Un oscuro paisaje urbano de avenidas vacías y habitantes de la calle fue lo que inicialmente atrajo a Robert Karl de Colombia. Era una fotografía del centro de Bogotá colgada en medio de una exhibición en la Universidad de Harvard, su alma mater. Meses después, visitó la ciudad por primera vez y una noche de domingo se descubrió caminando solo en el interior de esa imagen. Y el joven historiador supo que en esa conexión hecha de recuerdo y realidad entre él y un país en la penumbra estaba su camino.
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Tras años de investigación de archivo y entrevistas, conversaciones informales, artículos indexados, conferencias y hasta borradores fallidos, Karl nos ofrece una luz a nuestro acertijo, La paz olvidada: Políticos, letrados, campesinos y el surgimiento de las FARC en la formación de la Colombia contemporánea (Lerner, 2018). El libro, publicado inicialmente en inglés, es un recorrido por las ilusiones y esfuerzos de diferentes sectores que le apostaron a la paz para ponerle fin a lo que hoy llamamos sin reparos La Violencia. Y es también el estudio de un proceso de desencantamiento, de las jugadas políticas y los intereses atrincherados que condujeron a la pérdida de la esperanza y al regreso de la guerra con su implacable lógica.
Desde la perspectiva panorámica de la historia, Robert Karl, actualmente profesor de la Universidad de Princeton, habló para El Espectador sobre las lecciones y advertencias que aquella paz olvidada de finales de los 50 y principios de los 60 tiene para la Colombia que hoy se debate una vez más entre una paz imperfecta y la perfecta guerra.
Su libro es muy provocador, porque parte de una premisa que parece ilógica y es que Colombia, un país que para nacionales y extranjeros es sinónimo de conflicto y violencia, fue también un ejemplo de procesos de paz, memoria y reconciliación, pues décadas antes de Centroamérica y el Cono Sur, con sus dictaduras y comisiones de la verdad, estuvimos nosotros y La Violencia. Explíquenos semejante descubrimiento
El descubrimiento es dual, porque yo diferencio entre la violencia como idea y la violencia como práctica. Como idea, el mayor hallazgo es que La Violencia, en mayúsculas, no existía en su momento, es una categoría construida posteriormente por una generación de intelectuales comprometidos políticamente con la construcción de la paz y de una memoria sobre lo sucedido. Y en términos de la violencia como práctica, el mayor descubrimiento es sobre los orígenes de las FARC, que no es parte de la historia de la Guerra Fría, o por lo menos no completamente. Esa imagen de las FARC como Jacobo Arenas y la lucha de clases se complica cuando miramos lo que Tirofijo estaba haciendo en los 50 y 60, las peticiones que enviaba (al gobierno) que eran sobre robo de ganado y derechos civiles que autoridades estaban violando, es decir, sus preocupaciones eran locales. Había algo de discurso antioligárquico pero no era muy marcado, no era lo que uno asocia con comunismo.
¿Cuáles serían entonces los aspectos más importantes sobre las FARC que su libro nos invita a replantear?
Como dijo un economista de la (Universidad) Nacional en La Razón Pública, en 2012, cuando comenzaban las negociaciones (en La Habana): “buenas noticias saber que las FARC no son comunistas”. Parece una posición maximalista pero no lo es. Cuando Santos dijo que no iba a revisar el sistema de propiedad privada y las FARC dijo “listo”, es muy diciente. Lo que pasa es que hay una generación al interior de las FARC, hombres en su mayoría, que crecieron dentro de las filas o en los círculos urbanos de izquierda y se fueron para el monte y ellos son los que controlan la narrativa sobre la historia de la organización. Pero esa no es su historia, es la superficie, debajo hay mucho más.
Denos un ejemplo de una narrativa sobre los orígenes de las FARC que sea más acorde con las evidencias históricas, por ejemplo, operación Marquetalia de 1964, el momento en el que se fundan.
La narrativa oficial es que (Manuel) Marulanda (alias Tirofijo) y unos 40 combatientes resistieron la arremetida de 16 mil soldados del Ejército. Pero los números no son correctos y eso nos habla de lo imprecisa que es la narrativa sobre Marquetalia. La última petición que Marulanda envió a la Presidencia, un par de semanas antes de la operación, y que fue firmada por 300 personas, muestra que no todos los que estaban en Marquetalia estaban armados, no eran combatientes, era una comunidad que no necesariamente estaba en pie de lucha armada.
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¿Y esos hallazgos cómo replantean la historia?
Como dije antes, las peticiones que ellos hacían eran exactamente las mismas que cualquier comunidad rural hacía en los 50 y 60: un camino, recursos por parte del Estado. En el programa agrario de la guerrilla del 20 de julio de 1964, de ocho puntos siete son sobre reforma agraria. Muy parecido al acuerdo actual, por cierto.
Es decir, las FARC, en sus orígenes, era un movimiento agrario no comunista. Pero su libro es más que una nueva historia de la guerrilla, es sobre paz, ¿cuál es el hallazgo principal en ese sentido?
El mayor descubrimiento es que Colombia en los 50 y 60 fue un pionero mundial en procesos de paz y de memoria histórica. Y es una historia compleja que involucra a políticos, intelectuales, militares y campesinos, y es en la interacción entre estos grupos diversos que todas esas narrativas sobre violencia se van construyendo y la política nacional adquiere su textura propia.
Una de las ideas que más llama la atención es la paz como ilusión y desilusión, ¿a qué se refiere?
