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Las mujeres hacen memoria sobre cómo vivieron la guerra en el bajo Putumayo

“Tumbar y fundar” es el primero de cinco relatos construidos por mujeres de la inspección El Tigre, en Valle de Guamuez, que pertenecen a la Asociación Violetas de Paz. En esta historia recuerdan la construcción de su pueblo y la llegada de los primeros grupos armados y la coca. Este es el acto I del proyecto "Nosotras y El Tigre".

Colombia0/ @EEColombia2020
07 de marzo de 2020 - 03:45 a. m.
Ilustraciones hechas por Guache. / Cortesía.
Ilustraciones hechas por Guache. / Cortesía.

“Nosotras y El Tigre: Una historia de selva y guerra en cinco actos” son relatos sobre el conflicto armado en la inspección de El Tigre, en Valle de Guamuez (Putumayo) construidos a partir de los testimonios de mujeres sobrevivientes de violencia sexual y de la guerra. La escritora Ana Karina Delgado recogió sus relatos para este proyecto. Colombia2020 reproduce tres de estas historias. Esta es la primera:

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En ese tiempo que se conocieron mis abuelos, la gente se peleaba mucho por partidos políticos. Allá en San Pedro, Huila, eran todos liberales y mi abuelo era conservador. Cuando se juntaron, tuvieron que irse huyendo y así fue que los viejos llegaron hasta aquí, al Putumayo.

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Mis papás nos trajeron de Nariño, yo he llegado aquí al Putumayo de tres añitos de nacida, así que aquí estamos hace más de 50 años. En ese tiempo todo esto era mera selva.

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Aquí se llama El Tigre porque en los tiempos que estaban solo los indígenas, y luego que fuimos llegando los demás, todavía se veían los tigres asoleándose aquí abajo. Yo miré tigres y tigrillos, pero me daban mucho miedo. Antes eran muchos los animales que salían aquí en El Tigre. Había borugas, gurres, ¡harto animal! Después con el tiempo ya no, ya todo se fue dañando y hasta los animales se fueron yendo.

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En ese tiempo de antes, cuando la gente fue llegando, esto era puro monte, selva era. La gente llegó y fue cogiendo tierra. Empezaron a tumbar el monte y a fundar. Sembraban mucho el arroz, el maíz, el plátano, y eso era lo que se vendía, esa era la alegría nuestra. Ya luego fue que llegó la coca, primero era solo la que mascaban los indios, pero luego ya hubo quien aprendió a elaborarla, a sacar la cocaína.

(Lea también: Los perseguidos: masacre de El Tigre (parte 1))

Desde pequeñita me iban a dejar a la escuela. Era inteligente, pero a yo no me gustaba estar ahí, me ponía a pensar en mi papá, en mi mente decía: yo acá sentada, y mi papito pobrecito solito desyerbando maiceras, arroceras, yuqueras ¡solito! y sin un peso con que conseguirse un trabajador. Entonces yo me iba calladita, dejaba esos cuadernos escondidos donde una amiga, y le decía a mi mamá que me iba pa’ la escuela, pero no, me iba detrás de mi papá, a ayudarle.

A los ocho años me llevaron pa’ sirvienta, eso fue allá en Nariño, mucho antes de venir pa’ acá. Allá me tocaba levantarme a las tres de la mañana a moler el café que esa señora me hacía tostar hasta las once de la noche. La señora esa me pasaba dos infelices fosforitos y, si se me apagaban, yo vería cómo prendía el fogón de leña para hacer comida para los trabajadores en la mañana. Esa señora era mala conmigo, ella debe estar por allá en el infierno, le deben estar echando candela por todos lados. Yo me iba con los dos fosforitos a tientas, porque si prendía la lámpara pa’ salir de la casa yo sabía que quedaba con un mero fosforito, entonces me iba a oscuras pa’ la cocina que quedaba allá, lejos, y en el camino se sentían unos ruidos horribles, a mí no más se me ponía la carne como de gallina y me recorría un aire frío, frío.

