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Lo primero que recordó fueron las instrucciones que recibió en su entrenamiento: “Si un compañero cae herido, evite que mire la herida, evite que vea la sangre, incluso usted mismo no la mire. A usted no le duele por la explosión, por la quemada o el fogonazo, le duele es porque el cerebro asimila que hay una lesión. Y ahí sí le duele más”.
Daniel Urbina, cabo primero del Ejército, estaba en medio de un operativo en Barbacoas, Nariño, tras un ataque del ELN. Era el año 2008 y les habían dado una misión: infiltrarse en la montaña para localizar un campamento guerrillero.
“Era un filo como Monserrate, pero con trochas”, recuerda.
Durante dos días, él y sus compañeros avanzaron en silencio, esparcidos en grupos de cinco para no llamar la atención.
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Al tercer día, un sargento ordenó registrar una zona cercana a la carretera. Daniel avanzó con cuatro soldados. Entre la maleza, encontraron un campamento abandonado: cuerdas colgantes, basura amontonada, cráteres de explosiones previas.
“Ahí dormían, pero también minaban”, cuenta.
Al detectar un sendero hacia un chuquio —quebrada pantanosa—, decidió cruzar. Él pensaba que, como era barro, no habría nada sospechoso enterrado, así que avanzó con confianza.
El primer paso lo hundió hasta la rodilla. El segundo, con el pie izquierdo, activó una mina de liberación.
La explosión no ocurrió al pisar, sino al levantar el pie.
“No me deje ver”
Cuando el explosivo detonó, Daniel salió volando y aterrizó de cabeza a unos cuantos metros del barrial. Percibió por el rabillo del ojo que su compañero también salió volando, por lo que pensó que habría sido él quien pisó la mina. Cuando vio que se ponía de pie y limpiaba su uniforme, supo que estaba equivocado. Lo primero que hizo fue no mirar. En medio del desespero, le ordenó al soldado que lo acompañaba: “Voltéese. No me deje ver”.
Se lavó la cara con el agua de su cantimplora y le preguntó al otro soldado, que estaba en shock pero aún podía responder:
—¿Tengo las dos piernas?
—Sí… No.
—¿Cómo así?
—La derecha sí. La izquierda… no.
Pidió que le hiciera un torniquete. Tenía el equipamiento médico consigo, así que dio las instrucciones. Se le iba el nombre: “Torque… ¿Cómo es que se llama eso?”.
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A pesar de la gravedad de la herida, aún tenía la lucidez para preparar una jeringa con medicamento. Días antes, él mismo les había enseñado a sus compañeros a canalizar y aplicar inyecciones. Pero ahora el que debía inyectarlo temblaba, no podía apuntar. Él tampoco podía mover las manos.
—Yo lo sostengo y usted la aplica —le dijo.
Entre los dos, con dificultad, lograron inyectarlo directamente en la pierna herida. Luego llamó por radio al sargento. Apenas podía hablar, pero le informó que había pisado una mina. Ese sería apenas el primer día de un proceso de más de un mes y medio en el hospital para tratar de salvar su vida.
Entre el barro y la sangre
Ese día, el helicóptero no era opción. El clima lo impedía. Era una zona de difícil acceso. Cuarenta minutos después de pisar la mina, lograron enviar a un soldado profesional del otro escuadrón para ayudar a evacuarlo. Lo sacaron como pudieron, arrastrándolo hasta un chute que daba a la carretera. Allí lo dejaron, a un lado del camino, hasta que lograron contactar a un conocido del pueblo. No era del Ejército, sino civil; un bombero voluntario con un viejo campero. Tardó casi una hora y media en llegar. Lo recogió y lo llevó hasta el caserío, y de ahí, a Barbacoas. Ya en el casco urbano, el helicóptero seguía sin poder aterrizar. El clima era implacable. Lo llevaron entonces al centro de salud local. Allí lo anestesiaron. Estaba consciente, aunque ya muy débil. Había perdido demasiada sangre. Los otros soldados habían intentado canalizarlo, pero todos estaban nerviosos. Según dice, la mayoría eran nuevos, sin experiencia en casos de emergencia como ese.
En ese centro médico, los enfermeros lograron vendarlo. Pasada la medianoche —nueve o diez horas después de haber pisado la mina—, por fin el helicóptero pudo ingresar. A la 1:00 a.m. fue evacuado.
Llegó a Tumaco. Lo recibieron en el hospital naval, donde lo pasaron directamente al anfiteatro, no a una sala común. Lo bañaron con una manguera, como si estuvieran lavando a un cadáver. Suena crudo, pero es el protocolo. “Uno llega muy contaminado, embarrado… y para poder pasar a cirugía sin riesgo de infección, lo primero es bañarlo en el anfiteatro”, recuerda él.
Una decisión: 45 cirugías
La mina que pisó el cabo Daniel Urbina contenía elementos biológicos contaminantes. De no haber actuado rápido, la infección pudo haberlo matado. Lo estabilizaron como pudieron. Cree que lo anestesiaron de nuevo, porque hay partes que no recuerda. Cuando volvió en sí, eran las 10 de la mañana. Estaba en una habitación. Un sargento de Tumaco se le acercó y le dijo que lo evacuarían a Bogotá. Horas después, un avión ambulancia de la Fuerza Aérea llegó por él. Aterrizó en la capital con los últimos rayos del sol esa tarde y, de inmediato, fue trasladado por urgencias al Hospital Militar para iniciar cirugías.
