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Los crímenes contra defensores de dd.hh. en que se involucraron agentes del Estado (I)

La Fiscalía revisó en qué casos de agresiones, desapariciones o asesinatos de líderes y defensores de dd.hh. pudieron haber participado militares, policías o gente del DAS. El resultado fue un informe reservado para la JEP.

Diana Durán Núñez / @dicaduran
01 de julio de 2019 - 02:00 a. m.
John Ricardo Ubaté, Manuel Cepeda Vargas, Alirio Pedraza, Héctor Abad Gómez y Leonardo Betancur Taborda, todos defensores de derechos humanos asesinados entre 1985 y 1996. / Fotoilustración de El Espectador
John Ricardo Ubaté, Manuel Cepeda Vargas, Alirio Pedraza, Héctor Abad Gómez y Leonardo Betancur Taborda, todos defensores de derechos humanos asesinados entre 1985 y 1996. / Fotoilustración de El Espectador

En Colombia no ha habido un día en que la labor de defender los derechos humanos no haya sido estigmatizada, incluso por funcionarios estatales. Esa es, en pocas palabras, una de las principales conclusiones del informe "Victimización a líderes sociales y defensores de derechos humanos de parte de agentes del Estado", que la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) recibió, bajo reserva, de la Fiscalía. “En algunos casos se observa una equiparación entre labores de defensa de los derechos humanos y manifestaciones subversivas. Por otro lado, en ciertos contextos (…) fueron consideradas como un obstáculo para el desarrollo de las acciones de guerra”, señala el documento.

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Se trata de un informe esencial para entender la Colombia de hoy, en la cual han sido asesinados 479 líderes sociales desde enero de 2016 —en diciembre de ese año se pactó el Acuerdo de Paz con las Farc— hasta abril de este año, y han sido amenazados 928 más de abril del año pasado a abril de este año. O sea, al menos dos personas intimidadas diariamente. Las aterradoras cifras las reveló hace poco el defensor del Pueblo, Carlos Negret. La organización no gubernamental Somos Defensores, por su parte, aseveró que 2018 fue el peor año para los líderes desde la firma del Acuerdo de Paz: 155 asesinados. Uno cada 2,3 días.

Aún resuena el grito desgarrador del niño de nueve años que vio a su madre, María Pilar Hurtado, lideresa de Tierralta (Córdoba), morir por las balas de un sicario. Esa ejecución ocurrió el pasado viernes 21 de junio. La peor de las noticias, lo confirma el informe de la Fiscalía, es que ese no fue un crimen excepcional. A pesar de que el subregistro es un problema evidente, el organismo investigativo encontró 184 investigaciones activas por agresiones (desde amenazas hasta homicidios) a 364 líderes sociales entre 1985 y 2016, en los cuales se presume la participación de uno o varios agentes del Estado, lo que añade más gravedad aún.

No se trata de cifras totales y la Fiscalía, reconociendo las falencias que tradicionalmente ha tenido para investigar delitos en contra de líderes y defensores, así lo admite. El organismo señala que esas 184 investigaciones están conectadas a 536 víctimas, porque incluye a “víctimas colaterales”: personas que no eran defensores, pero que resultaron igualmente afectadas. Un número que, de cualquier modo, evidencia el espinoso panorama que atraviesan los líderes sociales en el país. La Fiscalía encontró que, en un período de 21 años, 17 líderes sociales fueron asesinados anualmente con posible ayuda de agentes del Estado.

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La excusa del "enemigo sin armas"

El primero de los casos registrados es el de Dionisio Calderón, presidente del Sindicato de Trabajadores de Yumbo (Valle) y miembro del Partido Comunista. Fue asesinado el 28 de septiembre de 1985. La víctima, que encontraría la justicia después, había recibido amenazas de la Policía por su actividad sindical y política. Las declaraciones recogidas en el expediente dan cuenta de que uniformados de esa institución irrumpieron en casa de Calderón y le dispararon mientras estaba en la sala. Al parecer, sus asesinos se habían involucrado también en el asesinato de otros civiles del municipio vallecaucano.

