14 millones de pesos. Para que mi papá me pueda pagar un semestre, tiene que trabajar un año y medio sin gastarse un solo peso. Nada, ni siquiera tomar una bolsa de agua”, recuerda.
Fue entonces cuando apareció de nuevo la mujer de aquella salida en La Tatacoa. “Me dijo que ella me pagaba el resto de la matrícula y me daba para sostenerme en Medellín. Son de esos ángeles únicos en el planeta que uno dice ‘cómo una persona puede hacer esto a un desconocido, sin saber si yo voy a responder, si no va a responder’”.
El 18 de enero viajó a Medellín. Diego ya había estado en la ciudad, porque el museo de los hermanos Vanegas se hizo asesorado por el Parque Explora, pero, recuerda ahora, “en ese momento fue como soltar un animalito en la selva”. Llegó a la terminal de transporte, desde donde tenía que llegar a la casa de la mujer, que lo iba a recibir. No había nadie, solo una empleada que tenía la orden de entregarle las llaves de la casa. “Yo no entendía cómo era posible que me dieran las llaves de una casa donde vivían con sus hijas, a un desconocido”.
La familia organizó un grupo de chat que llamaron “Diego en Medellín” donde lo incluyeron y donde nada de lo que necesitaba, pasaba sin una respuesta rápida y certera. “Todos ellos son una gente espectacular. Con un carisma y una humanidad increíble”.
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Comenzó a estudiar Geología en EAFIT. Perdió cálculo, pero brilló en esas materias que hablaban el mismo lenguaje que su camino: paleontología, geología estructural, estratigrafía, aquellas palabras que en algún momento le sonaron raras. “Los compañeros aprovecharon que estudiaron en colegios para, incluso, homologarlo después. Yo también aprovecho mi camino”, dice. Muchos le dicen que, cuando termine de estudiar, acabará tentado por el petróleo. Pero él lo tiene claro. “El día que me subí en el bus a Medellín, ya sabía que quería estudiar geología. Podré investigar otras cosas, sí, pero mi camino está definido. Tenemos el privilegio de vivir sobre una litosfera que podemos estudiar. Es una cosa increíble y alucinante, pero la tratamos como si fuera normal”.
Le interesa la paleoclimatología: entender los antiguos climas del planeta a través de herramientas como la geoquímica. Ya piensa en maestrías, en doctorados, y en regresar a La Victoria, donde sueña con formar a las nuevas generaciones. Allá lo esperan los hermanos Vanegas, que hablan de su pupilo con orgullo y afecto, como quien ve cómo se profesionaliza esa pasión que ellos han querido sembrar en cada rincón de La Tatacoa para que, en el futuro, los fósiles no vuelvan a salir de allí sin una ruta clara de regreso.
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