En la década de los noventa, tanto las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (Farc) como las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) demostraron su capacidad de gobernanza en las zonas rurales bajo su influencia. Crearon y consolidaron un orden en el que los robos, el cuatrerismo y el consumo de drogas estaban ausentes casi por completo, al tiempo que resolvían disputas familiares y comunitarias.
Su gobierno respondía a una lógica clara: acumular recursos para sus objetivos nacionales. En el caso de las Farc, con miras a la toma del poder; en el de las AUC, para consolidar modelos de desarrollo regional agroindustrial con una vocación abiertamente antisubversiva. Las guerrillas buscaron establecer un Estado dentro del Estado, controlar a los políticos locales y expulsar a las autoridades municipales: fiscales, policías, etc. Por su parte, las AUC reforzaron el Estado local existente y establecieron pactos con actores políticos y económicos regionales, consolidando un modelo de gobernanza y desarrollo también antisubversivo.
La desmovilización de las AUC (2006) y, posteriormente, de las Farc (2016), cambió la lógica de la gobernanza de los grupos armados en el campo colombiano. Aunque persiste cierta continuidad, los actores armados siguen regulando la vida cotidiana y administrando justicia, como lo hicieron Marulanda en el sur del Tolima en los años sesenta, las Farc en el Caguán en los ochenta y noventa y los paramilitares en Córdoba; también hay rupturas que es importante destacar.
En este artículo señalo esos cambios y cómo están relacionados con la naturaleza de nuestros protagonistas violentos y sus objetivos. Así, trato de responder a las siguientes preguntas: ¿qué tan nuevas son estas gobernanzas del tercer ciclo violento y qué lógica tienen?¿Por qué se dio ese cambio?¿Cómo se expresa la gobernanza armada en el día a día de los habitantes rurales? Por último, señalo qué se puede hacer desde la institucionalidad.
¿Qué es la gobernanza armada?
Analistas y medios de comunicación suelen asumir que existe una comprensión amplia del concepto de “gobernanza”, pero no es así. Cuando se informa sobre una parada militar, el castigo a un ladrón o la construcción de una carretera o escuela por parte de un grupo armado, se enfatiza el horror o la capacidad económica del grupo, sin preguntarse por qué ocurrió y cómo se resolvió el conflicto de esa manera.
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Estas situaciones están relacionadas con la gobernanza, concepto que tiene que ver con el gobierno y la gobernabilidad, aun cuando no son lo mismo. Gobierno es la capacidad del Estado para ejercer poder. Gobernabilidad la manera en que se relacionan el Estado, los ciudadanos y las organizaciones civiles. Y gobernanza, por su parte, el proceso mediante el cual se establecen normas, se presta justicia y se ofrecen servicios como educación y salud.
En los Estados de Europa occidental o Norteamérica, el gobierno incide directamente en la gobernabilidad y, mediante ella, en la gobernanza. En Colombia, sin embargo, el presidente o un alcalde pueden influir, pero no es el único actor. La falta de recursos, infraestructura, funcionarios y legitimidad ha posibilitado que coexistan múltiples formas de gobernanza, incluidas las armadas.
Bandoleros, guerrillas, paramilitares, grupos criminales y disidencias han establecido gobernanzas que resuelven problemas relacionados con la convivencia, la seguridad, la economía y el medio ambiente. Aunque estas funciones corresponden al Estado, la diferencia está en los métodos: en la gobernanza armada, el trámite de los conflictos está mediado casi siempre por la violencia física: castigos o muerte.
¿Qué tan distintas son las gobernanzas de este nuevo ciclo violento?
En esencia, la gobernanza armada ha mantenido rasgos constantes. A lo largo del tiempo, independientemente del actor armado y del contexto histórico, ha cumplido una función suplementaria cuando el Estado ha estado ausente o incapacitado para ejercerla.
Bandoleros, guerrillas, paramilitares y disidencias han gestionado, en mayor o menor medida, los mismos problemas: conflictos de pareja, violencia sexual, hurto, abigeato, disputas por linderos, control de movilidad, consumo de alcohol y las economías legales (agricultura, comercio), informal (minería artesanal) e ilegal (coca, minería), así como de proselitismo político, ya sea vetando o promoviendo candidatos.
