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Alfredo Molano, en busca de la médula de la verdad

Sociólogo, periodista y escritor colombiano de más de treinta libros y centenares de columnas y artículos. En sus últimos dos años de vida se desempeñó como comisionado de la Verdad, encargado del esclarecimiento del conflicto armado en la región de la Orinoquia. Murió el 31 de octubre de 2019, pero dejó un legado que en este escrito reconstruye María Luna Mendoza, la periodista que trabajó a su lado en ese período.

María Luna Mendoza
27 de junio de 2022 - 02:00 p. m.
El comisionado Alfredo Molano Bravo durante la peregrinación de las víctimas campesinas del Alto Ariari, en el Meta.
El comisionado Alfredo Molano Bravo durante la peregrinación de las víctimas campesinas del Alto Ariari, en el Meta.
Foto: María Luna Mendoza

A Alfredo le gustaba el silencio: trochar en silencio, navegar en silencio, caminar en silencio. Le gustaba porque quería escucharlo todo. No quería perderse el canto alerta del alcaraván, el sonido del agua del río golpeando los bordes de la canoa, ni el crujido del pasto seco del caminito que nos condujo de la casa de doña Francisca al corral del señor de bigote finito, idéntico a Guadalupe Salcedo, que nos brindó yuca frita con tinto, en alguna sabana de la altillanura.

El silencio le permitía escuchar lo que nadie como él escuchaba: las melodías, las pausas, los suspiros y los tonos de las historias de vida de la gente que nos íbamos topando por ahí, en las travesías por la verdad. Así les llamamos a los recorridos que hicimos en 2018 y en 2019, antes de su partida, por Meta, Guaviare y Caquetá, cuando la Comisión de la Verdad apenas iniciaba su despliegue territorial en el país.

Desde el inicio del mandato de la Comisión, Alfredo se aseguró de conformar un equipo de trabajo integrado por personas tan andariegas y aventureras como él. No concebía una “metodología” distinta a la de las andanzas y las travesías, para esclarecer la verdad de la guerra. “Lunita, nos vamos mañana a Calamar, Guaviare. ¿Ya empacaste? Ve liviana. Lleva botas”. Me dijo apenas dos horas después de haberme vinculado al equipo de la macroterritorial Orinoquia como periodista. Empaqué. Nos fuimos a andar. Hicimos cuatro historias de vida y tres entrevistas colectivas. Olimos el olor del cultivo de chontaduro podrido que los campesinos, antes raspachos, no habían podido sacar a San José por el estado imposible de las trochas. Comimos dorado moqueado dos veces. Tomamos guarapo de piña.

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Alfredo se adelantó en la marcha de la Comisión. A escasos ocho o diez días de iniciado el mandato, cuando otros equipos empezaban a elaborar los estados del arte sobre la guerra en sus regiones, Alfredo le dijo a su equipo: “Todos nos vamos a campo. Pronto. Cuanto antes. No hay tiempo que perder. La ruta de investigación la marcan no los informes y los libros que sobre la guerra en la Orinoquia ya se han escrito, sino la gente del común y los sobrevivientes del conflicto. Las preguntas que ellos tienen sobre la guerra son las preguntas que la Comisión debería responderle al país”.

Pronto, muy pronto, estábamos monte adentro, sabana adentro, con las Venus puestas en los pies y los morrales colgados en los hombros, trochando caminos y navegando ríos, en búsqueda, primero, de las preguntas y las hipótesis que la gente del común tiene sobre sus propias historias de dolor.

Fuimos a Mapiripán y un grupo de campesinos nos preguntó: “¿Por qué las tierras de las que a finales de los 90 nos sacaron a punta de masacres, torturas y decapitaciones hoy están forradas de palma de aceite?”. Fuimos al Bajo Caguán y un grupo de campesinas de la inspección de Peñas Coloradas nos preguntó: “¿Por qué el Estado declaró al Ejército Nacional dueño temporal de nuestro caserío y nos condenó al destierro? ¿Por qué no nos deja volver?”. Fuimos a caminar al Alto Ariari y un grupo de gente nos preguntó: “¿Quién dio la orden de matar a todos los líderes de la Unión Patriótica en esta región?”.

Alfredo, en silencio, tomaba nota de las verdades que la gente le reclamaba a la Comisión de la Verdad. Esas preguntas, al menos en la Orinoquia y en parte de la Amazonia, marcaron un derrotero, un camino, un modo de investigar, un modo de hacer las cosas.

* * *

A algunas personas no les caben en la cabeza la contundencia y el poder de los relatos, las preguntas y reflexiones que la gente que vive en el último rincón de la manigua tiene sobre la historia del país y de su región; sobre la vida y la muerte; sobre las injusticias, la paz y la guerra. Al genial Daniel Pecaut no le cupo en la cabeza que los relatos de los campesinos que Alfredo incluyó en su tesis doctoral de Sociología fueran tan claros y precisos como para explicar los problemas de la renta de la tierra en los Llanos. Pensó que Molano se los había inventado y que su tesis era más una elucubración literaria que una verdadera investigación sociológica.

Hace poco, una colega de la Comisión me preguntó cómo hacía yo para que las personas que protagonizan los documentales que dirijo “hablen tan bien” y “digan cosas tan poderosas”. Quería saber si ellos —en su mayoría campesinos e indígenas— ensayaban las respuestas, si yo les daba un guion previamente, si algo de lo que decían era “recitado”. “La gente no necesita ensayar; la gente habla y piensa así”, le dije, y me acordé del día en que, acostados en un par de chinchorros, en una residencia de Puerto Monserrate (Bajo Caguán), Molano me pidió que, cada vez que me sentara a conversar con alguien sobre la guerra, no me olvidara de que la persona que está frente a mí es mucho más que un “baúl de datos y anécdotas”, que la médula de sus testimonios está en los sentidos y los significados que ella les da a su historia, sus pesares y sus alegrías. Allí, en el tuétano de los relatos, repetía y repetía Alfredo, está la verdad que buscamos.

* * *

Pero para llegar a la médula de la verdad, al “nervio mismo de la historia” —como él decía—, se necesita, sobre todo, tiempo y condiciones que posibiliten una escucha tranquila, atenta y comprometida. Por eso Alfredo le temía a la burocratización de la entidad y a la “formatización” de la verdad; a la exagerada realización de eventos que, pomposos y costosos, no suelen conducir a ningún lado ni le dejan nada a nadie; a las investigaciones “estilo Dane” y a los formatos de análisis de escritura técnica y mecanizada, que terminan por chuparse el tuétano de la historia. “Lo cuantitativo no se puede comer lo cualitativo. Lo coyuntural no se puede comer lo histórico y los lenguajes académicos e institucionales no se pueden comer el lenguaje de la gente corriente”, le dijo alguna vez a su equipo de trabajo y quizá, también, al plenario de sus colegas, los comisionados.

Mientras pudo hacerlo y los pies y el corazón le dieron, Molano anduvo, a paso firme y en silencio, de un lado para el otro, como nómada, buscándole el tuétano a la verdad de la guerra. Su búsqueda tenía un gran horizonte: el reconocimiento del campesinado como sujeto de derechos. Creo que Molano no tenía una esperanza más grande que esa y creo, también, que, en cada travesía y en cada encuentro, Alfredo supo heredarnos esa convicción inagotable en que las luchas campesinas —incluida la lucha por la verdad— tendrá que materializarse en una vida distinta para el campesinado de todo el país.

Expectante, espero el Informe final. Expectante, espero que los campesinos sean protagonistas de ese documento. Expectante, espero ver tu huella ahí, Molano.

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Por María Luna Mendoza

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