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Siete hermanos de una pobreza infinita éramos nosotros. Nos tocaba dormir en el piso en una casa de barro que mi papá había hecho, él sabía de construcción, lo que no tenía era plata. Al pobre le tocaba vivir jornaliando para poder comer. Así vivíamos, en esa escasez: si desayunábamos, no almorzábamos. Cuando tenía como doce años, una amiga me llevo pa’ Cali, nos dijeron que allá un señor andaba buscando mujeres para trabajar “adentro”, pa’ aseadoras. ¡Mentira! Nos engañaron y nos llevaron a un sitio de prostitución. Allá me violaron, hicieron conmigo lo que quisieron. Yo estaba pequeñita, me estaban doliendo los senos, recién queriéndome salir. Allá fue la perdición mía, hasta que nos pudimos volar.

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Allá lejos, donde vivíamos antes de venir al Putumayo, buscábamos oro en el río. Con mi familia lavábamos la tierra del río y sacábamos a veces “un castellano” de oro, mi papá lo llevaba a vender, yo no sé en cuánto lo vendería, pero en ese tiempo alcanzaba pa’ la remesita, ya no sufríamos tanto, porque así nos sustentábamos. Lo cierto es que eso es malísimo, porque arriba: el tremendo sol y de las rodillas pa’ abajo: enterrados entre el agua. Tocaba estar como los animales, zambulléndose a cada rato para aguantar el día, pero después de cuatro años vimos con mi hermana que ya no aguantábamos más. Entonces empecé yo a sentirme enferma, fui al médico –al médico de yerbas– él me dijo: le toca conseguir unas tunas, abrirlas, echarles aceite de almendras y acostarse encima de todas esas hojas: se va a estar ahí acostada, hasta que se le sequen esas hojas, porque usted lo que tiene es mucho calor por dentro.

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Mi mamá quedó en embarazo y ese señor que es mi papá la dejó botada. Luego mi mamá se consiguió otro marido, con él tuvo el resto de sus hijos. Yo me fui de la casa como de once años, porque era muy duro en ese tiempo, a mi mamá no le alcanzaba la plata y como yo no era hija de ese señor, no tenía derecho a nada. Por eso yo decidí irme, a trabajar y rodar por la vida.

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Yo nací en El Tigre, en un potrero. En ese tiempo les dieron permiso a mi papá y mi mamá de hacer una casita por allá abajo, por la vereda Maravélez. Hicieron una chocita de iraca y ahí cerca, entre los animales, le dieron los dolores a mi mamá. Cuando tenía nueve años yo era muy feliz. Recuerdo las noches de luna llena en la orilla del río; jugábamos con todos mis hermanos y mis primos en un arenal grande hasta las diez de la noche, porque eran noches claritas de luna, y ese río sonaba y retumbaba, verdecito era el río.

Nosotras siendo muchachitas nos fuimos de la casa, a seguir sufriendo nos fuimos. Es que mi papá nos maltrataba mucho y nos hacía trabajar. A mis nueve años me levantaba a las tres de la mañana, como mujer vieja ya, pa’ cocinarles a quince o veinte trabajadores. En ese tiempo había arroz, maíz y plátano, cultivaban marranos y gallinas, de eso se vivía. Ya llegó el día en que no aguanté más, entonces me fui con un hombre, y eso fue peor. Ese hombre ya tenía como unos cuarenta años, un hombre malvado, bien malo era. Mi mamá en cambio nunca se fue, ella lo único que hacía era llorar y llorar.

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Mi papá, un tiempo fue bueno y responsable, pero luego hubo otro tiempo en que él pasaba borracho y le pegaba a mi mamá. Nosotras salíamos corriendo con ella pa’ que no le pegara más, íbamos cogidas de la mano corriendo a donde la abuela. Cuando mi papá le pegaba a mi mamá, a mí me provocaba coger un palo de leña y darle a él. Es que era mucha la rabia que me daba.

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Ahí en la casita fue que yo perdí mi virginidad. Ese señor, el dueño de la casa, abusó de mí cuando yo era pequeña, unos ocho años tendría yo. Él hizo lo que hizo y me dijo: no le vaya a decir a su papá, porque yo los mato a todos, y una como era montañerita, calladita se quedó. Ni mi papá, ni mi mamá llegaron a darse cuenta nunca, aunque él me hacía cada rato. En la escuela yo mantenía como aburrida, mantenía con dolor de cabeza y cada tanto botaba sangre por la nariz, sería por lo que me pasaba en la casa, no sé, pero el caso es que a mí la escuela no me gustaba.

