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Así recuerdan las mujeres de El Tigre (Putumayo) la masacre paramilitar de 1999

“Entre alegrías y dolores nos hicimos mujeres” es el segundo de cinco relatos construidos por mujeres de la inspección El Tigre, en Valle de Guamuez, que pertenecen a la Asociación Violetas de Paz. Esta historia recoge los recuerdos de la masacre paramilitar de 1999 en la que fueron asesinadas más de 30 personas.

Colombia2020 / @EEColombia2020
08 de marzo de 2020 - 08:09 p. m.
Ilustración de Guache.
Ilustración de Guache.

“Nosotras y El Tigre: Una historia de selva y guerra en cinco actos” son relatos sobre el conflicto armado en la inspección de El Tigre, en Valle de Guamuez (Putumayo) construidos a partir de los testimonios de mujeres sobrevivientes de violencia sexual y de la guerra. La escritora Ana Karina Delgado recogió sus relatos para este proyecto. Colombia2020 reproduce tres de estas historias. Esta es la segunda:

1.

En ese tiempo, El Tigre era más pequeño. El negocio de la coca para hacer mercancía había llegado desde hacía años ya, como desde el año 80 que estábamos trabajando con eso. Ya aquí había otra ley, habían venido ya los guerrilleros del M19, los que llaman EPL, y los otros también, los Masetos, que eran como los paramilitares de antes. La gente del monte, la guerrilla de las FARC, ya andaban acá como perro por su casa, pero que éramos todos guerrilleros, que el pueblo era guerrillero, eso no era cierto por más que lo dijera hasta el ejército, y es que varios escuchamos decir a los soldados:

– A ese pueblo guerrillero paga es echarle candela ¡acabarlos a plomo!

Luego, yo me acuerdo, fue como desde 1997 o 1998 que ya se empezó a escuchar que venía otra “ley”, una ley brava a acabar con el pueblo. Decían que ya estaban en Puerto Asís, que en cualquier 8 momento llegaban al Tigre. Decían que iban a venir pa’ navidad, no vinieron. Que iban a venir pa’ año nuevo, no vinieron. Pasaron las fiestas y ahí sí fue que se llegó el día, el maldito día en que ellos vinieron.

(Lea también: Las mujeres hacen memoria sobre cómo vivieron la guerra en el bajo Putumayo)

2.

En ese tiempo mi hijo mantenía donde una profesora, porque ella sí tenía televisión y nosotros hay veces nos íbamos a ver las novelas allá. Ese día yo no quise ir, porque como era sábado pa’ amanecer domingo, no había novela ese día. Mi hijo volvió a la casa como a las diez y media, y a los poquitos minutos escuchamos unos carros que subían y bajaban. Al frente de nosotros vivían los milicianos, yo me acuerdo.

Cuando volvieron a subir otra vez los carros ya se pararon al frente de la casa de nosotros y dijeron:

–Ahora sí, ¿dónde está la guerrilla pa’ que los defienda, hijueputas? Aquí se van a morir todos por ser colaboradores de la guerrilla.

Yo le dije a mi hijo:

–¡Se dentraron, se dentraron los paracos!

Los milicianos se salieron de la casa de ellos y como escucharon movimiento en la mía, entonces ya miraron que estaba despierta y desde afuera me hablaron.

–Vecina, vecina... ¡vámonos!

Y yo:

–No me hablen, no me hablen que por culpa de ustedes nos van a matar a todos.

En esa época yo sabía dormir desnuda, por el calor; como pude encontré una toalla viejita, me envolví y nos fuimos a oscuras. Corríamos y corríamos, nos caíamos y nos levantábamos. En un chuquio, que es como un pantano, nos enterramos hasta la cintura, y esos milicianos corrían atrás de nosotros, andando nuestro mismo camino.

Cuando llegamos a la esquina de la cancha escuchamos ¡plummmm! ¡Encendieron El Tigre! pensé yo. Ese pueblo no más echaba humo, y los caballos corrían atrás de nosotros. Yo me tiré al suelo y los muchachos me decían:

–Mamá coja valor, mire que nos van a acabar.

Ahí ya seguimos caminando, descalzos íbamos. Andábamos a oscuras, como sonámbulos. A la niña pequeña, a la morochita, le tapábamos la boca a raticos pa’ que se escuchara su lloro. Llegamos a un barranco alto pa’ bajar al río, y esos milicianos seguían ahí detrás de nosotros. En eso fue que a mi hijo mayor se le cayó mi niña, ella tenía un añito.

