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Leyner Palacios: el sobreviviente

Un perfil del líder social y comisionado de la verdad, quién se destacó por su liderazgo junto a las víctimas de la masacre de Bojayá, Chocó.

Camilo Alzate González
26 de junio de 2022 - 03:00 p. m.

Los tiroteos comenzaron el primero de mayo del 2002 en el barrio Pueblo Nuevo de Bellavista, el mismo donde Mercedes Rentería y Leyner Palacios tenían su casa al otro lado del caño, justo el sitio que los guerrilleros de las Farc utilizaron para atrincherarse antes de iniciar el combate con el que pretendían expulsar al grupo paramilitar que se encontraba al otro lado del pueblo. Bellavista es ese pequeño pueblo chocoano que el resto de Colombia conoce por su otro nombre, el que sí aparece en los mapas: Bojayá.

En esa época Leyner Palacios era apenas un muchacho inquieto que a veces trabajaba de motorista en los botes de la diócesis de Quibdó con que los curas y misioneros recorrían el Atrato, otras veces acompañaba a su padre empujando una canoa por las cabeceras selváticas del río Bojayá, donde se ganaban la vida comprando o vendiendo abarrotes a los indígenas.

A Mercedes le oí contar que esa mañana mientras huían del tiroteo cruzaron por la casa cural, el puesto de salud y la iglesia, pero justo enfrente de esta última Leyner le tomó la mano y voltearon para refugiarse donde las monjas. Ese segundo de indecisión probablemente les salvó la vida.

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El 2 de mayo de 2002 Leyner Palacios, su esposa Mercedes Rentería y su primera hija, que todavía gateaba, amanecieron protegiéndose de las balas con otras familias en la Casa de las Hermanas Agustinas de Bellavista, mientras afuera se desataba un combate brutal entre las casas de madera del pueblo. Allí escucharon el estruendo de la pipeta bomba arrojada por las Farc en la iglesia de Bellavista poco antes del mediodía, el crimen de guerra que cobró la vida a 79 civiles y dejó heridos a más de dos centenares. Una treintena de aquellos muertos eran parientes cercanos de Leyner y Mercedes.

“Dios bendiga a este niño”, decían las mujeres de Bojayá años después abrazando a Leyner en cualquiera de los actos públicos y privados que siguieron a la masacre, año tras año. Bojayá se convirtió en el símbolo del sufrimiento del pueblo chocoano y su deseo genuino de superar la violencia. En ese proceso Leyner fue una de las voces más firmes denunciando el abandono oficial y el clamor de las víctimas por verdad, justicia y reparación.

“Yo llegué al equipo misionero en el año 1997, cuando justo llegaba a Bojayá todo el fenómeno de la guerra por la avanzada paramilitar y la presencia de las Farc, en ese contexto había un bloqueo económico y una violación sistemática de derechos, todos los días mataban a tres o cuatro personas, los mataban, los picaban en costales, los tiraban al fondo del Atrato”, contó Palacios a este diario, “después de que a las misioneras agustinas les mataran un colaborador, fue cuando las hermanas me invitaron para que yo hiciera parte de esa gran apuesta por la paz, llegué a prestar mis servicios como motorista y poco a poco me fui formando”.

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Leyner acompañó aquellos años al sacerdote Jorge Luis Mazo, párroco de Bellavista, quien lideró la resistencia comunitaria al bloqueo económico que los actores armados impusieron sobre el río Atrato y fue asesinado por ello el 18 de noviembre de 1999, en una emboscada que los paramilitares montaron sobre el río en las afueras de Quibdó por orden de Carlos Castaño.

“Recuerdo las penurias que pasábamos para llegar a las comunidades, varias veces los grupos armados intentaron hacernos daño y para el Estado éramos subversivos, estábamos en la mira todo el tiempo”, contó el hoy comisionado. “Una vez, más abajo de Vigía del Fuerte nos retuvieron y los paramilitares me pedían que saltara a un bote, para matarme”.

Pero su verdadero activismo comenzaría después de la masacre en 2002, primero con la Asociación Dos de Mayo, que organizó a los desplazados que llegaron huyendo para instalarse en los barrios más empobrecidos del norte del Quibdó, después ayudó a impulsar un comité de víctimas que dedicó todos sus esfuerzos en lograr la reparación, las primeras indemnizaciones y también actos de paz y reconciliación como cuando se propició que los comandantes de las Farc acudieran voluntariamente a Bellavista a finales de 2015 para reconocer su responsabilidad en el crimen.

