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En Colombia a partir de la tensión entre los ideales democráticos y la persistencia de profundas inequidades sociales, podemos decir que 200 años no han sido suficientes para vivir con dignidad, tenemos una democracia formal, exclusión estructural, escasa memoria histórica y una cuestionable ética política.
Tampoco ha sido suficiente contar con una Constitución producto de acuerdos, híbrida por la misma razón. Es decir, pese a que existe una arquitectura institucional democrática, el país sigue reproducido patrones de exclusión y violencia que impiden una participación ciudadana plena, por lo cual es preciso repensar el modelo político desde una perspectiva ética y transformadora, que reconozca a la ciudadanía como constituyente primario.
A Colombia se la ha considerado históricamente como una democracia formal en América Latina. Sin embargo, cuando se observa la persistencia de profundas desigualdades sociales, económicas y políticas, surge la pregunta fundamental: ¿puede hablarse de democracia en un contexto de exclusión sistemática? Necesitamos una reflexión crítica, una relectura está cuestionada la legitimidad del modelo político y económico.
En Colombia se ha reproducido un sistema que, lejos de garantizar derechos, ha servido a los intereses de una élite económica y política. En este marco los retos de la participación, el papel de la memoria histórica y la necesidad de una transformación ética del ejercicio político exigen un esfuerzo y una concertación nacional.
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La existencia de elecciones periódicas, libertades civiles y separación de poderes son características centrales de la democracia liberal. No obstante, estos elementos formales han convivido con una realidad de exclusión estructural. Según datos (2023) del Departamento Administrativo Nacional de Estadística (DANE) en su Boletín técnico: Pobreza monetaria en Colombia, en 2020 el 40.9% de la población vivía en pobreza, y en 2023 la cifra se redujo a un 33%, lo que indica una mejora insuficiente frente a un problema estructural.
Autores como Boaventura de Sousa Santos han definido este fenómeno, en La democracia al borde del caos: Ensayo contra la autoflagelación, como “democracia de baja intensidad”, en la que la ciudadanía es jurídicamente reconocida pero materialmente excluida. En Colombia, la inequidad se manifiesta en la concentración de la tierra, el acceso desigual a la educación, la salud y la justicia, y la escasa representación efectiva de los sectores populares en las decisiones nacionales.
La exclusión social ha alimentado el conflicto armado, ha propiciado la aparición de economías ilegales y ha debilitado la legitimidad estatal. La falta de una reforma agraria, la ausencia del Estado en vastas regiones y la cooptación institucional que hizo el narcotráfico son evidencias del fracaso de un modelo estatal, incapaz de ejercer soberanía plena sobre su territorio, en términos de Max Weber en La política como vocación. Conferencia en Múnich, 1919.
La violencia política, en particular el asesinato de líderes sociales y defensores de derechos humanos, el atentado contra un senador y precandidato a la presidencia de la República, de nuestra destartalada república, muestra cómo el conflicto no ha cesado, sino que ha mutado. Esta situación se agrava con la desmemoria histórica. La falta de reconocimiento de los procesos que han generado la exclusión contribuye a su repetición, como advierte la Comisión de la Verdad en su informe final en 2022, Hay futuro si hay verdad.
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Inequidad, exclusión, violencia, extrema corrupción, entre otros, debe llevarnos a una relectura de la política como espacio ético, retomando la concepción de Hannah Arendt en su escrito ¿Qué es la política?, ella considera que la política debe ser el ámbito donde se ejerce la libertad y se construye lo común. Para Colombia frente a la actual lógica de acumulación de poder y riqueza, se plantea la necesidad de una política orientada al bien común y al servicio de las mayorías.
Esto implica repensar el rol de la ciudadanía no como objeto pasivo de políticas públicas, sino como sujeto activo de transformación. La idea de pueblo como “constituyente primario” requiere no solo mecanismos de participación efectivos, sino una educación política que forme sujetas y sujetos críticos, con conciencia histórica y compromiso colectivo.
Para reflexionar y proponer es bueno recordar que el acuerdo entre liberales y conservadores para frenar la violencia que ellos promovieron en las décadas de los 40´s y los 50´s en el pasado siglo, el llamado Frente Nacional, tuvo como médula la exclusión, o sea, si en los procesos para una transformación de este país no hay presencia y participación de pueblo, ciudadanía, constituyente primario, volvemos a lo mismo. Necesitamos conocer nuestra historia para tener memoria y tener memoria para construir presente.
La reivindicación de la memoria histórica es una condición para la transformación política. Conocer el pasado permite comprender las causas profundas de la violencia y evitar su repetición. Esta visión coincide con autores como Elizabeth Jelin, para quien la memoria no es solo evocación del pasado, sino recurso para la acción presente, según consignó en Los trabajos de la memoria.
El rescate de la historia de los sectores excluidos —campesinos, comunidades indígenas, líderes sociales— además de quienes desde diferentes esquinas han aportado para un cambio, es esencial para construir una narrativa nacional incluyente. Sin este reconocimiento, cualquier intento de reconciliación será superficial y limitado y posiblemente condenado al fracaso. La historia también debe registrar a los actores de las ignominias, no deben quedar ocultas.
En conclusión, la institucionalidad, los tres poderes y la sociedad en su conjunto necesitan identificar los límites del modelo democrático colombiano actual. La coexistencia de estructuras institucionales democráticas con patrones históricos de exclusión, violencia y corrupción plantea un desafío profundo a la legitimidad del sistema político.
Superar esta crisis requiere más que reformas administrativas: exige una transformación ética de la política, una ciudadanía activa y crítica, una apuesta decidida por la justicia social y la memoria y un modelo económico que rompa las barreras de la inequidad. Solo así podrá hablarse de una democracia real y no de una simulación que reproduce privilegios y perpetúa la violencia.
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