–Mamá se me soltó la morocha.

Envuelta en las sabanas se fue rodando y llorando por la vega hacía el río. Mi hijo a oscuras se fue a buscarla, porque ni mechera, ni linterna, nada teníamos y mientras tanto seguía sonando el plomo atrás de nosotros. En eso a yo de los nervios me vino el periodo y yo no sabía ni qué hacer. Tanteando, tanteando y siguiendo los lloridos, mi hijo fue y encontró a la morocha en la orillita del río. Ahí bajamos los demás y nos amontonamos en el asiento de un palo espinudo mientras se oía como lloraba, como aullaba la gente. Y los milicianos se hicieron ahí a un lado de nosotros, no se iban ni por nada.

–Si ve, por culpa de ustedes acabaron al pueblo. Eso dije, y ahí fue que yo me agarré a llorar.

3.

A mi marido le gustaba mucho el baile, a veces yo me iba con él, pero esa vez no fui. Yo estaba donde mi suegra echando conversa. En ese tiempo todavía nadie nos ponía horario –como los mismos paracos 12 hicieron después–, el que quería podía amanecer en la calle, nadie les decía nada, mi marido hay veces llegaba a las cuatro o cinco de la mañana a la casa. Yo me despedí de mi suegra y me fui pa’ la casa, donde mis hijos estaban dormidos. Iba cruzando la calle, a oscuras porque ya no había luz, cuando aparecieron dos señores y me detuvieron:

–Usted pa’ dónde va, ¡miliciana!

–No, no. Yo no soy miliciana, no soy nada.

–¡No nos mire!

Iban a pie ellos, con uniforme y con una pañoleta tapándose la cara. Yo me agaché, pa’ no mirarlos.

Me detuvieron un rato, y me tocaban por acá y por allá, como requisándome. Ya empezaron a andar los carros, y le prendieron candela a una casa, yo veía el incendio y oía la bulla. Al ratico prendieron otra casa de más allá, por la vía a Maravélez. Totiaban los cilindros de gas ¡boom! ¡boom! y yo pensaba que era el pueblo entero que se incendiaba mientras yo estaba ahí, quietica, porque no me dejaban ni mover. Me decían cosas y trataban como de tocarme, pero, ¡gracias a Dios! en ese momentico llegó otro y les dijo:

–¡Nos vamos, nos vamos!

Ellos me dijeron que no fuera a correr, así que yo me fui despacito y casi alcanzaba como a sentir que 13 me echaban bala, pero no. Cuando llegué a mi casa a ver a mis hijos fue que ese tiroteo ya empezó, pero eran balas de ellos mismos, de los paramilitares, nadie les estaba respondiendo los tiros, no hubo ni un enfrentamiento, eran ellos no más.

Yo me quedé un rato ahí, con mis niños dormidos, las balas no los despertaban, pero todos en la casa donde arrendaba, muertos del susto, empezaron a decir que nos fuéramos a esconder al monte. Yo fui y desperté a mis niños, así suavecito pa’ no asustarlos.

Fue mucha la gente que como nosotros se corrió pa’l monte, otros se metieron a los aljibes y en esos huecos se quedaron hasta que pasó todo. Los que sí eran milicianos estaban bien pilosos, uno se había hecho el muerto, otro se había subido en un árbol de pomarroso y allá se quedó escondido hasta que se fueron, desde allá arriba miro todo, y así ellos se salvaron. Es que fue pura gente del pueblo la que mataron esa vez, gente inocente.

4.

Pa’ esa época todavía vivíamos en Maravélez, en una vereda que hay acá. Ese día sábado, le dije a mi marido:

–Vamos pa’l Tigre, a donde mi compadre, él va a sacrificar ganado.

Es que nosotros le ayudábamos a lavar esas vísceras y él nos daba carne, platica o huesitos pa’ la comida.

Ese día salimos tempranito, teníamos coca ya en Maravélez y tocaba que ir a vender al pueblo un poquitico de mercancía que nos salió, así que nos fuimos pa’l Tigre. Contenta me fui a ayudarle al compadre. Mi marido se quedó con los niños pequeños, y yo me llevé a los otros, el uno debía tener doce y la niña nueve.

Ahí estábamos en el matadero cuando llegó esa gente armada:

–¿Dónde están los guerrilleros? ¡hijueputas!

–Nosotros no somos nada, no somos guerros, somos gente humilde.

