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Los murales con los que San Carlos honra a las víctimas de la guerra

En este municipio del oriente antioqueño, los murales son la memoria viva de un conflicto armado que se asentó allí con ferocidad hace más de 20 años. Con la llegada del Informe Final de la Comisión de la Verdad, los habitantes de esa zona se están inspirando para pintar nuevas imágenes.

Camilo Pardo Quintero
01 de agosto de 2022 - 09:52 p. m.
"Nos enterraron sin saber que éramos semillas".
"Nos enterraron sin saber que éramos semillas".
Foto: Mateo Velastegui

A contados pasos del centro de San Carlos está la Casa de la Cultura. En su fachada reposan cinco murales de distintos tamaños que, tangencialmente, relatan la historia del pueblo. En estas obras de arte urbano, los pueblos indígenas, las mujeres, el retorno al hogar y los recuerdos para convivir con pensamientos a causa de atrocidades del pasado son los protagonistas. Ningún trazo o retoque con aerosol es fortuito. El sentido de esas paredes son las memorias de violencias guerrilleras y paramilitares, tan crudas como deshumanizantes, que quisieron borrar del mapa a los sancarlitanos hace casi dos décadas.

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Mr. Garek es un muralista reconocido en San Carlos y el encargado de llenar con color la mitad de la fachada en esa casa. Hay uno de esos murales que llama particularmente la atención a lo lejos por su contraste de colores y multiplicidad de mensajes que puede transmitir: un hombre de tez morena y cabizbajo tiene a su lado dos máscaras blancas, una con una sonrisa y la otra al borde del llanto. En su mano derecha sostiene una casa blanca con techo rojo, en el que se sienta una persona encapuchada mirando hacia el horizonte. Todo un escenario ambientado como si se tratara de una memoria triste y traumática.

En el pueblo hay quienes creen que la casa con techo rojo de Mr. Garek puede ser una metáfora al antiguo Hotel Punchiná, lugar que en la década de los noventa y a comienzos de este siglo fue el hospedaje más lujoso para albergarse en San Carlos. Allí, posteriormente, paramilitares del Bloque Metro -brazo armado de las Autodefensas Unidas de Colombia (Auc)- al mando de Carlos Mauricio García Doblecero, tomaron el control para convertirlo en un centro de operaciones, torturas y asesinatos. El Punchiná fue la máxima degradación de la guerra en San Carlos y un espacio que, a pesar de los años, sigue transmitiendo dolores por las memorias de un conflicto que nunca debió suceder. En 2008, el lugar fue recuperado por los sobrevivientes de los ‘paras’ y, desde 2011, tras la Ley de Víctimas, el viejo hotel se transformó en el Centro de Acercamiento, Reconciliación y Reparación (CARE), lugar para que las víctimas dignificaran a quienes la violencia les arrebató.

“Aquí los artistas de distintas partes del mundo vienen y hacen su arte en nuestras paredes. El significado se lo dan ellos mismos, pero las obras siempre están abiertas a interpretaciones varias. Lo que buscamos es que nuestras calles cuenten nuestra historia. No para revictimizar, solo para ver que salimos adelante después de una guerra que nos sacó de nuestros hogares y casi no nos deja regresar; y si volvimos fue para mostrar la fortaleza de San Carlos, ilustrada en el color de sus calles”, narra José López, muralista de San Carlos.

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El mural del hombre en la casa, con el significado que cada quien en San Carlos quiera darle, es apenas el inicio de un recorrido colorido, ideado por un pueblo corajudo que fue desplazado durante la guerra por las Farc y las Auc, y que lejos de guardar rencor o debilitarse para seguir con sus vidas, decidieron hacer de sus calles un museo de arte al aire abierto, con el que quieren enfatizar con un mensaje contundente hacia el país: aquí las armas no tienen cabida y no van a regresar nunca más.