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Cuando ya iba creciendo, me acuerdo, cogíamos unos palos y el juego era que ese palo era el novio. Niños éramos en esa época. Nos reuníamos hartos a jugar, pero los muchachos que en esa época jugaban con nosotras no viven ya, son todos difuntos. Cada una cogía un palo y decíamos que ese era el novio, el marido, con él peleábamos y dormíamos, también nos peleábamos entre nosotras por esos palosmaridos. Raros eran esos juegos, yo no sé de dónde sacábamos todo eso. Yo siempre he estaba acostumbrada a defenderme. Cuando era niña yo peleaba con los varones, era tremenda pa’ la pelea. A mí me gustaban puro los juegos de los niños, a mí no me gustaban juegos de muñecas ni de cocina. Lo que me gustaba era jugar a “venados y cazadores”, jugar “trompo”, a “la cacha”, “al volteo”, “al gavilán y los pollitos”, a “las bolas”, todo eso jugaba yo.

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Lo que más recuerdo es el río. Vivíamos ahí en la orilla del Guamuéz. Una vez se creció el río tan grande tan grande, que nos tocó subimos a un árbol, mi mamá me cargó y ahí amanecimos, colgadas del “árbol de pan”, así se llama ese árbol que bota unas pepitas que uno las cocina y las come.

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Mi mamá empezó a salir a trabajar y nos dejaba solitos a tres: mi sobrino, que es un poquito menor que yo, mi sobrina y yo. La más grande de los tres tenía unos seis años. Mi mamá nos dejaba preparado un chocolate y un caldo con pescado de ahí, del río. Nosotros no comíamos, es que los niños solos no comen: nosotros nos tomábamos el chocolate, de pronto nos comíamos el pescadito y el resto lo botábamos. Mi mamá, que salía a cosechar arroz, llegaba tarde, porque le tocaba ir lejos.

Un día mi hermano se llevó a mi sobrina. Pasó otro tiempo y en una canoíta llegó mi otro hermano y se llevó a mi sobrino, y me quedé solita ahí. Así estuve un tiempo, mi mamá se iba a las seis de la mañana, y llegaba a las seis de la tarde. Pasaba todo el día yo sola yo, cogía los pollos y jugaba con ellos. Me iba a la orilla del río a jugar, pero no me metía, jugaba con la arena y con las piedras. Tenía un pollito, el más amañadito, me acuerdo que un día yo  estaba ahí con mi pollito, cuando llegó un gavilán y se lo llevó, ¡delante mío se lo llevó! Ni el gavilán me respetó. Yo no más me quedé mirando, y me puse a llorar.

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Me acuerdo que de niños sufríamos mucho para venir a estudiar. Mi papá nos hizo una canoa pequeñita pa’ yo y mi hermano. Él nos enseñó y aprendimos a cruzar de nuestra finca hasta el otro lado del río en nuestra canoíta. Remontábamos el río, y en una parte arrimábamos la canoa y cogíamos camino, ahí uno se ponía las boticas y caminábamos hasta salir al puente sobre el río Guamúez, luego seguíamos trocha por esos potreritos. En la escuela casi no aprendimos nada, porque era muy esforzado pa’ unos niños, a la escuela llegábamos cansados a estudiar, con la cabeza cerrada de puro cansancio.

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Cuando nosotros llegamos, a mí me gustó El Tigre, eso fue, como dicen: amor a primera vista. En el año 78 llegamos, yo ya era una mujer. El Tigre era un pueblito pequeñito. Acá no había energía, ni vía, había era una brecha que llegaba a La Hormiga y pasaba hasta San Miguel. No había baños, no había colegio, lo único que había era un puesto de salud y la escuela. También había una caseta comunal, esa duró hasta hace poco, cuando la derribaron para hacer el parque. Eso era el patrimonio que había en este pueblo. En ese tiempo, es cierto, aquí había poca cosa, pero era sano. La gente cultivaba comida, y los que veníamos de afuera, los que no teníamos finca, sembramos en compañía: el dueño ponía la tierra y la semilla y nosotros el trabajo. La mitad de la cosecha era pa’ él, pa’l dueño de la tierra. Así entramos a trabajar nosotros.