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Sin embargo, la lógica que sustenta estas formas de gobernanza ha cambiado. Ya no se acumulan recursos para desafiar al Estado, como hacían las Farc o el Ejército de Liberación Nacional (ELN) ni para consolidar un modelo agroindustrial antisubversivo como lo hicieron las AUC. Hoy, la gobernanza armada se centra en el control del poder local y de las economías ilegales, informales y legales que escapan a la regulación estatal.
Además, los grupos armados actuales ya no se diferencian con tanta claridad en sus bases materiales como en los años noventa: entonces, las Farc dominaban zonas de colonización cocalera, el ELN zonas mineras y campesinas y las AUC territorios ganaderos o palmeros. Hoy, el éxito parcial del Estado en su lucha contrainsurgente ha desplazado estas gobernanzas hacia zonas de frontera, donde operan modelos extractivos transnacionales. Un ejemplo claro es el arco amazónico colombiano y su relación con la coca, la minería, la deforestación y la ganadería.
Otra ruptura se da en el plano político. Ya no se busca vaciar de autoridades a los municipios sino influir en el gobierno local. Los grupos armados establecen arreglos con candidatos, facilitan su proselitismo y buscan incidir en la asignación de recursos y en los planes de desarrollo. También, en esta nueva etapa, para ganar legitimidad los grupos (disidencias y Ejército Gaitanista de Colombia, EGC) adoptan una estrategia de bienestarismo armado: construyen escuelas, complejos deportivos, acueductos y carreteras. Además, promueven liderazgos y organizaciones nuevas, especialmente cuando las existentes se oponen a su presencia.
Un último cambio es la movilidad social que ofrecen, particularmente el EGC, que actúa como socio capitalista en cultivos de coca y en sectores comerciales (bares, discotecas). Esta diversificación explica su éxito en zonas como el Chocó, el bajo Cauca y el sur de Bolívar.
¿Por qué se dio el cambio?
La derrota estratégica de los actores armados, su proceso de marginación territorial y el predominio de nuevos formatos organizacionales en los protagonistas de este ciclo violento explica el por qué. La desmovilización de las AUC (2006) como resultado de los “éxitos de las campañas contrainsurgentes estatales”, junto a la derrota estratégica de las guerrillas, cambiaron el mapa del conflicto en Colombia. El ELN y las Farc se replegaron a las zonas más marginales y periféricas del país para resistir a la ofensiva estatal. Esto implicó que los gobiernos establecidos en estas áreas no estuvieran en función de acumular recursos para tomar el poder. Tras múltiples confrontaciones entre estas guerrillas y con las estructuras emergentes de la desmovilización paramilitar se dieron unos pactos de repartición territorial para garantizar la supervivencia de los grupos armados, evitar la presencia estatal y controlar economías territoriales lícitas e ilícitas (minería, coca, extorsión, tráfico de personas, ganadería, deforestación, etc.) de las cuales derivan sus recursos y poder.
Esto permaneció más o menos estable hasta la desmovilización de las Farc (2016). Su desarme marcó una nueva ruptura. Las Farc era el grupo dominante en la economía cocalera y desapareció un modelo organizativo integrado, bastante jerarquizado y una alta unidad de mando. Ahora, los protagonistas de esta nueva etapa violenta, como el ELN, las disidencias y el EGC son federados o franquiciados, y este cambio importa mucho. ¿Por qué?
Los modelos organizativos integrados y jerarquizados tienen un elemento que los diferencia de los federados o las franquicias y es que si una de sus estructuras pierde la guerra en su zona de influencia, puede resurgir o sobrevivir. En los otros formatos esto no sucede tan frecuentemente porque cada estructura debe buscar sus propios recursos y en ese camino el perder una guerra significa una posible extinción. Esto explica los cambios en las lógicas para gobernar, pues para existir ya no se busca el poder nacional sino el local.
¿Cómo se expresa la gobernanza hoy en día?
El perfil local de las estructuras armadas (frentes, bloques, etc.) de nuestros protagonistas de este ciclo violento tiene un impacto directo en cómo se expresa la gobernanza armada hoy en día. Por lo menos para el caso del ELN o de estructuras que tienen los legados organizacionales de las Farc, lo que se observa es una tendencia a recurrir cada vez menos a procesos “formales”.
En los años noventa los juzgados farianos o las cortes elenas eran recurrentes. En cierta manera estas “cortes” trataban de simular un proceso formal con instancias para tramitar problemas. Incluso, el ELN para no recurrir a la pena capital construyó cárceles con el objeto de rehabilitar drogadictos, ladrones e incluso para transformar a antiguos combatientes paramilitares. Actualmente esto no existe y se observa una creciente tendencia a utilizar la pena capital para tramitar problemas y hacer cumplir las reglas. Esto se debe a un cierto aprendizaje: la justicia no es tan rápida para atender los problemas que necesitan las poblaciones y requiere una mayor formación de los combatientes.