“Nos enterraron sin saber que éramos semillas”

En San Carlos hace un poco más de calor que en Medellín. Al mediodía, su temperatura puede alcanzar los 28°C y ventea desde los estribos de la Cordillera Central; el calor es constante, pero no sofoca. Caminar por el pueblo es agradable a la vista, siempre hay color y las paredes que siguen en blanco, “les quedan los días contados”, como narra José López, quien acompaña el recorrido.

La memoria es trascendental para los sancarlitanos. Es su única forma de recoger el pasado para tratarlo con respeto y evitar que las conductas durante la guerra vuelvan a tomar lugar. En un mural esquinero, ya más alejado del parque, hay un homenaje a esta palabra, que tiene dos sentidos; dos formas de sentir el posconflicto en San Carlos: con letras amarillas, bordes naranjas, fondo negro y el rostro de una mujer pintado de perfil se lee la palabra “memoria”, que por la ubicación de la mujer en la obra se puede leer de dos formas, “memoria” o “me moría”.

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“El “me moría” es nuestro pasado, la expresión de debilidad que los actores armados querían que dijéramos para que ellos entendieran que tenían el control. Esos momentos, especialmente con los paramilitares, siempre serán difíciles de sacar de nuestras cabezas. Lo que es cierto es que ahora no podemos pensar más en muerte, solo en memorias de cómo hemos crecido con los años. La gente volvió a San Carlos para hacerlo un pueblo de paz y vamos por buen camino”, explica López.

Y es que a San Carlos, como dicen Juan y otros habitantes del municipio, era muy difícil desligarlo de los intentos de exterminio, en los que la gente moría en vida. Todo comenzó en los años ochenta del siglo pasado, década en la que las hidroeléctricas en el país comenzaron a entrar en auge, lo que llamó a escena zonas geográficamente estratégicas, en las cuales autoridades nacionales y empresas multinacionales de la materia pudieran sacar provecho, argumentando razones de desarrollo para el sector energético colombiano.

A San Carlos lo bañan seis ríos: Nare, Samaná, Guatapé, San Carlos, Calderas y San Miguel. Es de los municipios hídricamente más ricos entre el oriente antioqueño y el Magdalena medio; lo cual, para su desdicha en dinámicas de guerra y de afanes de desarrollo, significaba ser un bastión en disputa para tener poder económico, múltiples salidas fluviales para mover economías ilícitas y un corredor para moverse por la cordillera central. En su momento, las ventajas naturales de San Carlos fueron su propio infierno.

“Estamos muy cerca al embalse de Guatapé y al Peñol. Con ver la magnitud de esa represa se puede dimensionar el tamaño de los proyectos hidroeléctricos que quisieron montar acá. Nos desplazaron forzosamente; si no queríamos irnos, casi que nos obligaban las mismas autoridades a vender a precio de huevo. Ese afán de “ser potencia” hidroeléctrica no pensó en las formas de vivir en la gente y todo se combinó con el conflicto armado… si no nos desplazaban por hidroeléctrica, lo hacían los guerrilleros o los paramilitares. Nos destinaron a ser un pueblo fantasma”, añade Martha Bello, miembro del CARE en San Carlos.

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De acuerdo con el Centro Nacional de Memoria Histórica, a final de la década de los noventa, más del 70% de la población e San Carlos se vio obligada a dejar su pueblo. A Medellín, especialmente, llegaron miles de familias sancarlitanas sin rumbo fijo, con sus hogares acabados por la guerra, pero con un deseo inquebrantable de regresar para no volver a salir, de honrar a quienes perdieron, para sanar sus dolores más intensos y soñar con un territorio reconciliado y capaz de perdonar, fuera cual fuera la barbarie que haya recaído sobre ellos.

Para esos sentimientos también hay un mural con una frase bellísima que postra en inmediaciones al polideportivo de la cabecera municipal: “Nos enterraron sin saber que éramos semillas”.