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En esa época que ya me acompañé con el papá de mis niñas, que era en los 80, ya estaba la guerrilla por aquí. Esos días en que tuve la primera hija eran bonitos, pero luego él se puso jodido: me pegaba mucho. Por ahí tengo unas cicatrices que me hizo en la mano y en la espalda tengo señas también, pero así seguí viviendo con él, seis hijos tuve, de esos se me murieron doscitos.

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Ese hombre, mi marido, me pegaba y hacía diabluras conmigo. Cuando él hacía esas cosas, decía yo en mi pensamiento: quisiera que una culebra estuviera en mi vagina, para que lo mordiera. Un día yo misma quise matarlo a ese hombre, ¡era tanto el sufrimiento! pero mi Dios no me dio ese poder. Cuando me acuerdo de todo eso me dan ganas de llorar, pero yo reacciono y digo no, no debo llorar porque eso ya pasó.

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Yo me acuerdo, una de esas veces, mi marido me llevaba por la orilla del río a puro plan, a golpes de machete, y en una mata de monte me hizo desnudar y hizo lo que quiso, porque es que cuando uno no quiere, así sea el marido, es como que lo violan. En el infierno tiene que estar mi marido, porque él ya es difunto.

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Dicen que los hijos los tiene uno con amor, pero mis hijos que tuve con ese hombre no fueron con amor. Yo nunca, nunca, ni la primera vez, quería. Ese hombre me violaba: donde se le antojaba me tiraba al suelo y me violaba. Yo no tenía sosiego ni de día ni de noche con ese hombre. A mis hijos los crie porque yo los parí, porque ellos no tenían la culpa de las cosas de los adultos, y los crie con amor: les di buenos consejos, los enseñé a trabajar, les di el estudio que pude; ellos no son matones ni ladrones, son trabajadores y humildes, como yo.

(Lea también: Errantes: masacre de El Tigre (parte 2))

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Mi hermana en medio de una ropita me sabía mandar las pastillas para planificar. Es que él decía que eso de los anticonceptivos era pa’ las malas mujeres, pa’ las que se acostaban con uno y con otro. Como allá antes no había baños, yo esas pastillas las enterraba en el monté, ahí donde yo tenía la costumbre de ir a hacer mis necesidades y, en las noches salía a orinar y me las tomaba. Mi hermana me las mandaba sagradamente cada mes, por eso fue que de ahí en adelante no tuve más hijos.

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Para el Putumayo vinimos porque decían que estaba poniéndose bueno, recién iba abriendo el negocio de la coca. Eso fue en el año 80. Yo tenía treinta años cuando llegamos. Acá ligerito compramos una finquita por allá lejos, puro monte era, allá fuimos a sembrar un rancho y a vivir.

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A mí no me favorecía mucho eso de la bonanza, porque mis niños estaban pequeños en ese tiempo y estaban estudiando. Pero la gente que tenía los niños más grandes, de once, doce años, aprovechaban y toda la familia iba a raspar esa mata: papá, mamá, hijos. Esa fue una época buena que no supimos aprovechar.

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En ese tiempo venía gente de afuera a cosechar, ¡pero harta gente! Ese pueblito era lleno de comercio, toda la calle de lado y lado. Venían ecuatorianos, gente de afuera, y había harta plata. Yo hacía natilla, hacía envueltos de maíz con guiso, con queso; hacia rellenas de marrano, así, yo mandaba a los niños de casa en casa y era rapidito que se vendía.

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Eso de la coca no es fácil. Los narcotraficantes, “los duros”, son los que se llenan de plata, ellos se enriquecen y no les importa nada. Los pequeños comerciantes hacen la misma cosa: presionan a la gente para sacarles barato lo que les ha costado tanto conseguir. Quienes sí sufren y sufrimos, somos los que cultivamos la coca, los que la cosechamos, esos sí.

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Nosotros siempre tuvimos poca coca. Dicen que eso deja plata, pero teniendo harta, por ahí sus 20, 40 hectáreas, pero con 2 o 3 hectáreas no se hace nada. Es que al campesino yo no veo que le haya dejado mucha ganancia, aunque sí le da para la comidita, porque a diferencia de cualquier otra mata, a la coca el comercio nunca le falta. Barato, caro, bueno o malo, siempre hay quien la compre, esa es la garantía que los otros productos no tienen.