Tiene que ver con una generación de intelectuales que se profesionaliza, justo en este momento, hombres y mujeres, como Orlando Fals Borda y (el padre) Camilo Torres, y tienen una gran influencia en las reformas que eran cruciales para evitar un retorno a la guerra, como la reforma agraria y el desarrollo comunitario. Pero en el camino se desilusionan con el clientelismo que se tragaba los recursos en politiquería. Y esa frustración se refleja en sus estudios sobre la violencia, los que comienzan a escribir al tiempo que sucede un ataque feroz de las fuerzas conservadoras en contra de la paz. Después de que sacan el libro La Violencia en Colombia, en 1962, reciben amenazas de muerte y se tienen que esconder. Y esa desilusión es lo que lleva eventualmente a Camilo Torres a unirse al ELN, mientras que a Fals Borda lo lleva al exilio.
Pero hay un tercer protagonista y es el padre Germán Guzmán Campos.
Por cierto, hace menos de un año el Papa Francisco beatificó al padre Pedro María Ramírez, (asesinado en Armero, Tolima, durante el Bogotazo), cuyo cadáver, el padre Guzmán fue enviado a recoger. El padre Guzmán había experimentado la violencia de manera personal y luego en escala masiva. Él era conservador, párroco de Fresno, Tolima, de origen humilde, que se volvió cura, buscando educación, y terminó involucrado con escuelas y parroquias. Por eso es nombrado en ese híbrido de comisión de la verdad y reconciliación de finales de los 50. Y su presencia es crucial, él es quien arma el archivo que después sirve de base para el libro publicado en 1962. Y por el padre Camilo (Torres) se involucra después como consejero del Incora. Con las amenazas tras la publicación de 1962 se va para México y luego, con la muerte de Camilo, se exilia definitivamente y se lleva el archivo con él, deja la Iglesia y se casa con una exmonja. Me parece que su desilusión era más profunda que la de Fals Borda y Torres. En un segundo tomo de La Violencia en Colombia, que publicó solo en 1968, es mucho más crítico y antioligárquico.
Usted asegura que los militares fueron figuras centrales en el desarrollo de esa comisión de la que hizo parte el padre Guzmán, ¿cuál fue el rol que ellos jugaron?
Hay una gran diferencia con lo que pasa hoy, cuando los militares apoyan el proceso de paz. En los 50 había más fragmentación regional y la jerarquía militar no estaba operando tan fuertemente. En los 50, tenías a (General) Valencia Tovar comprometido con restitución de tierras y a la vez a varios oficiales, en Caldas, persiguiendo a Chispas. Y eso fue crucial para el colapso del proceso de paz. Además, hay que ver a los militares como actores intelectuales también, que estudiaban teorías francesas, producidas en la guerra de Argelia, que llegaban a América Latina por Argentina. Y pensaban en desarrollo, en acción cívica, y estudiaban las experiencias de generales norteamericanos en las Filipinas. Los militares letrados fueron cruciales en el diseño e implementación de la contrainsurgencia.
En resumen, ¿cuál es la gran lección para el país de esa paz olvidada?
Lo que sucede en el campo es reinterpretado por la clase política nacional en las ciudades, no solo en Bogotá, de una manera que complica los esfuerzos de paz en las regiones. Debates sobre quién se favorece con el proceso de paz, quién es más responsable por la violencia afectaron la coalición de gobierno de (Alberto) Lleras Camargo y llevaron al retiro del apoyo gubernamental a ciertos programas, y eso finalmente acentuó los conflictos del campo. Otros historiadores han escrito sobre cómo durante Lleras Camargo los aliados se convirtieron en oposición y de repente el país tenía a un grupo que estaba en contra de la paz al interior del mismo gobierno.
Es decir, ¿la brecha entre campo y ciudad y el centralismo que nos caracteriza es el principal problema?
Pero es que no es un proceso unidireccional. Hay una interacción permanente entre campo y ciudad. Actos violentos de relativa menor importancia en el campo pueden tener repercusiones exageradas en el sistema político y servir de catalizador para ataques al proceso de paz.
¿Y cuáles son las posibles lecciones para la implementación de los acuerdos, en cuanto a desarrollo, lo que en la época llamaban rehabilitación?
De hecho, los desafíos logísticos no son tan diferentes a los de ahora. A finales de los 50 el mayor problema era la falta de topógrafos para cuantificar el problema de la tierra. Algunos colegas han escrito sobre eso respecto a décadas anteriores, sobre cómo muchos colonos y campesinos no pudieron obtener títulos de propiedad porque no había inspectores ni censo. Y esa constante histórica, la falta de capacidad técnica del Estado, lo hace a uno preguntarse si a la élite colombiana realmente le importa el desarrollo. Es una mentalidad. Es entre apatía e intereses particulares.
De hecho, uno de los últimos puntos que usted replantea se refiere a mentalidad y cultura, la llamada “cultura de la violencia”. Usted propone más bien una cultura de la paz. ¿A qué se refiere?
Yo diría más bien culturas de paz, en plural, y más allá de la clase intelectual. Una de las innovaciones más importantes del pasado fue la conexión entre esfuerzos de paz, reformas para el desarrollo y democratización. En la época del Frente Nacional eso se consolida con las Juntas de Acción Comunal. Muchos de los primeros promotores de las JAC trabajaron con los programas de rehabilitación del proceso de paz y fueron entrenados por Fals Borda y Camilo Torres. Las Juntas eran una respuesta a nivel micro, local, a la violencia y un esfuerzo por construir paz. Gente organizándose alrededor de proyectos de desarrollo material pero también de ciudanía y derechos. Y son ellos los que se estrellan con el narco-paramilitarismo de los 80 y 90. Si vemos ahora quiénes están siendo objetivo son los líderes sociales, o sea que los proyectos de paz de hoy están conectados con los del pasado, y no a nivel intelectual sino práctico, desde la experiencia de vida.