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Aunque hace más de dos años el Congreso aprobó la creación de la Jurisdicción Agraria y Rural, un paso considerado histórico para saldar la deuda de justicia con el campo colombiano, esa estructura judicial sigue sin existir en la práctica. No hay ley ordinaria que la reglamente, ni jueces designados, ni despachos, ni procesos en curso. En otras palabras, la justicia agraria existe solo en el papel.
Esa ausencia institucional ha frenado la Reforma Agraria prometida en el Acuerdo de Paz. Miles de casos sobre adjudicación de baldíos, formalización de títulos, extinción de dominio o conflictos por límites y uso de la tierra permanecen paralizados. El cuello de botella no es solo burocrático, sino estructural.
Con ese trasfondo, el Congreso se preparó este martes para discutir el proyecto de ley que define las competencias y procedimientos de la Jurisdicción Agraria y Rural, tras el mensaje de urgencia enviado por la ministra de Agricultura, Martha Carvajalino.
Aunque el proyecto fue incluido en el orden del día de la plenaria, no quedó como primer punto, sino en el tercer lugar, lo que retrasó su debate y votación. Además, la suspensión provisional del presidente de la Cámara, Julián López, luego de que anunciara la creación de la “Nueva U” se tomó gran parte del debate. López se amarró a su curul como medida de protesta.
Al final del día, no se discutió el proyecto. La sesión seguirá el miércoles 29 de octubre.
El detalle de no debatir la ley de jurisdicción agraria no es menor: cada sesión aplazada prolonga el limbo institucional de una justicia que el país rural espera desde hace décadas. Pero el trasfondo de este proyecto también lo atraviesa no solo el contexto político -con un Congreso que no le camina a las iniciativas del Gobierno-, sino también el debate jurídico que en las últimas semanas ha reavivado las tensiones.
Hace un mes, la Corte Constitucional admitió la demanda del director de la Agencia Nacional de Tierras (ANT), Felipe Harman, contra el Decreto 902 de 2017, expedido durante el gobierno de Juan Manuel Santos. Ese decreto exige que toda actuación en materia de acceso a tierras o recuperación de baldíos pase por un juez. El problema es que la jurisdicción agraria no está en funcionamiento, por lo que cientos de procesos están detenidos indefinidamente.
Harman sostiene que esa obligación judicial debe suspenderse mientras se designan los jueces agrarios, de modo que la ANT recupere temporalmente sus facultades para decidir sobre los procesos agrarios. Su argumento: destrabar la implementación de la Reforma Agraria y evitar que los campesinos sigan esperando por decisiones que el Estado no puede tomar.
La posición de Harman coincide con el análisis de Mónica Parada, investigadora asociada del Observatorio de Tierras de la Universidad Nacional, quien recuerda que la propia Corte Constitucional ordenó al Estado actuar. “En 2022, la Corte Constitucional ordenó a la Agencia Nacional de Tierras identificar y recuperar los baldíos ilegalmente ocupados y acaparados. Cumplir con ese mandato ha sido difícil por diseños obtusos como el del Decreto 902 de 2017, que entrega a los jueces la función de determinar cuándo la ANT puede o no proceder a la recuperación del baldío indebidamente ocupado”, explicó en su cuenta de X.
Sin embargo, el sector gremial ha reaccionado con dureza. Jorge Bedoya, presidente de la Sociedad de Agricultores de Colombia (SAC), sostiene que la propuesta oficial “contradice el espíritu del Acuerdo de Paz” y amenaza las garantías judiciales. “El Decreto 902 de 2017 establece que los conflictos de tierras deben ser resueltos por jueces. Si se busca crear una justicia para el campo, no tiene sentido limitar la función judicial”, señaló en su cuenta de X. Según Bedoya, el Gobierno impulsa una jurisdicción que “paradójicamente resta competencias a los jueces rurales” y deja al Ejecutivo como árbitro principal.
Ante esa postura, Parada replicó con una observación que toca el corazón del debate: “De repente la SAC se convierte en la primera defensora del proceso de paz. Claro, son quienes más se benefician del debilitamiento que el Decreto 902 de 2017 le trajo a la ANT al despojarla de su potestad para recuperar los baldíos —patrimonio público— y garantizar que los suelos rurales cumplan su función social y ecológica. Insistir en que todas las decisiones administrativas de clarificación, deslinde o recuperación de baldíos tengan un control judicial obligatorio beneficia solo a los acaparadores y especuladores de tierra.”
Fuentes cercanas al Ministerio de Agricultura le dijeron a Colombia+20 que no hay tal contradicción con lo que se dispuso en el Acuerdo de Paz. Lo que ha dicho el Ministerio es que esta ley “permite unificar el Derecho Agrario que está disperso en la legislación colombiana” y que en ese sentido puede ayudar a desarrollar el Acuerdo de Paz y el punto 1 sobre la reforma rural.
Lo que está en juego es quién decide sobre la tierra y bajo qué lógica: si una institucionalidad judicial autónoma o una administración pública con facultades reforzadas. Para el Gobierno, la prioridad es acelerar la redistribución y cumplir los compromisos del Acuerdo de Paz; para los gremios, se trata de preservar el control judicial y las garantías procesales en defensa de la propiedad privada.
La senadora Paloma Valencia, del Centro Democrático, también acusó al Gobierno de “romper los consensos” y “revivir la extinción de dominio exprés” mediante su demanda ante la Corte. Según ella, permitir que la ANT decida sobre baldíos o predios sin control judicial es “una amenaza al derecho de propiedad y al equilibrio de poderes”.
Según el Observatorio de Tierras, más del 60 % de las disputas en zonas rurales se relacionan con tenencia o acceso a la tierra. Sin una jurisdicción agraria en funcionamiento, no hay canales efectivos para resolver esos conflictos, ni para garantizar la seguridad jurídica que necesitan los proyectos productivos.
En el fondo, la disputa sobre la jurisdicción agraria sintetiza un dilema histórico: entre la promesa de una justicia cercana al campo y el temor a que la redistribución de la tierra se convierta en un instrumento político. Lo que se defina en el Congreso y en la Corte Constitucional marcará no solo el futuro de la reforma rural integral, sino también la capacidad real del Estado de garantizar justicia en el territorio más desigual de Colombia: el campo.
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