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Luego con la bonanza de la coca, mi marido, como muchos otros, cogió el vicio de fumar ese bazuco. Yo nunca probé el vicio, si lo hubiera probado no estaría contando el cuento, porque en ese tiempo a todos los viciosos los mataba la guerrilla. Ese infeliz después de que se enviciaba me obligaba robar, íbamos al cultivo de coca de los hermanos y me obligaba a raspar; él con su escopeta y yo recogiendo esa cosecha. Raspaba unas tres arrobas y nos veníamos a “elaborar” en la casa, y a lo que él terminaba de elaborar ya venían los demás viciosos a fumar. Otras veces me obligaba a ir a buscarle vicio lejísimos; yo cogía mi hijo, me lo ponía en la espalda y me iba a pie, cruzaba el río en plena noche pa’ ir a comprarle o a pedir fiado esos vicios que vendían.

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Con la plata de la coca educamos a los hijos y compramos nuestras cositas. En ese tiempo no había tanta maldad, pero luego hasta los jóvenes se armaron. Es que se volvió urgente cuidar la coca porque se robaban ya grande las matas, se las y las volvían a meter a la tierra y ellas seguía vivas. Cualquier señor que tenía su coca sembrada le daba un arma al hijo, la escopeta o cualquier fierro, para que amaneciera cuidando el cocal. Ahí fue que empezaron a armarse los jóvenes. Muchachos de quince, dieciséis años, hasta el pequeño de ocho años también iba a acompañar a los otros. Ellos ya se sentían como poderosos. Pa’ ese momento ya había empezado la muerte en el pueblo.

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Al principio, poquitos eran los que tenían esa coca, pero ligero se empezó a regar. Se sembraba de esa “coca caucana”, que era tan dura de cosechar, porque eso era hojiadito: hoja por hoja se cosechaba, así no rendía nada. Ya después fue que se empezó raspar, que es coger cada rama y jalar para arrancar todas las hojas de una sola vez.

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En ese tiempo, el viernes, sábado, y hasta el lunes, mantenía la gente bebiendo; eso era un comercio grande, había mucha gente. Pero la plata no quedó aquí. Los que pensaban con la cabeza, trabajaban, reunían esa plata y la mandaban a sus familias en Cauca, Nariño, en otras partes y, allá era que estaban haciendo sus casitas. Nada de esa plata quedó aquí en el pueblo, todo se fue pa’ lejos, allá la plata y aquí las penas.

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Cuando nos casamos tenía casi dieciocho años, él es mayor. En la Iglesia católica nos casamos. Vivimos y tuve un primer niño que rapidito se me murió, sin saber de qué, se acostó bien y amaneció muerto. Con mi marido tuve siete hijos, luego tuve otros dos aquí en el Putumayo. Cuatro de los míos se me murieron, trescitos que se habrán enfermado y el que me mataron en la masacre que hicieron los paramilitares en el 99.

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En ese tiempo, que la coca ya se puso buena, mataban mucho por la carretera, no sabíamos quién, pero mataban. Eso era uno, dos, tres muertos que iban apareciendo graneaditos. Una vez, mi esposo se fue al pueblo con el niño, que debía tener unos cuatro años. Mi marido en la cicla grande y el niño en una pequeña. Cuando compraron las cositas y ya bajaban pa’ la casa, como a las ocho y media de la noche, en el camino se encontraron los muertos. El niño iba en la bicicleta, no miró nada, se tropezó con el finadito y le cayó encima. En eso mi esposo miró que más abajo había otro, y otro más y uno que les dio más miedo, porque estaba boqueando, ¡vivito todavía! y claro, él pensó que podían andar por ahí los que mataban. Sin pensarlo mucho él cogió a mí hijo y se fueron corriendo a la casa.

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En ese tiempo en que ya comenzaron las matanzas, yo me acuerdo, ni sabíamos qué ley era la que mataba. Yo no he sido ni aliada con la guerrilla, ni amiga del ejército, ni de ninguna otra ley. Uno casi no se da cuenta, pero toda esa gente se va metiendo en los caminos, en el pueblo, y quiera o no quiera uno, se le terminan metiendo en la vida.

(Lea también: En El Tigre, 20 años después de la masacre, quieren perdonar pero no saben a quién)

Por Colombia0/ @EEColombia2020

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