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Todos los días, Ligia Marcela Berrío lleva el vestido rojo que su madre, Rosalba Usma, le tejió en compañía de otras 34 mujeres. Vestida con él, aretes y sandalias, Ligia Marcela Berrío aguarda parada en la sala de exposiciones temporales del Museo de Antioquia, en Medellín. Su figura delgada fue tejida por Rosalba y las demás mujeres de la organización Sueños Justos (Suju), como homenaje tras su asesinato a manos de las Auc el 16 de junio de 2004, hecho ocurrido frente a sus hijas de cuatro y dos años.
Como a Marcela, una de las cinco figuras de Suju que hoy hacen parte de la exposición La vida que se teje, en el Museo de Antioquia, Rosalba Usma decidió acunar la memoria de sus otros dos hijos, Andrés y Adrián Giovanny Berrío, convirtiéndolos en representaciones de tela que llevan sus nombres, el color de su cabello y la ropa que solían usar. La idea llegó en 2007, cuando en uno de los talleres de la organización de víctimas Madres de La Candelaria les pidieron que buscaran la forma de contar su historia. “Como yo siempre he tenido mi taller, pues recogí retazos y conos de hilos viejos e hice una muñeca”, cuenta Usma.
En ese entonces, la organización ya contaba con el acompañamiento de Marta Betancourt, una profesora de la Universidad Pontificia Bolivariana que desde 2005, con el apoyo de la OEA, trabajó con las Madres de La Candelaria en la redacción de un libro con sus memorias. Cuando Rosalba Usma le comentó su idea, ella y las demás mujeres quedaron encantadas: “¡la muñeca que siempre quise hacer!”, “¡la muñequita que no pude tener, jamás tuve una muñeca!”, decían. Marta Betancourt dice que al principio las figuras “eran grandes, otras chicas, otras gordas, unas negras, otras flacas”.
La experiencia resultó ser una catarsis más efectiva que la escritura o el diálogo, o cualquier otra estrategia para sanar. “Al principio fue muy duro, porque muchas de las madres no eran capaces de asimilar esa realidad y de hacer ese muñeco. Eso fue muy sanador, porque cuando ellas se ponían a tejer y se imaginaban, por ejemplo, los rasgos del hijo, yo les decía ‘breguemos a hacer los ojos grandes para el que era ojón’, y unas decían ‘no, esto quedó muy feo y mi hijo era muy bonito’, y nos reíamos y llorábamos”, resalta Nubia Torres, cuyo hijo, Ómar Eliécer Muñoz Torres, fue desaparecido en 1993, cuando tenía 18 años. Dos sobrinos fueron desaparecidos años más tarde.
Cuando terminaron la escritura del libro quisieron continuar con las reuniones. Así se creó Sueños Justos (Suju). En este nuevo espacio llegaron a la conclusión de que, en el papel, las historias pueden desaparecer, “mientras que en los cuerpecitos de los muñequitos quedan las huellas de nosotras”, según comenta Nubia Torres. La primera decisión que tomaron fue hacer los muñecos con tela blanca y darles sus características personales, con el tono del pelo y la ropa, y atadas a cada una de las figuras dos etiquetas: una con el crimen que contra él o ella se cometió (asesinato, desaparición, reclutamiento o desplazamiento) y otra con la historia de cada uno.
La de Ligia Marcela Berrío, por ejemplo, no siempre va vestida de rojo, aretes y sandalias. A veces va con una piyama y la almohada en la mano, tal como la sacaron de la casa en la que dormía con su esposo, sus dos hijas y su madre, Rosalba Usma, la mañana de junio en la que fue asesinada. Su muerte fue la manera de los paramilitares para callar a su madre, quién se había vinculado a las Madres de La Candelaria buscando a sus dos hijos mayores, también hoy convertidos en muñecos. Hay un cura asesinado por las Farc, un muchacho con toga y birrete —lo mataron 15 días antes de graduarse del colegio—, una niña de ocho años con falda y camiseta.
Cuando tenían listos los 60 modelos, empezaron a pensar qué hacer con ellos. “Si los vendíamos —recuerda Nubia Torres— quedábamos como comercializando con ellos. Así llegamos a la idea de darlos en adopción, para que la memoria no se perdiera”. La primera vez que los muñecos dejaron las manos de sus madres fue en el Congreso Internacional de Psiquiatría que se llevó a cabo en Medellín poco después de que las madres terminaran de concretar su idea. Médicos de Brasil, España, Guatemala e Inglaterra se llevaron historias tejidas.
“Cuando adoptan uno de estos muñecos, no están adoptando los trapitos que lleva puestos, sino que están adoptando la historia de ese ser desaparecido o asesinado. Porque si vos adoptás una historia, eso no se va a quedar en tu casa o en un rincón donde pones la muñeca, esa historia empieza a dar la vuelta de muchas personas porque la vas a contar. No queremos que la historia de nuestros seres queridos se quede en un rincón, en un montón de papeles, sino que salga a dar la vuelta al mundo y haga visible el dolor”, comentó Rosalba Usma, quien se ha convertido en la zapatera oficial del grupo.
Después del Congreso de Psiquiatría, Oxfam les dio $12 millones para tejer 60 muñecos que estuvieron en una exposición itinerante por todo Colombia y para darles a los embajadores de todos los países. Desde entonces, la compra de materiales se financia con los aportes voluntarios de quienes los adoptan, además de encargos. El año pasado, narra la docente Marta Betancourt, el cura Horacio Arango, quien hasta su muerte el pasado enero dirigió la organización Fe y Cultura del colegio San Ignacio, financió un grupo de muñecos para enviarlos como regalo de Navidad a los empresarios más importantes de Medellín.
Además de tejer, las mujeres de Suju sueñan con hacer una muñeca gigante que sea intervenida por artistas plásticos. Sueñan con sembrar un bosque de guayacanes y almendros, con un parque temático lleno de salas y jardines que rescate la memoria y que haga posible la reconciliación. Por ahora, Nubia Torres seguirá cortando y cosiendo moldes; Marta Betancourt rellenándolos y pegándoles el pelo. Todas traerán la ropa tejida de sus casas, y por último, Rosalba les pondrá los zapatos y accesorios y, con hilo y aguja, trazarán las miradas de sus ausentes.