¿Es momento de minimalismos en materia de reforma agraria?

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Por: Camilo Acero, Investigador asociado Observatorio de Tierras y estudiante de doctorado en LSE

Varios analistas han planteado objeciones sobre los alcances que debe tener la agenda agraria del nuevo gobierno. Quizás la más recurrente sea la que se refiere a las actuales circunstancias políticas. El razonamiento es que, dado el inveterado poder de las élites terratenientes y el inevitable desgaste que sufrirá la administración, lo más realista en términos políticos es limitar la apuesta reformista. La sugerencia es entonces no hacer una auténtica reforma agraria, es decir una redistribución de tierras que verdaderamente mueva la aguja del Gini, sino implementar el punto uno del acuerdo de paz con algunas adiciones (la Reforma Rural Integral, aunque relevante, es bastante limitada como muestra el último informe del Observatorio de Tierras). No crear una nueva jurisdicción que tramite la conflictividad rural sino limitarse a empujar una especialidad dentro de la jurisdicción ordinaria. Todo esto, dicen los analistas, con el objetivo de no levantar cayos y mostrar resultados rápidos. Algunos pronunciamientos de la ministra del ramo han hecho eco de dicha apuesta por lo chiquito (al menos en lo que refiere a la redistribución).

El realismo político, esto es, el balance de los apoyos y restricciones en las que opera el tomador de decisiones es un buen punto de referencia para orientar el curso de acción de la política pública. No obstante, para que sea útil, ese balance debe estar ajustado a las condiciones realmente existentes. Una sobreestimación de las oportunidades políticas puede llevar al fracaso de las reformas e incluso a la ingobernabilidad. Una subestimación, en cambio, puede conducir al minimalismo y, en últimas, a la insignificancia de la política. El razonamiento que invita a la contención reformista cae en la segunda categoría porque adolece de miopía histórica y hace una lectura equivocada de la actual coyuntura.

(Lea: Colombia adentro: la verdad sobre el conflicto armado en el Alto Cauca)

Empecemos por la historia. Como muestra Francisco Gutiérrez Sanín, las dos grandes intentonas reformistas del pasado -la Ley 100 de 1936 y la Ley 135 del Frente Nacional y las subsiguientes reformas de Carlos Lleras- vieron la luz del sol en circunstancias políticas endiabladas. La primera tuvo lugar durante una oleada de violencia y fue impulsada por un Partido Liberal profundamente dividido, y con la oposición brutal del Partido Conservador que estaba en plena radicalización hacia la extrema derecha. La segunda se produjo en medio de la fragmentación y clientelización de los partidos políticos, lo que hacía muy difícil echar a andar grandes apuestas programáticas. Ambas reformas se impulsaron “desde arriba” y en su gestación se dio muy poco juego al movimiento campesino.

Aunque las restricciones políticas que enfrenta hoy el reformismo agrario no son menores se puede argumentar que, si se comparan con otros momentos de nuestra historia, son más manejables (o, al menos, no son peores). Primero, los sectores políticos más reacios al cambio en la estructura agraria perdieron mucho peso luego de sus fracasos electorales y la oposición está dividida. Segundo, han surgido voces de respaldo a ciertos componentes de la propuesta del nuevo gobierno francamente inesperadas. Por ejemplo, en junio Germán Vargas Lleras decía que coincidía con Petro en que “Colombia no puede continuar con más de 20 millones de hectáreas productivas dedicadas al engorde de ganado de pastoreo, y sobre todo al engorde del valor de la tierra en pocas manos. Esto tiene que cambiar”. Tercero, el nuevo gobierno tiene credibilidad y un vínculo orgánico con los movimientos sociales que durante décadas han impulsado cambios en el mundo rural y tienen la capacidad para dinamizarlos. Finalmente, todas las encuestas recientes muestran un respaldo masivo a propuestas como devolverles tierras a los campesinos, entre otras iniciativas pro-paz y en favor de la redistribución.

Lo anterior no implica que no haya puntos de tensión y barreras. Es verdad que la coalición de gobierno aglutina al Pacto Histórico -y con ello a los movimientos sociales pro-reforma- y también a varios partidos que tienen posiciones opuestas en materia de tierras. Varios de estos políticos tradicionales tienen intereses en preservar el statu quo agrario y recientemente bloquearon algunos desarrollos del punto 1 del acuerdo de paz. No obstante, esa no es una razón suficiente para renunciar desde el inicio a una auténtica reforma agraria sin dar la pelea política. Como enseña la historia, lo interesante de las grandes apuestas de cambio social es que una vez el reformista las pone en marcha, le aparecen aliados y fuerzas de apoyo inesperadas, rutas no previstas y ventanas de oportunidad. En todo caso, si hay algún aspecto del programa del nuevo gobierno en el que vale la pena invertir el capital político es este, puesto que una reforma agraria seria y bien hecha puede redundar en las otras metas propuestas por la actual administración: paz, equidad, productividad rural y lucha contra el hambre.

(Vea también: Concentración de poder: la erradicación de la democracia en la política antidrogas)

Los defensores del minimalismo reformista podrían decir que, en últimas, es mejor poco que nada. Pero los recientes episodios de invasiones/recuperaciones en varias regiones ponen en entredicho esa idea. El problema de acceso a la tierra tiene tal potencial de desestabilización del país que el llamado a limitar las reformas en materia agraria es desacertado. Quizás no haya habido una mayor ventana de oportunidad en la historia reciente del país para ser ambiciosos. No hay que dejar que se vuele esa chance.

 

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