Por eso no es extraño que los órdenes armados en la Colombia rural recurran cada vez más al uso de la violencia letal como forma de mantener su dominio y de hacer valer su visión de sociedad. Quizás el actor que más ha mostrado un giro en este sentido es el ELN con sus ejecuciones y campañas violentas en Arauca, Catatumbo o Chocó con el asesinato de civiles. Este cambio no implica que la violencia no haya sido usada en el pasado, pero mientras años atrás era el “último recurso”, hoy parece ser el primero y único. El último informe de la ACLED corrobora esta tendencia y muestra cómo la violencia para gobernar es un recurso para disciplinar y reforzar visiones de sociedad y orden que garanticen el control y la extracción de recursos.
Conclusiones
La transformación del conflicto armado en Colombia ha traído consigo cambios significativos en las formas de gobernanza ejercidas por los grupos armados. A diferencia del pasado, cuando estructuras como las Farc y las AUC operaban con objetivos nacionales, para sobrevivir los actores del actual ciclo violento se enfocan ahora en consolidar el poder local y controlar el territorio.
Estas nuevas formas de gobernanza no buscan desplazar al Estado ni acumular recursos con fines revolucionarios o contrarrevolucionarios sino coexistir con él. Su propósito es reforzar un orden local que les permita regular las economías de su interés. En este contexto, la violencia se emplea como mecanismo de regulación y disciplina social, al tiempo que se promueven obras de infraestructura, nuevos liderazgos y organizaciones y mecanismos de ascenso económico como forma de ganar legitimidad en las comunidades. Esta nueva lógica tiene altos costos sociales: las comunidades quedan atrapadas en medio de disputas territoriales permanentes por la definición de quién gobierna a quién.
Los desafíos que plantean estos modelos de gobernanza son distintos a los del periodo insurgente, lo cual tiene importantes implicaciones para las políticas de paz y seguridad. Cabe preguntarse, primero, por qué persisten fallas estructurales en los arquitectos de paz, que no han logrado reemplazar los órdenes erosionados por la desmovilización de grupos armados. Segundo, es urgente replantear el enfoque del componente de seguridad humana y justicia local. Para resolver sus conflictos las comunidades suelen recurrir a corregidores, inspectores de policía y personeros, pero hasta ahora no existe una política pública seria que fortalezca esas figuras ni que les otorgue los recursos necesarios para cumplir su rol.
La experiencia con las disidencias de las Farc demuestra que los legados de la guerra importan, y entender qué vacíos llenaba la gobernanza fariana ofrece pistas útiles para diseñar políticas de fortalecimiento institucional en los territorios.
Estos elementos permiten plantear una crítica de fondo: las estrategias de construcción de paz en Colombia han estado marcadas por un enfoque excesivamente desarrollista y economicista, sin prestar atención suficiente a cómo fortalecer la institucionalidad local para que sea capaz de ocupar los vacíos de regulación que deja un actor armado al desmovilizarse.
Además, es urgente estudiar seriamente las dinámicas de corrupción en los territorios. Las nuevas gobernanzas armadas ya no operan únicamente desde una lógica de captura del Estado, como algunos entendieron la parapolítica, sino que han dado lugar a formas más complejas y profundas de articulación entre actores armados, economía local y estructura política. En este contexto, podría resultar más apropiado hablar de gobernanzas híbridas.
Por lo anterior, y pese a las diferencias territoriales y de los protagonistas, es posible identificar una generalidad clave: el principal desafío no es construir Estado sino garantizar el funcionamiento efectivo del existente. Esto implica que en un nuevo escenario de construcción de paz las estrategias de seguridad deben priorizar el componente ciudadano y la provisión efectiva de justicia, las dos dimensiones que representan, en la práctica, el mayor poder político de las gobernanzas criminales y armadas en Colombia.
* Este artículo hace parte del proyecto “Transiciones posibles de la guerra y la paz en Colombia a casi una década del acuerdo de paz”, auspiciado por la Friedrich Ebert Stiftung en Colombia (Fescol), en alianza con El Espectador
** Andrés F. Aponte. Analista senior de la oficina Andina de GITOC
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