Y empezaron a quemar unos carros que había ahí en el matadero. Nosotros ya humillados no hallábamos qué hacer, y ahí fue que se llevaron a mi compadre. Lo cogieron y cogieron al hijo. A mí era una fatiga que me daba, es que era mucho el dolor cuando se lo llevaron:

–No, no lo lleven, ¡compadre, vuélvase!

Y él ahí, encañonado. Se lo llevaron y no lo devolvieron más. Al hijo lo soltaron porque él andaba con la sagrada biblia y mi Dios lo libró, pero 16 a su padre se lo llevaron.

Yo fui y le dije a la comadre:

–Vámonos con los niños, vámonos todos. Nos metimos al monte, y eso se escuchaba la gente gritando, se veían las casas ardiendo, los carros quemándose.

Esa noche mi esposo se fue a jugar billar. Yo estaba en la casa, ya durmiendo con las niñas. A eso de   las once de la noche escucho al vecino que grita  que se está quemando una casa. Eso fue al frente que quemaron la casita de una amiga, le sacaron el novio de ella y lo llevaban para matarlo.

Yo esperaba que mi marido llegara en cualquier momento, y nada, no llegaba. Nosotros salimos y eso se oía por un lado y por otro el ¡pum pum! y     si uno miraba pa’l centro, por allá por donde era una cantina, lo que se veía eran llamaradas. Con  las niñas cogimos el cilindro del gas y lo metimos  al aljibe, pa’ que si nos metían candela no fuera a explotar todo.

Al otro lado vivía mi hermana y mi mamá, fuimos y las sacamos. Al monte nos fuimos a amontonar todas, ahí donde teníamos un marranito. Oscuro estaba, porque en ese tiempo había era planta eléctrica pa’l pueblo y se fue la energía. Eso quedó oscurísimo, a ratos lo que se veía era la claridad del fuego. Y nada de llegar el papá de las niñas, nada.

Yo, la verdad, no estuve esa noche. Yo estaba en Policarpa.

Pa’ ese diciembre mi hijo había venido al Tigre de vacaciones, es que él estudiaba afuera. Él era muy trabajador, dejó coca sembrada y se fue a poner papeles en una parte y en otra para poder estudiar en la universidad. Con la platica de la coca que él tenía y que la hermana le administraba, era que él estudiaba ingeniería civil. Tenía varios semestres, estaba bien avanzado ya, le faltaban no más tres meses. Veinticinco años tenía mi hijo.

Hacía ya doce años que yo no había ido pa’ donde mi familia, por eso mi hijo me dio plata pa’ que fuera a verlos y el 2 de enero me fui pa’ Policarpa. Yo me acuerdo  que  le  dejé  una  ollada  de  arroz  de  leche, tanto que le gustaba a mi hijo. En la casa quedó él con las hermanas.

Yo quería devolverme ligero el día viernes pa’ encontrarme con él, porque ya se le acaban las vacaciones y se iba mi muchacho, pero la familia no quería que me viniera de Policarpa.

Ese sábado, el mismo 9 de enero, yo me vine pa’l Tigre. ¡Ay! si me hubiera venido el viernes yo alcanzaba a ver a mi hijo y hasta lo hubiera podido defender.

Me vine en bus desde Policarpa y, como a las tres   o cuatro de la mañana llegamos a Santana, de ahí ya no nos dejaron pasar, estaba el ejército, ¡pero hartísimo ejército! tenían un retén y los carros estaban parados en hilera. Es que ellos se prestaron pa’ cuidar mientras allá en el pueblo iba pasando todo. A esa hora ya los paracos habían hecho en El Tigre todo lo que iban a hacer.

(Lea también: En El Tigre, 20 años después de la masacre, quieren perdonar pero no saben a quién)

Me da tanto dolor por mis vecinos, ellos habían salido de la finca pa’ quedarse el domingo, bien inocentes eran y de todas formas los echan al carro. Ellos se subieron a la camioneta y se hicieron en    la parte de adelante. A mi hijo, el que tenía unos quince años, también lo llevaron.

Cuando ya pasó todo eso y se fueron, y todo el mundo empezó a salir a las calles, yo me cargué   mi niño envuelto en una cobijita. De los nervios como que uno pierde el miedo. Mi esposo rapidito apareció, pero se perdió mi hijo. Tontiando, tontiando yo buscaba a mi hijo por todo El Tigre.   A mí me dijeron que lo habían mirado, que se lo había llevado esa gente. Buscando empezamos a ver muertos por toda parte: que allá hay tantos, que en aquella parte tantos, que pa’l puente, que pa’ abajo. Y nos íbamos a mirar, a ver si alguno de los muertos era mío.