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Más tarde Leyner Palacios integraría la Coordinación Regional del Pacífico, un espacio de encuentro de organizaciones étnicas y territoriales cuya jurisdicción abarca desde Tumaco en Nariño hasta el Bajo Atrato chocoano, retomando el legado de la hermana Yolanda Cerón, quien fuera una de sus primeras impulsoras, asesinada por los paramilitares del Bloque Central Bolívar el 19 de septiembre de 2001.

Y en 2014, cuando esas mismas comunidades étnicas advirtieron que los diálogos de paz de La Habana se encaminaban hacia un acuerdo posible, Leyner se convirtió en uno de los mayores animadores de la Comisión Interétnica de la Verdad del Pacífico, un espacio independiente fraguado por las mismas comunidades, que buscó esclarecer cómo las dinámicas del conflicto armado afectaron la vida, los territorios e identidad de los pueblos étnicos del Pacífico colombiano en lo que denominaron un “etnocidio”.

En esa labor lo agarró en enero de 2020 la nueva crisis humanitaria en el Medio Atrato y la llegada de varios centenares de paramilitares a Pogue, su caserío natal. Palacios fue incisivo denunciando estos hechos cuando fue amenazado, presuntamente por las Agc o Clan del Golfo, y tuvo que salir del Chocó.

Continuó ese año como secretario general de aquella comisión interétnica autónoma (pero nunca paralela, según él mismo ha aclarado en varias ocasiones) cuando falleció la comisionada Ángela Salazar el 7 de agosto de 2020. Entonces su nombre sonó como reemplazo, lo que se concretó mes y medio más tarde, el 28 de septiembre, cuando por consenso del pleno de la Comisión de la Verdad fue elegido para el cargo.

Desde entonces ha estado al frente del capítulo étnico del informe junto a la comisionada indígena Patricia Tobón Yagarí, también ha acompañado las labores de esclarecimiento y eventos como los diálogos por la no repetición con comunidades étnicas a lo largo y ancho del país.

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Hay un adjetivo que le cabe completo a Leyner Palacios y es la compostura. Siempre va pausado y tranquilo, siempre habla respetuoso y amable, siempre se revela cálido y cercano. Hace años que conozco a Leyner y sólo en dos ocasiones lo he visto romperse. Estuve con él la primera, cuando se derrumbó en llanto porque sicarios acababan de asesinar a su escolta y amigo Arley Chalá en Cali, el 5 de marzo de 2020.

La segunda fue por televisión, cuando Leyner confrontó al expresidente Álvaro Uribe durante un encuentro de la Comisión de la Verdad el 16 de agosto de 2021, en el que también participaron la comisionada Lucía González y el padre Francisco de Roux. Aunque seguía siendo el mismo hombre mesurado y en calma que yo conocía, su mirada irradiaba una molestia honda donde algunos advertimos la furia de la dignidad.

“Si analizamos la historia reciente, Colombia hizo un intento de construir la paz y esa paz ha sido ahorcada en toda su implementación”, me explicó una vez a propósito del día de la independencia. Esa sentencia resumía su visión del mundo: Leyner eligió mantener la misma postura crítica con el establecimiento, incluso cuando entró a trabajar en una de sus instituciones: “la nuestra es una democracia que impone la pena de muerte, una democracia que no ha podido independizarse de la violencia”.

Dos décadas después de la masacre que lo arrojó de bruces a un liderazgo que él no había pedido, Leyner Palacios sigue hablando como ese campesino y pescador chocoano para quien la paz no es un discurso vacío sino la única manera real y efectiva de garantizar su supervivencia y la de su pueblo: “Soy un hombre convencido de la paz y la justicia”, me dijo hace años, “desde que tuve uso de razón me dediqué a defender estos valores”.

¿Y qué es la paz? Sus palabras pueden parecer tan obvias que uno no sabe si leerlas como una promesa o una verdad implacable y a prueba de todo: “La paz es vernos como iguales sin agredirnos, la paz es una mujer que protege a sus hijos, la paz es un territorio, la paz es vida”.

Camilo Alzate González

Por Camilo Alzate González

Licenciado en literatura de la Universidad Tecnológica de Pereira. Cubre temas relacionados con paz, derechos humanos y conflicto armado.@camilagrosocalzate@elespectador.com

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