Los días previos al anuncio del Premio Nobel de Física siempre hay apuestas sobre la mesa. Los físicos de diferentes áreas barajan posibilidades y en redes sociales juegan sus cartas. Quienes han apostado a favor de la física cuántica han sacado pecho varias veces en los últimos años. En 2022, la Real Academia Sueca de Ciencias se lo dio a tres científicos que hicieron experimentos (sobre entrelazamiento cuántico) que deslumbraron a sus colegas. Este martes 7 de octubre también volvieron a celebrar. El Nobel fue para otros tres investigadores que han puesto a soñar a varias empresas con tener computadoras cuánticas.
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Anthony Leggett, físico de la Universidad de Illinois en Urbana-Champaign y Nobel de Física en 2003, fue uno de los que celebró la decisión de ayer. “Estoy muy satisfecho”, le dijo al diario The New York Times. “Esperaba que pudieran ganar un Nobel o algo sustancial por ese trabajo”.
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El trabajo al que se refiere fue hecho por el británico John Clarke, profesor en la U. de California (EE. UU.); el francés Michel H. Devoret, de las universidades de Yale y California, y el estadounidense John M. Martinis, también profesor en la U. de California.
Para decirlo en una frase muy resumida, lo que lograron con unos experimentos que llevaron a cabo en la década del 80 fue, como dijo Göran Johansson, miembro del comité que otorgó el premio, llevar la mecánica cuántica a un chip que podemos sostener en la palma de la mano. Eso es sorprendente por una razón: la mecánica cuántica, desde que fue propuesta hace 100 años, se ha encargado de estudiar el comportamiento de la materia en dimensiones muy, muy pequeñas, imperceptibles para cualquier ojo humano. Su escala es la de los átomos, los electrones o los núcleos atómicos.
“La novedad de estos tres investigadores es haber estudiado fenómenos cuánticos a una escala mayor: a una escala macroscópica”, explica Luis Quiroga Puello, profesor emérito de la Universidad de los Andes y PhD en física de sólidos de la U. Pierre et Marie Curie. Con “escala macroscópica” no se refiere a objetos que podamos ver a simple vista, sino a un mundo de micras o milímetros. También haría falta un microscopio para observar mejor lo que sucede en ese “mundo”.
Lo hicieron estudiando unos circuitos eléctricos, construidos con unos materiales nada parecidos a los cables que usamos en el computador. Emplearon unos elementos superconductores que no se calientan. Dicho en términos un poco más técnicos, “tienen resistencia eléctrica cero”. Para que eso suceda se deben enfriar a unas temperaturas muy bajas, añade Juan Diego Soler, doctor en astrofísica y astronomía por la U. de Toronto (Canadá). Absolutamente nada de lo que cualquiera de nosotros imagine como “frío” en su cabeza se asemeja a esas temperaturas. Ni siquiera un refrigerador o vivir en el país con el peor invierno. Harían falta, dice Soler, unos -270 °C.
“Al llevarlo a bajas temperaturas encontraron, entonces, que esas corrientes eléctricas pueden mostrar características típicamente cuánticas, que solo se habían observado en átomos aislados”, añade Quiroga.
Es decir, que mientras en las décadas anteriores al trabajo de los galardonados, hechos en 1984 y 1985, se hacían experimentos de mecánica cuántica con un electrón, un átomo o un fotón, Clarke, Devoret y Martinis pasaron a una escala “gigante” de billones de partículas.
“Lo que demuestran es que esos efectos de la mecánica cuántica sí se pueden observar a escalas muchísimo más grandes”, reitera Nicolás Quesada, físico de la Universidad de Antioquia y PhD en física de la Universidad de Toronto.
Y ese chip de materiales superconductores, que es la pieza fundamental de la arquitectura de los computadores cuánticos que hoy está desarrollando Google, IBM y Amazon, está basado, entre otras cosas, en un concepto que tiene enredado a medio mundo que ayer leyó la noticia de los Nobel: el “tunelamiento cuántico” o el efecto de túnel cuántico.
El sueño de computadores cuánticos
Quesada hoy es profesor de óptica e información cuántica de la Escuela Politécnica de Montreal, en Canadá, y fue uno de los investigadores que formó parte del grupo que hace unos años ayudó a construir una computadora cuántica de la empresa Xanadu. En 2022 se popularizó, tras un anuncio que le dio la vuelta al mundo: logró resolver en una fracción de tiempo un problema que una computadora normal le tardaría miles de años.
Desde su oficina, en Canadá, tiene una buena analogía para explicar el enredo del “tunelamiento cuántico”. Hay que imaginar, dice, esas pistas de montañas de bicicrós en las que suele practicar Mariana Pajón. Si un deportista no pedalea lo suficiente se quedará atrapado entre dos montículos. Incluso, si se “elimina” la fricción, puede quedarse oscilando en esa curvatura.
Pero en la mecánica cuántica siempre hay una posibilidad más: que lleguen al otro lado, atravesando una de las montañas de tierra. Eso, precisamente, explica Quesada, es lo que “llamamos ‘tunelamiento’. Es un proceso bien establecido para una o dos partículas, pero lo que hicieron Clarke, Devoret y Martinis —los Nobel— fue lograrlo con muchísimas más, en un ambiente supercontrolado sin ‘ruido’ u otras partículas merodeando”.
Volviendo a la analogía ciclística, es como si antes solo Mariana Pajón pudiera atravesar esas montañas, y ahora lo pudiera hacer toda la población de China.
Esos hallazgos han sido la pieza clave de los circuitos superconductores, sobre los que se basan algunos de los computadores cuánticos más populares, como el de IBM, que tienen soñando a muchos con la posibilidad de dar un enorme salto en la capacidad de cálculo. También requieren ser enfriados a temperaturas bajísimas.
Hay otras aplicaciones un poco más cercanas que se basan en los hallazgos de los nuevos premios Nobel. Soler tiene varias en su memoria. Una de ellas es poder medir señales de radiofrecuencia muy leves, como las que se generan en nuestro cerebro.
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