A Daniel lo operaron 45 veces. ¿La razón? La mina le arrancó el pie, fracturó la tibia y contaminó la herida con metralla, óxido y heces. Los médicos propusieron amputar por encima de la rodilla. “Mi mamá iba a firmar, pero yo dije: reconstruyan”. Optó por cirugías reconstructivas: recolocaron tendones, insertaron tutores metálicos y combatieron una osteomielitis que amenazaba con devorar el hueso. “Si la infección sube, perderá la cadera”, le advirtieron.
Las complicaciones no terminaron. Una epistaxis —sangrado nasal masivo— lo llevó a terapia intensiva. Le taponaron la nariz con cuerdas. Perdió tanta sangre que colapsó. Un edema pulmonar por aspiración de sangre casi lo mata. Despertó con tubos en los pulmones. No podía tragar ni respirar. Durante mes y medio, alternó entre el quirófano y la cama. Ya conocía a los cirujanos por nombre y cada que se despertaba era por los chuzones de las agujas en los brazos o las constantes pesadillas.
De esos días oscuros ya pasaron 17 años, en los que el cabo Urbina ha aprendido a transformar su proceso. Ha participado en mundiales de atletismo, maratones, biatlones y triatlones. Su álbum de fotografías pasó del verde oliva de sus uniformes militares a trajes trifunción, licras, jerseys y podios. Y su consciencia también cambió: “No soy un héroe; soy un sobreviviente que entendió que la verdadera batalla empieza cuando termina la guerra”.
La redención deportiva
Desde los 14 años, cuando terminó el colegio con una carrera técnica, Daniel Ignacio Urbina Urbina supo que su camino estaba marcado por la disciplina. Las madrugadas en la tienda familiar, cargando bultos de mercado, fueron su primer entrenamiento. A los 18, con una carpeta de inscripción que su madre ayudó a comprar, entró al Ejército Nacional. No fue fácil: reprobó su primer intento, pero su tenacidad lo llevó a ser aceptado en tres fuerzas simultáneamente. Eligió el verde oliva.
Ascendió a cabo primero y lideró a soldados en las zonas más afectadas por el conflicto. “Varios de ellos eran chicos campesinos, a veces ni siquiera tenían los zapatos adecuados”, recuerda. Fue una de las épocas más complejas para el país.
Como lo documentó la Comisión de la Verdad, el 2008, año del accidente de Daniel, marcó un punto de inflexión en el conflicto colombiano. La guerrilla de las FARC, que aún estaba lejos de sentarse en una mesa de diálogos de paz, perdió a tres de sus líderes principales (Manuel Marulanda, Raúl Reyes e Iván Ríos), y el país vivía con la zozobra de represalias ante los golpes militares. Dentro del Ejército se vivía el escándalo por las denuncias de jóvenes inocentes ejecutados ilegítimamente para engordar las cifras de éxito militar, que pasó a la historia como “falsos positivos”. A la par, crecía el auge de las bandas criminales emergentes tras la desmovilización de los paramilitares de las AUC, que sembraban terror en varias regiones y reconfiguraban el mapa de la violencia.
En medio de ese escenario, Daniel pasaba sus días entre rutas militarizadas, operaciones riesgosas y noches en vela, pero tenía la certeza de que estaba donde debía estar.
Su convicción se mantuvo incluso después de perder parte de su pierna izquierda en aquella explosión. La derecha, que salvó, le costó movilidad, pero no sueños. En su proceso de terapia y recuperación, encontró su vocación en el deporte. “Hoy entreno, ayudo en rehabilitación y trabajo con veteranos”.
A sus 43 años, el cabo carga más historias que cicatrices. Se pensionó en 2012, estudió Arquitectura (su cuarta carrera), y encontró en el deporte una nueva misión. Corre con una prótesis runner y ayuda a otros veteranos a encontrar su propósito en la vida, en la Dirección de Veteranos y Rehabilitación Inclusiva del Hospital Militar.
En 2019, durante la séptima versión de los Juegos Mundiales Militares, Daniel ganó por primera vez una medalla de oro para Colombia en las pruebas de 1.500 metros de atletismo.
Esa constancia permanece intacta. El pasado 18 de mayo, en la Carrera por los Héroes 2025, no solo ganó el primer puesto en la categoría de atletas con prótesis de miembro inferior, sino que sorprendió al ocupar el cuarto lugar en la competencia general de 5 km, superando a más de 1.000 participantes sin limitaciones físicas.
Su historia de afectación por las minas no es única. Colombia es uno de los cinco países del mundo con más víctimas de estos artefactos explosivos: 12.610 personas hasta julio de 2025, según los registros estatales. Como Daniel, el 59 % de los afectados son miembros de la fuerza pública.
Pese a eso, el cabo Urbina está seguro de que, aunque la guerra le quitó media pierna, no le quitó la vida: “Eso lo decido yo”.
*Julián Esteban García Pabón es estudiante de Periodismo y Opinión Pública de la Universidad del Rosario. Esta crónica fue escrita en el marco de la asignatura Géneros Interpretativos
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