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La diplomacia que Trump no entiende y Catar domina

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Laura Bonilla
18 de octubre de 2025 - 01:00 p. m.
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El premio Nobel a María Corina Machado terminó pasando indirectamente a manos de Donald Trump, quien —de forma nada diplomática— aseguró que él, y no otros, lo merecía. Según sus mayores fans, Trump demostró la inutilidad del multilateralismo y reivindicó, a su modo, la diplomacia de la fuerza: la disuasión, la anulación de contrapesos y el uso político del poder en un relato de héroes y antihéroes dispuesto a aniquilar al que se le oponga. Ahora, después del acuerdo de rendición negociado en Gaza —que no acabó con Hamás, pero trajo algo de alivio humanitario, aunque poco se sabe de quién pagará la reconstrucción ni quién defenderá a los palestinos de Cisjordania de los colonos israelíes—, irá por Venezuela.

No porque le importe la democracia, ni los valores comunes, ni nada de eso que alguna vez unió a Occidente y que él mismo dinamitó. Va por Venezuela por su petróleo, por su reconstrucción y por extender su red de amigos. Lo hará por la fuerza y lo cosechará a nombre de la paz. Probablemente sin que vuelva realmente la democracia al vecino país ni se reconstruyan sus instituciones. También es probable que los venezolanos mismos tengan poco que decir acerca de su propio futuro. Desde el robo a las elecciones perpetrado por el régimen de Nicolás Maduro, muchas personas —allá y acá— sintieron que nada más quedaba por hacer más que esperar que algo ocurriera: un meteorito, o en este caso, el meteorito llamado Donald Trump.

Pero esta columna no es sobre Trump ni sobre Machado. Es sobre algo que me llamó poderosamente la atención por ser justamente lo contrario a lo que los tiempos que corren parecen indicarnos: que mientras Occidente deriva indefectiblemente hacia la realpolitik y el poder duro, el poder blando sigue teniendo un lugar. En este caso, lo demuestra la entrada del Estado de Catar como mediador de conflictos en América Latina, y en particular su rol en la negociación con el autodenominado Ejército Gaitanista de Colombia (EGC).

Sin demasiada estridencia, pocos países han logrado tanto con tan poco territorio. Catar ha hecho de la diplomacia su mayor activo. Su política exterior combina mediación, inversión y proyección simbólica. Con una mezcla de capital y prestigio —por supuesto no exenta de intereses geopolíticos—, ha construido un historial de mediación extenso: en Afganistán facilitó el acuerdo entre Estados Unidos y los talibanes en 2020; en Sudán apoyó la firma del Documento de Doha para la Paz en Darfur (2011); en el Líbano y Somalia logró acuerdos políticos que, si bien temporales, aliviaron sustancialmente la situación. En Oriente Medio sigue siendo interlocutor permanente, incluso cuando fue atacado directamente por Israel mientras albergaba a líderes de Hamás en su territorio.

En América Latina ha ampliado su presencia. Primero con inversiones en Brasil, y luego con experiencia diplomática: fue sede de conversaciones entre Estados Unidos y Venezuela que derivaron en el Acuerdo de Barbados —que, con mayor seguimiento, quizá hubiera evitado el fraude de 2024—, y ha ofrecido sus buenos oficios en la disputa territorial entre Venezuela y Guyana.

Con ese contexto no es difícil imaginar el interés de Catar en diversificar su influencia y sus alianzas geográficas. Tras el bloqueo económico que le impusieron sus vecinos del Golfo entre 2017 y 2021, buscó desmarcarse de acusaciones sobre posibles vínculos con los Hermanos Musulmanes y del uso de su capital para mantener relaciones pragmáticas con alas más extremas del Islam político. Con la convicción de que tejer relaciones en regiones más estables y políticamente diversas podía ampliar su influencia y reducir su dependencia —especialmente alimentaria—, América Latina se convirtió en un terreno estratégico: una región sin amenazas directas, con mercados energéticos y agrícolas abiertos, y con gobiernos dispuestos a recibir inversión extranjera no condicionada.

Pero hay también una dimensión simbólica. En un mundo que parece replegarse hacia el cinismo geopolítico, Catar actúa como recordatorio de que la diplomacia aún puede ser un instrumento de prestigio y legitimidad. La negociación con el EGC, además, es inédita: de prosperar, podría abrir caminos frente a los cuellos de botella de la violencia y el control territorial de grupos de crimen organizado que perpetúan el bucle latinoamericano de la guerra sin fin.

Y como cereza del pastel, su pragmatismo político le permite mantener una relación funcional con Estados Unidos, al punto de negociar facilidades para bases militares norteamericanas. De cierta forma, resulta paradójico que mientras Occidente parece renunciar al multilateralismo y a los contrapesos democráticos, tomen fuerza otros actores que rescatan —por conveniencia o convicción— los valores que alguna vez sustentaron la diplomacia democrática.

Dado el clima actual, esto puede derivar en una última ironía: nada sería más predecible que ver a Washington atribuyéndose el mérito de Doha si la negociación con el EGC produce resultados tangibles. Así ocurrió en Afganistán, cuando Catar hizo el trabajo difícil y Estados Unidos presentó la foto. Así podría ocurrir en Colombia. Pero el emirato parece entender que la diplomacia del siglo XXI no se mide en titulares, sino en influencia acumulada. Y esa, silenciosa pero constante, se está inclinando hacia Doha.

Laura Bonilla

Por Laura Bonilla

Subdirectora de la Fundación Pares y analista política. Politóloga y magister en Estudios políticos con diploma de altos estudios europeos en América Latina Contemporánea. Experta en análisis de conflictos armados, violencias organizadas y patrones de violencia contra civiles.

 

Enrique Pinilla(35479)19 de octubre de 2025 - 12:17 a. m.
Algunos de las FARC convinieron en desarmarse por los sueldos de congresistas y los años encima, no por conviccion, porque tal como se vio, otros siguieron traficando
Enrique Pinilla(35479)19 de octubre de 2025 - 12:15 a. m.
Laura tanto análisis, para caer en la inocentada de creer que un ejército narcotraficante como el EGC va a cumplir algún compromiso
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