“Si generábamos terror y lográbamos que nos tuvieran el mismo miedo que a la guerrilla, esa comunidad no le iba a ‘copiar’ a la guerrilla, por eso se usaban decapitaciones, descuartizamientos, era una táctica orientada por ‘Doblecero’”. Este testimonio atroz sobre el terror paramilitar está contenido en el Informe Final de la Comisión de la Verdad en un apartado dedicado a entender ese fenómeno, sus alcances e implicaciones.
Contexto: Este es el primer documento del Informe Final de la Comisión de la Verdad
De entrada la Comisión ofrece un hallazgo que aunque ya había sido soportado por otras fuentes, como los informes del Centro Nacional de Memoria Histórica, no deja de ser revelador e impactante: los paramilitares fueron de lejos el actor que más víctimas causó en el marco del conflicto armado. “Son el principal responsable, con el 47 % de las víctimas letales y desaparecidos del conflicto armado en Colombia, constituyendo en el actor armado más violento”, puede leerse en el informe, lo que confirma la tesis de que hubo una política sistemática de terror ejercida principalmente contra la población civil en las zonas de influencia guerrillera, o contra aquellos movimientos, líderes políticos o sectores sociales que eran percibidos como afines o cercanos a la insurgencia.
En ese sentido la Comisión hace una conceptualización que supera el marco simplista que asume a los paramilitares como un grupo más que participó de las hostilidades, para caracterizar lo que consideran fue todo un fenómeno que perturbó la sociedad colombiana: “El paramilitarismo no es solo un actor armado –entendido como ejércitos privados con estrategias de terror contra la población civil–, sino más un entramado de intereses y alianzas también asociado a proyectos económicos, sociales y políticos que logró la imposición de controles territoriales armados por medio del uso del terror y la violencia, y también a través de mecanismos de legitimación, establecimiento de normas y reglas”.
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Por eso mismo, la Comisión asegura que “parte de lo que queda por desmantelar son, precisamente, los profundos entramados de las alianzas”, refiriéndose a la larga persistencia de grupos paramilitares que aún ocupan territorios y generan violencia en el país. “Otro factor de continuidad del paramilitarismo ha sido la propensión a institucionalizar grupos que ofrecen seguridad privada, al servicio de sectores de las élites políticas y económicas regionales y locales”, agrega la Comisión.
Los grupos paramilitares dieron el salto para terminar completamente cooptados por los dineros del narcotráfico a finales de los setenta, cuando ocurrió la primera alianza entre los narcos del Cartel de Medellín y las Autodefensas del Magdalena Medio.
En su relato histórico, la Comisión hace el recuento de la línea de continuidad entre los grupos armados de derecha que operaron durante la violencia bipartidista de la década del cincuenta, conocidos como “Pájaros”, pasando luego por los grupos de autodefensa que fueron creados legalmente por el Ejército con el amparo de varios decretos y leyes oficiales durante los años sesenta, con el respaldo del Plan Lazo de los Estados Unidos para América Latina: “Las autodefensas civiles fueron promovidas y declaradas legales durante 27 años, hasta 1989, cuando el gobierno de Virgilio Barco suspendió la legalidad del paramilitarismo y se plantearon medidas para combatirlo”, dice el Informe Final.
Los paramilitares se enmarcaron en una iniciativa contrainsurgente en la que se “estipularon la creación de unidades civiles de autodefensa que contaran con la participación de militares activos, exmilitares, policías y poderes locales, con el beneplácito del Comité Cívico Militar, integrado por autoridades civiles y personas influyentes de la población”, de acuerdo con el Informe Final. La Comisión sostiene que existió una “fuerte injerencia internacional desde la doctrina contrainsurgente” en el contexto de la guerra fría.
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De allí los grupos paramilitares dieron el salto para terminar completamente cooptados por los dineros del narcotráfico a finales de los setenta, cuando ocurrió la primera alianza entre los narcos del Cartel de Medellín y las Autodefensas del Magdalena Medio. La historia de grupos vinculados a la mafia que a su vez operaron bajo las lógicas paramilitares es larga: el Muerte a Secuestradores (MAS), los Masetos, los Perseguidos por Pablo Escobar “Pepes”, los Tangueros, estos últimos relacionados con la casa Castaño que luego fundaría las Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá.
Pero son las Autodefensas del Magdalena Medio las que merecen atención aparte, puesto que fundaron el modelo paramilitar que luego se exportó a Córdoba y Urabá, los llanos orientales y más tarde al resto del país. Fueron una “estrategia novedosa”, de acuerdo con la Comisión, porque implicaron la relación con las élites locales: “Los políticos regionales tenían el interés de eliminar los actores que amenazaban con arrebatarles el poder que ostentaban”. Los narcos compraron armas y pagaron mercenarios extranjeros para que entrenaran a los primeros grupos que luego replicaron el modelo a otras regiones. Esta imbricación “significó la entrada del narcotráfico al conflicto armado por vía contrainsurgente” según la Comisión.