8.

Ya andaba la gente llorando, diciendo que mi hijo, dónde estará mi hijito, mi marido, quién ha mirado a mi hermano.

Las casas incendiadas eran como un horno, parecía que toda esa candela venía, venía, como cuando uno hace una quema de monte pa’ después sembrar, como que avanzaba la candela sobre el pueblo, pero gracias a Dios no, era que cuando explotaban los cilindros de gas hacían llamarada.

Al rato ya empezamos a ver por la familia, qué hermano falta, qué  primo,  todos  buscando.  Era la cosa más triste y desoladora. Todos llenito de miedo, porque cuando se fueron, los paracos dijeron que iban a volver, y aunque no fue ahí enseguidita, después de un tiempo sí volvieron para hacer de las suyas en El Tigre.

9.

A la salida del pueblo hacia La Hormiga, a los finados los pusieron como en un círculo, nosotros llegamos y vimos eso. Mi compadre estaba ahí muerto. Eso fue horrible.

Ya empezaron a recogerlos a todos, aunque fue más de uno que se perdió porque los echaron pa’l río, aguas abajo. Ese día no hallábamos qué hacer.

–Comadre, no me deje sola.

–No, comadre, yo no la dejo sola, yo me la llevo con yo pa’ abajo, pa’ la finca....

–¿Y los niños?

–Los niños también, nos vamos todos.

Mi comadre y yo nos dimos la mano así, con fuerza.

10.

Nosotros no queríamos salir del río, nos daba miedo, parecía que ya nos iban a matar. Pero ya en la mañana fuimos saliendo como en cámara lenta. Los milicianos también salieron con nosotros, se salvaron, porque es que aquí no mataron a ningún miliciano, a ningún guerrillero, aunque los paracos decían que era pa’ limpiar el pueblo de guerrilla que habían venido, aquí mataron fue pura gente inocente.

El pueblo echaba humo no más. Eso daba dolor, Dios mío, qué dolor ver tanta gente muerta por la calle, tirados como animales.

Con los vecinos nos llegó el amanecer en el andén de la casa, todos sentaditos ahí, sin sueño, sin nada, puro llorar y llorar. Yo ahí pensaba: me lo mataron a mi hijo, lo mataron; es que todos los que se habían llevado estaban ya muertos.

Eran como las 5 de la mañana, ya iba rayando el día, cuando apareció mi hijo, ¡apareció! Corrimos a abrazarlo, mirarlo y volverlo a abrazar, no creíamos que estuviera vivo.

Es que mi hijo, que no es bruto, dice que se subió a la camioneta y se quedó ahí a la orillita. Ya cuando llenaron ese carro de gente, se fueron rumbo al puente. Mi hijo dice que ese carro arrancó y que    él no lo pensó dos veces ¡se tiró! saltó y se metió monte adentro a esconderse. Hubo otros que se tiraron también de ese carro, unos corrieron, otros se quedaron quietitos pa’ que no les dispararan. Así fue como mi hijo y varios se salvaron. Mis vecinos no, ninguno de los que se quedó en el carro vive. Dicen que uno no siente el dolor ajeno, pero en realidad sí, yo lo siento, siento el dolor de mis vecinos.

Yo salí a buscarlo a mi marido. Así íbamos todos: buscando, buscando, ¿dónde será que están?  Todas buscábamos y llorábamos. Por allá en una parte había un círculo que habían hecho con los finaditos; yo dije: ahí de pronto va a estar él. En  ese círculo estaba uno al ladito del otro, los habían puesto así boca abajo, eso parecía que hubiera sido con machete que les abrieron la cabeza como un coquito, y lo de adentro estaba todo salido. Yo me asomé a ver eso, por si ahí estaba mi marido, pero no, no estaba. De ahí nos fuimos pa’l puente, y en el puente también había muertitos. Ahí los mataron y los tiraron al río, abiertos los pechos, algunos de esos se encontraron, otros no.

Al final yo les dije a las niñas que no, que su papá no estaba él allá por ningún lado, que a lo mejor se lo llevó el río.

Una hija mía me decía una vez:

–Mami, yo soñé con un señor que llegaba y me abrazaba tan bonito, bien vestidito estaba, era un señor alto y delgado, bien cariñoso. Yo creo que era mi papá, ¡qué bonito debe ser tener papá!

Eso decía la hija mía, ¡ay Dios!