Ideólogos del sector defensa, como José Miguel Narváez, quien pasó de ser profesor de la Escuela Superior de Guerra y asesor del Ministerio de Defensa en el gobierno Uribe a ser condenado a 30 años de prisión por el asesinato del humorista Jaime Garzón, han desarrollado la idea de que “la mayor parte de los subversivos se encontraban desarmados e ‘infiltrados o enmascarados en el común de la gente’”. Una idea que, valga decirlo, ya tenía asidero dentro de las Fuerzas Militares. Según la ONU, para los integrantes de la Brigada XX, “solo un 15 % de los subversivos se encontraba alzado en armas”.

Los demás, advertía el documento, “adelantaban lo que denominaban la guerra política” o “jurídica”, términos que escalaron entre las filas castrenses. Es “denunciar a miembros de las Fuerzas Armadas por hechos con apariencia de delito, valiéndose de testimonios de personas afines a la guerrilla”, explicó en 1993 el general Carlos Julio Colorado Gil, entonces comandante de la Cuarta División, que un año más adelante moriría en una acción de las Farc. “Tantos derechos regados por el país, que más parecen minas quiebrapatas”, escribió en 1997 en la revista de las Fuerzas Armadas el general (r) Juan Salcedo Lora.

Los conceptos de guerra política y guerra jurídica “tuvieron un impacto y una larga vigencia en el vocabulario militar”, asegura la Fiscalía, la cual encontró que, hasta 2011, aparecían en el glosario del Ejército. Entre los agentes del Estado involucrados en este tipo de crímenes, los militares, sostiene el organismo investigativo, han sido los principales responsables, al menos en los 184 casos en los que se basa el informe. En esos procesos, 1.062 personas fueron identificadas como posibles autoras, de las cuales, advierte la Fiscalía, el 45 % eran servidores públicos y el 42 % miembros de grupos paramilitares.

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De acuerdo con las cifras del documento, de 484 funcionarios estatales que podrían haber participado en estos delitos, el 71 % eran militares. Los demás eran de la Policía (16 %), el liquidado Departamento Administrativo de Seguridad (12 %) y la Armada (0,8 %). La capacidad del Estado para investigar y sancionar a los responsables, como se intuye, ha sido escasa. Por ejemplo: de los 344 militares que han sido reconocidos como presuntos autores, 290 (el 84 %) han sido vinculados formalmente a investigaciones penales. Y de esos, la Fiscalía solo ha logrado la condena de 39 uniformados, el 13 % de los investigados.

“Algunos agentes estatales llegaron a afectar a sectores civiles percibidos como extensiones de la subversión”, reitera el informe de la Fiscalía, que admite “el poco avance de las investigaciones judiciales” por cuatro motivos. El primero, ausencia de estrategias investigativas integrales en las que se estableciera una relación con el trabajo de la defensa de los derechos humanos. El segundo, la falta de protocolos para recolectar evidencia de inmediato. El tercero, que va de la mano con el segundo, la inexperiencia y poca experticia de los investigadores. Y la última, que algunas conductas solo fueron consideradas delito a partir del año 2000.

Asesinatos selectivos, retenciones ilegales, desapariciones forzadas, desplazamientos forzosos, acoso, hostigamiento, generación de sufrimientos graves, acciones ilegítimas de inteligencia y acciones operativas desproporcionadas: estos son los delitos contra líderes y defensores de derechos humanos en los que agentes del Estado se vieron involucrados. “La duración de la confrontación armada en Colombia conllevó una degradación del conflicto, en el cual los actores armados recurrieron al uso premeditado de la violencia en contra de sectores de la población civil considerados la prolongación del enemigo”, es la hipótesis de la Fiscalía.

El primer período (1985-1996)

En este tiempo, la Fiscalía alcanzó a contar 35 casos y 114 víctimas. Una de ellas fue Alirio de Jesús Pedraza, un abogado que llevaba más de ocho años trabajando con el Comité de Solidaridad con los Presos Políticos y que fue desaparecido el 4 de julio de 1990 en el noroccidente de Bogotá. En esa época recién había tomado el caso de 42 sindicalistas detenidos y torturados por militares entre el 1º y el 7 de marzo de 1990. “El Gobierno de Colombia no ha negado la participación de agentes de la Policía colombiana en los hechos de captura y posterior desaparición de Alirio Pedraza Becerra”, advirtió la Comisión Interamericana de Derechos Humanos en 1992.

