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Calima y San Juan, sin derecho al voto

Miguel Estupiñán / @HaciaElUmbral
24 de mayo de 2022 - 08:00 p. m.

La guerra es también la violación del derecho a votar. En todo el Pacífico colombiano, donde las organizaciones étnicos-territoriales denuncian hace años que no hay garantías para el ejercicio soberano de la consulta previa, el dominio de diversos grupos armados imposibilitará, además, que miles de ciudadanos puedan elegir al próximo presidente de la República.

Este columnista viajó muy recientemente a la frontera entre los departamentos del Valle del Cauca y Chocó y pudo comprobar en terreno que la militarización de diversas zonas rurales junto a los ríos Calima y San Juan no es garantía de seguridad para comunidades confinadas que se han ido despoblando progresivamente. De gota en gota, los desplazados ya conforman ríos humanos.

Otra cosa asegura el comandante local de la Armada, para quien, supuestamente, la situación de orden público está bajo control. Pero, mientras tanto, en ciertos puertos veredales, algunos infantes de marina conviven con paramilitares de las Agc, a plena luz del día. Las pruebas ya circulan en instancias internacionales, en busca de una solución.

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Sobre antiguos grafitis del Eln, se ven tachones que aluden a las autodefensas que el gobierno denomina Clan del Golfo. Un nombre con el que, acaso, se pretende desligar a dicho grupo de alianzas ilegales que cada tanto se hacen evidentes selva adentro o en estrados judiciales.

Amanecerá y veremos. En ciertos rincones del Pacífico medio, hombres de la fuerza pública reposan tranquilos, resguardándose del sol, bajo techos de casas deshabitadas cada vez en mayor número. No temen a los francotiradores. Cada tanto se quitan los cascos con parsimonia, para mayor comodidad.

Cuando las misiones humanitarias terminan sus visitas, también los uniformados dejan el área y esta queda a merced de las Agc, que prestan vigilancia en corredores estratégicos, no solamente para el negocio de la cocaína. Territorios que también codician los poderes económicos de cara a la explotación maderera, a la minería y a grandes obras de infraestructura anunciadas hace años, entre ellas la ampliación del complejo portuario distrital, por el que entran y salen mercancías con plena libertad.

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Las organizaciones étnico-territoriales de esta parte del país han hecho público su reclamo: hay libertad de mercado para las grandes empresas, pero no libertad de movimiento ni garantías de vida digna para los pueblos étnicos. Desplazadas de su querencia, cientos y cientos de familias indígenas y afro terminan en coliseos y en pequeñas casas de barrio, donde, de ningún modo, ven aliviada su situación. Por el contrario, al confinamiento del que huyen se suma el confinamiento que se les impone en la ciudad puerto. El Estado no les brinda garantías de seguridad, ni siquiera en el casco urbano de Buenaventura. Pasan hambre. Por tanto, se viola también su derecho a la seguridad alimentaria.

Mientras olvidan la lengua de su gente, los niños crecen como testigos de toda clase de terrores: balaceras en las noches, muertos en la calle, líneas de sangre sobre el asfalto, piedras sobre los techos de albergues improvisados en comunas donde sus familias son vigiladas y estigmatizadas por venir de los ríos que las Agc le disputan a la guerrilla del Eln.

Arrancado de lo suyo, el desplazado no encuentra descanso, sino nuevos señalamientos en la ciudad. Y en torno a sus sitios de concentración circulan nuevos actores armados, interesados, también, en reclutar a las niñas, a los niños y a los adolescentes. Hay sed de nuevos cuerpos en las filas de uno u otro bando. No solo la muerte mira desde la espesura. La historia de nunca acabar se sigue escribiendo. Según la creencia wounaan, ciertos espíritus malignos han sido desatados. Ya se habla de nuevos intentos de suicidio por parte de jóvenes indígenas. Arimbato, el camino del árbol. Así llamaban al fenómeno en una época, por su relación con el ámbito sobrenatural.

Algo muy concreto, de regreso a la coyuntura electoral: ciertas mesas de votación no fueron trasladadas, por lo tanto, no hay forma de garantizarles el voto a los refugiados. Quienes se quedaron en sus caseríos, cada vez más solos y más aislados, miran desde las sombras con nervios alterados y ojos vigilantes. Evitan exponerse durante el avance paramilitar. ¿Cómo acudirán a la cita democrática en regiones donde no hay gobierno del pueblo, sino dominio criminal?

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El paro armado de las Agc nunca fue levantado en el Calima y en el San Juan. Se extiende en el tiempo mientras redacto estas líneas. El silencio de una comunidad es mensaje suficiente para entender qué pasa. Aunque haya fuerza pública (o precisamente por eso) algunas personas no se sienten con confianza para hablar sobre su situación. ¿De quién desconfían? No solamente de los grupos armados al margen de la ley. También de ciertos soldados de la patria que se sienten muy seguros en tierra de ampliación paramilitar y se ríen mientras a otros les toca llorar.

Juan Pappier, de Human Rights Watch, le recomienda al próximo presidente de Colombia reconstruir la confianza hacia el Estado, deteriorada en zonas de guerra; ofrecer una atención integral a dichas comunidades; reestructurar la forma de relación entre fuerza pública y sociedad.

Las organizaciones étnico territoriales exigen el cumplimiento de los acuerdos de paz y el respeto a normas como ley 70 de comunidades negras y el convenio 169 de la OIT que afirmó el derecho a la consulta previa. En su momento, buena parte de lo anterior fue una conquista de los pueblos étnicos. Ahora las etnias son nuevamente conquistadas y se les niega el derecho a votar. Ocurre así cuando hay guerra. Siempre son los mismos quienes pierden. Unos más que otros, por una cuestión de racismo estructural.

Por Miguel Estupiñán / @HaciaElUmbral

 

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