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Los colombianos llevamos casi un siglo intentando crear una Jurisdicción Agraria, pero, como pasa con el Metro de Bogotá, parece ser un propósito bastante esquivo. A pesar de que el 94% de nuestro territorio es rural, de que la concentración de la tierra bastante alta, con un índice de Gini de 0,89, de que la informalidad de la propiedad rural se acerca al 54% y de que más del 46 % de los hogares viven en zonas rurales, seguimos resistiéndonos a avanzar en su creación. Todo esto mientras de acumulan más de 37 mil procesos agrarios sin resolver, la gran mayoría de ellos asociados a la clarificación de la propiedad.
Alrededor de estos temas, y de otros similares, se han estructurado una parte relevante de nuestros conflictos sociales. Dudar, entonces, que los problemas sobre la tierra tienen relación directa con la persistencia y prolongación del conflicto armado, no sólo es ingenuo sino contraevidente.
Precisamente por ello, la Jurisdicción Agraria fue una promesa esencial del Acuerdo Final de Paz de 2016 y un punto neurálgico en la búsqueda de justicia para el campo colombiano. Su finalidad era corregir un viejo problema estructural y también operativo: que las decisiones sobre la tierra —como clarificación de la propiedad, extinción administrativa o recuperación de baldíos— dejaran de depender de autoridades administrativas y pasaran a manos de jueces especializados, imparciales y conocedores del contexto rural. Con ello se buscaba, además, reducir los tiempos de decisión y garantizar su correcta materialización. Esa fue parte de la esencia del Decreto Ley 902 de 2017, dotar al país de un control jurisdiccional efectivo y más expedito que garantizara decisiones oportunas, seguras y coherentes con el mandato constitucional de la Reforma Rural Integral.
El problema en su implementación, luego de ocho años, radicó precisamente en la ausencia de esta jurisdicción especializada. El Decreto y la Jurisdicción Agraria eran una dupla necesaria para materializar la reforma rural. Paradójicamente, hoy que la Jurisdicción Agraria empieza a ser una realidad constitucional, el proyecto de ley que debe reglamentarla sumada a la demanda al 902 interpuesta por la Agencia Nacional de Tierras (ANT), amenaza con vaciarla de parte de su contenido.
Esto, en otras palabras, equivale a reinstaurar el modelo que precisamente se buscaba superar, un sistema donde la misma entidad que ejecuta la política pública es juez y parte en la definición de los procesos especiales agrarios, generando inseguridad jurídica, dilaciones interminables y desconfianza en las comunidades rurales.
Los procesos agrarios, en su mayoría, no pueden seguir siendo una cuestión meramente administrativa. Son, por definición, procedimientos que deciden sobre derechos fundamentales y sobre transformaciones estructurales del territorio. Tampoco pueden seguir siendo eternos, en muchos casos tardan más de 20 años en llegar a decisiones de fondo. Requieren independencia, estabilidad y celeridad, condiciones que solo un juez especializado puede garantizar, además de disponer de las herramientas necesarias para hacer cumplir sus decisiones.
La administración agraria, por más técnica que sea, no puede asumir ese rol sin comprometer su imparcialidad. Quien diseña y ejecuta la política pública no debería, al mismo tiempo, juzgar sus propios actos. Sin esa imparcialidad en las decisiones sobre la tierra, podríamos generar nuevos ciclos de violencia.
Por eso, quitarle a la Jurisdicción Agraria la competencia para decidir en los procedimientos agrarios no solo es un error técnico del proyecto de ley que discute el Congreso, sino una regresión política. Si se pretende cumplir de verdad con el Acuerdo de Paz, la ley de la Jurisdicción Agraria debe consolidar el control judicial como parte de su espíritu, no relegarlo. De lo contrario, se corre el riesgo de convertir una promesa histórica en una institución vacía, incapaz de garantizar la transformación rural y el acceso equitativo a la tierra que tanto necesita el país. Esperemos que en esta oportunidad, como el metro de Bogotá, si logremos materializarla y no siga siendo una promesa eterna e incumplida.
Por último, ojalá los acuerdos logrados en el Congreso entre el Gobierno, con un gran liderazgo de la ministra Carvajalino, y la gran mayoría de bancadas, con un reconocido esfuerzo de la senadora Paloma Valencia, que buscan respetar dicho control jurisdiccional mediante arreglos lógicos para cada procedimiento, se mantengan. Y que, en consecuencia, haya coherencia al interior del Gobierno retirando la demanda al 902 que instauró la ANT.
¡Jurisdicción Agraria, Sí! pero no así.
*Director de Conflicto y Seguridad de la Fundación Ideas para la Paz (FIP), exdirector de acceso a tierras de la ANT.