“Cabe mencionar el caso de Medellín —agregó la Fiscalía—, donde se presentó una persecución importante contra defensores de derechos humanos”, especialmente profesores y estudiantes de universidades públicas. Entre ellos el médico Héctor Abad Gómez, padre del escritor Héctor Abad Faciolince. Como él, varios más fueron ejecutados mientras otros salieron al exilio. Pero la recopilación tardía de información entorpeció siempre las pesquisas. En esos once años, también señala el documento, “la participación de los agentes del Estado se dio principalmente de manera indirecta, en connivencia” con grupos armados ilegales.

Fueron tiempos en que las muertes selectivas predominaron: los asesinos iban tras objetivos específicos, nada ocurría al azar. En el Magdalena Medio, donde la alianza de militares y policías con el grupo Muerte A Secuestradores (MAS) se hizo evidente, entre 1986 y 1988 mataron a 18 sindicalistas de Sutimac y Sintracolcarburos. Varios de ellos eran, a su vez, líderes de la Unión Patriótica y esa afiliación política les habría costado la vida. Así murió, por ejemplo, Julio César Uribe Rúa, quien, según la Fiscalía, era “uno de los líderes más reconocidos de la región (…) la muerte de Uribe Rúa tuvo un profundo impacto en la dirigencia sindical y política de la región”.

Vinieron más víctimas: Luis Antonio Gómez, de Sutimac, fue desaparecido en enero de 1987; Carlos Darío Zea, presidente de Sintracolcarburos, fue detenido, sometido a “graves sufrimientos físicos” y se vio obligado a desplazarse cuando su cuñado fue desaparecido; en marzo de 1987 fue asesinado Jesús Antonio Molina, integrante de Sintracolcarburos y corresponsal del Semanario Voz; el dirigente sindical Víctor Manuel Isaza Uribe fue secuestrado cuando estaba bajo custodia estatal, en la cárcel municipal de Puerto Nare (Antioquia), y desde entonces nada se sabe de él. Uno tras otro, los líderes sindicales fueron asesinados y las estadísticas fueron aumentando.

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En general, “la violencia contra los sectores sindicales pudo haber obedecido a la supuesta afectación que estas labores tuvieron en los intereses de sectores económicos”. Otra razón pudo ser una “posible retaliación”, ante las denuncias que empezaron a hacer sindicalistas contra miembros de la Fuerza Pública por los crímenes de sus compañeros. La Fiscalía encontró que, en esos años, “las insuficientes labores de individualización e identificación de los responsables respecto de los cuales se tenían datos, fue otra de las dificultades de la judicialización”. Y ni qué hablar del temor entre los funcionarios judiciales.

El 25 de agosto de 1987 el turno fue para Héctor Abad Gómez y Leonardo Betancur. En el primero, la Fiscalía reconoce un trabajo enfocado en políticas públicas y protección de los derechos humanos. Respecto al segundo, la Fiscalía cuenta que el Ejército lo detuvo y lo relacionó con la guerrilla, lo que lo empujó a la cárcel, de donde salió denunciando públicamente irregularidades de los guardias en centros penales y las condiciones de estos. Era el gobierno de Turbay Ayala. Además, Héctor Abad Gómez “aparecía en una lista de personas señaladas por el Ejército Nacional como integrantes o simpatizantes de grupos subversivos”.

El listado estaba dentro de su chaqueta y fue descubierto cuando se hizo el levantamiento de su cadáver. Lo encabezaba Eduardo Umaña Luna, uno de los fundadores de la facultad de Sociología de la Universidad Nacional: “Enemigo de las FF. MM.”, decía el documento. Figuraban, asimismo, Carlos Valencia, consejero de Estado, “peligroso por saber muchas cosas del Palacio de Justicia”, y hasta oficiales y artistas: el mayor Gonzalo Bermúdez, “crítico de las FF. AA.”; el general José Joaquín Matallana, “traidor al honor militar”, Vicky Hernández y Carlos Vives, la primera “altoparlante de las Farc”, y el segundo “elemento disociador en el arte y la cultura”.

Por Diana Durán Núñez / @dicaduran

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