13.

Mi esposo fue a ayudar a sacar los del río, los habían cortado en el pecho y el cuello, abiertos pa’ que se hundieran y no se arrebataran pa’ afuera. Del agua ya salieron bañaditos. Los amarrábamos con unas sábanas y un pañuelito en el cuello pa’ que no se les viera ese corte. A otricos también los recogieron, estaban con la cabecita vaciada y toditos ensangrentados, ellos así y limpios los del río.

Los echaron en una carretilla  de  esas  que  jalan los caballos, los pusieron a todos los finaditos amontonados y los llevaron al coliseo.

Allá fuimos a mirarlos, para ver qué conocido había, todos andábamos buscando nuestros muertos.

Yo seguía de viaje pa’ llegar al Tigre. A las nueve de la mañana ya el ejército nos dejó venir de Santana. Al llegar a Orito toda la gente se puso a comer, yo no comí nada. De ahí el ejército nos hizo irnos por Siberia, una vuelta larga esa. Ahí todavía nadie decía nada, fue ya del Placer pa’ acá que se subió una señora y venían conversando de lo que había pasado en El Tigre, yo no pregunté nada, es pa’  uno es trabajoso preguntar lo que otros conversan. Cuando llegamos a La Hormiga me cogió una fatiga y una desesperación, era que ya quería llegar a la casa. Ahí tampoco comí nada.

La casa mía quedaba ahí al borde de la carretera. Llegamos y una de mis hijas se subió al bus a recibirme, luego se subió la otra y esa ya no aguantó y se puso a llorar. Como la casa es ahí al ladito de donde para el bus, miré pa’ adentro, y ví que estaban velando a alguien.

–¿Quién es que se murió?, ¿quién está ahí?

Yo solo sé que caí al suelo, me desmayé. ¡Tan lindo que era mi hijo! Yo los crie en mi pobreza, los crie bien, gracias a Dios, porque no es que yo me alabe, pero ahí está la gente que lo puede decir. Tanto esfuerzo que hice para que después me lo vayan a quitar así. Yo me acuerdo que cuando lo toqué, eso era como un vidrio roto, así era mi hijo dentro de ese ataúd.

A mí me dolía la cabeza, y los ojos como que se me salían de ver todo eso.

Ese día nosotros no comimos, quién iba a comer, todo sabía a sangre.

Eso era mucho llorar, mucho dolor. Hay veces nos ganaba el miedo, y hay veces nos ganaba la tristeza.

Todos los días de mercado, los carniceros mataban res y vendían, ese día era de mercado. Pero esa vez toda la carne quedó colgada, nadie compró. Yo no comí carne por ahí unos dos meses.

Como estaban frescos los finaditos, eso olían, la carne de ellos olía como cuando uno guarda carne de res con sal.

Cuando estábamos velando al compadre, la gente asustada decía: –¡ya vienen! ¡regresaron, vienen en el puente! Eso era el domingo por la noche.

Era tanto el miedo, que apagamos las luces y nos fuimos a esconder pa’l monte pensando que si volvían no nos mataran también a nosotros. Lo dejamos al difunto solito, solito. Al otro día lo enterramos y después le ayudamos a empacar ropa a la comadre y nos fuimos pa’ la finca.

Yo como que no me daba cuenta de nada, estaba como ida, conforme llegué así viví eso tan horrible, sin ni un tinto en la barriga.

Luego vino la Cruz Roja y la Inspectora de policía a hacer el levantamiento de los finados. Después de eso ya se fue la gente, toda la gente se fue yendo.

Quedó solito el pueblo. Los que quedamos ahí fuimos poquitos, unas diez familias.

(Lea también: Los perseguidos: masacre de El Tigre (parte 1))

Daba miedo vivir en ese Tigre. El Tigre era un pueblito fantasma.

Yo digo que eso, ese dolor, esos lloros quedaron como suspendidos en el espacio. A las seis de la tarde, yo me acuerdo, los perros comenzaban a correr como si los persiguieran, se estrellaban entre ellos y aullaban como niño que llora.

Eso es duro, ya hace 20 años que fue eso, pero yo no lo puedo olvidar, ninguno puede. Yo voy siempre a la tumba de mi hijo que ahorita está tan feíta porque no hemos podido arreglarla bonito, no ha habido la forma. Hay otras tumbas muy lujosas, la de él no, ahí solo está su nombre de él y la fecha:  9 de enero de 1999.

 

Por Colombia2020 / @EEColombia2020

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