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Un testimonio de un exmagistrado de la Corte Suprema de Justicia que fue recogido en el Informe Final explica bien cómo operó esta dinámica: “triunfa ese sector del narcotráfico, el de Los Pepes, cuando matan a Pablo Escobar en diciembre del 93, y es casi que inmediatamente que ese sector aliado del Estado en la guerra contra el enemigo común, ese mismo sector es el que luego financia las campañas al Congreso de la República y a Presidencia en marzo de 1994. Es decir, tres o cuatro meses después, esos socios son los que financian la campaña política del año siguiente. [...] Las armas de Los Pepes son regaladas a los Castaño en Urabá. Las relaciones establecidas entre ese grupo de criminales con agentes del Estado probablemente son las que también sirven en lo sucesivo para continuar con esas relaciones, con ese trabajo conjunto; pero ya enfocado no en esta ala del narcotráfico, sino en las acciones del paramilitarismo contra la población”.
Esto explica la expansión paramilitar de los años noventa, que además incluyó la alianza con actores económicos y partidos políticos para asegurar el control territorial, lo que era paradójico pues “mientras el país celebraba el triunfo de la Constituyente de 1991, los grupos paramilitares se reconfiguraban en procesos de fusión, crecimiento y profundización de alianzas en sus regiones”.
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Con la unificación que a finales de los noventa lideraron los hermanos Carlos y Vicente Castaño junto a Salvatore Mancuso y otros jefes en una sola confederación de grupos de autodefensas agrupados en las Autodefensas Unidas de Colombia el paramilitarismo alcanzó un estatus nacional y también buscó un reconocimiento político que le permitiera negociar con el gobierno. Aunque ninguno de los paramilitares se reconocía como narcotraficante, de acuerdo con la Comisión el narcotráfico fue el verdadero “motor” del fenómeno paramilitar, pues sin los dineros de la mafia “no podría haber alcanzado las dimensiones que ha tenido”.
El dominio se extendió a regiones completas, donde el paramilitarismo permeó por completo a toda la sociedad, como se deduce del testimonio de un empresario que dio una entrevista a la Comisión: “Valencia, Tierra Alta, Canalete y San Pedro. Ahí cerca de Montería, arriba de Montería, eso es una zona franca paramilitar, el gobierno toleró, no estoy diciendo que se las entregó ningún gobierno, pero sí que se los toleró, tanto el gobierno de Andrés Pastrana como el de Samper. Es que yo creo que eso era una contraprestación por el servicio que habían prestado con Los Pepes [...]. Y tú sabes muchas cosas sobreentendidas, que no necesitan acuerdos firmados ni pactos ni nada, sino “tú no me hagas duro y yo tampoco te hago duro, yo me meto aquí y tu volteas pal otro lado”, ese tipo de comportamientos permisivos”.
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El terror como estrategia
“El proceso de desmovilización colectiva adelantado entre 2003 y 2006, entre el Gobierno nacional y las AUC, logró desescalar la violencia paramilitar y desarmar parte importante del control territorial y de la legitimación social que tenían esta organización y sus líderes. Sin embargo, se caracterizó por falta de transparencia y de participación ciudadana y de las víctimas”, asegura el Informe Final, que puntualiza que aunque es cierto que los niveles de violencia se redujeron tras aquella negociación llevada a cabo con el gobierno de Álvaro Uribe, el fenómeno paramilitar nunca se terminó: “el paramilitarismo es una dinámica inestable y cambiante, que en las últimas cinco décadas se ha adaptado y reconfigurado en múltiples ocasiones en las que el fenómeno ha resurgido después de que se creía desactivado”.
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A esto se agrega que “los términos pactados en el Acuerdo de Ralito nunca se conocieron, de manera formal, más allá del documento de tres páginas que fue presentado públicamente”, lo que generó un proceso poco transparente que no cumplió con aportar verdad, justicia y reparación a las víctimas.
Empleando los testimonios que los propios paramilitares entregaron en las audiencias de Justicia y Paz, donde se enumeran descuartizamientos, torturas y masacres, la Comisión de la Verdad es enfática al señalar que la estrategia de los grupos de autodefensa fue implantar el terror y castigar a las comunidades donde operaban las guerrillas para “secarle el agua al pez” y generar desplazamientos masivos que, en muchas ocasiones, ayudaron también a consolidar el despojo de tierras. “Todos estos desplazamientos estuvieron marcados por masacres contra comunidades y el uso sistemático del horror”, afirma el Informe Final.
Al final, la Comisión es contundente en su balance sobre el fenómeno paramilitar y su persistencia: “sin un reconocimiento de estos hechos y la puesta en marcha de los mecanismos institucionales, económicos y políticos para su desmantelamiento, el paramilitarismo seguirá siendo un factor fundamental de violencia constante en nuestro presente”.