“A nuestros mayores les hicieron mucho daño. En el Hotel Punchiná literalmente enterraban gente y los escondían sin medir consecuencias. Nos enterraron cuando nos obligaron a salir de acá como pueblo y nos quisieron callar prometiéndonos desarrollo. Surgimos, crecimos desde cero como una semilla y aprendimos a perdonar. No es casualidad que ningún mural haga alusión negativa a Doblecero, Linderman o cualquier otro ‘paraco’. ¿Eso pa’ qué? Nuestra vida siguió y a punta de berraquera nos levantamos”, cuenta Jesús, un joven sancarlitano que estaba jugando fútbol en inmediaciones al mural.

En honor a la verdad

Pastora Mira es la voz viva de la resiliencia y la reconciliación en San Carlos. La guerra le arrebató a su padre, a su hija, a su hijo y a su primer esposo. Por levantar su voz para dignificar a los suyos ha sido blanco de amenazas por más de dos décadas y nada de eso le ha impedido desafiar a los que siguen perviviendo por medio de violencias con amor, entendimiento y perdón.

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“Acá vimos lo importante que es reconciliarnos entre hermanos y con nuestros espacios. Nada ganábamos derrumbando el Punchiná luego de saber todas las barbaridades que pasaban allí. Adecuar ese lugar para nosotros es sanador y fue el inicio de cómo queremos entendernos con nuestro entorno. La estación de Policía queda a menos de una cuadra del Punchiná, ellos oían los gritos de las mujeres cuando las violaban; los gritos de auxilio cuando torturaban a alguien y no hicieron nada. La reconciliación también es con ellos. Y ni hablar de nuestras calles que en su momento estuvieron despobladas. El color es lo nuestro y recordar a quien no están y a quienes siguen en la búsqueda de paz es un sueño hecho arte. Resistimos y lo haremos siempre con cariño”, insiste Mira.

Pastora se resiste a que le hagan un mural en su honor. Por vergüenza o por no querer resaltar más de la cuenta, les ha pedido a muralistas como Juan López que no la pinten sino hasta después de su muerte. Sin embargo, Mr. Garek le hizo un homenaje en forma de mural para exaltar su labor, cumpliendo con el deseo de que no saliera de forma expresa la cara de la lideresa.

Una mujer morena joven, con pelo café y labios pintados de negro sostiene una semilla que crece y dos golondrinas con las puntas de las alas blancas. Al costado reza una frase que para los sancarlitanos se ha vuelto un estilo de vida: “Nunca nos fuimos, siempre resistimos”. Esa mujer es Pastora y en sus manos está un pueblo que logró perdonar lo imperdonable; una gente que adoptó como hijos a quienes mataron a sus hijos de sangre.

Los demás muros coloridos de San Carlos resaltan sus luchas campesinas, los rostros de seres amados que siguen con ellos, la cara de niños y niñas que desde ya construyen al nuevo San Carlos y las enseñanzas que les dejó la pandemia. Sin embargo, hay algo que falta, pero que la gente ya tiene presente: cómo dibujar el futuro, partiendo de la verdad que les dejó la guerra.

San Carlos ha apropiado el Informe Final de la Comisión de la Verdad y allí creen de forma irrestricta que esos volúmenes contienen relatos sanadores, que merecen ser enseñados, compartidos e ilustrados. En el pueblo ya arrancaron con bocetos que se volvieron trazos en paredes y que hablan de la existencia de un futuro mientras haya verdad; legado de largo plazo de la CEV.

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“Acá hablamos siempre de las enseñanzas de la guerra y qué mejor que la que estamos construyendo entre todos. La Comisión recogió 30.000 relatos que nos hablan de una guerra que seguramente no debió suceder y que tras su fin nos deja con la responsabilidad de luchas por los que perdieron todo, respetando su memoria y acá lo hacemos es con arte”, dice Pastora Mira.

Los festivales artísticos de muralismo en San Carlos son en noviembre y para ese mes se espera que entre lo que se pueda realizar haya un espacio importante dedicado a aprendizajes sobre el Informe Final. “Nos falta pintar más y más de nuestra historia. Este episodio que ahora vive el país tras el informe de la CEV es relevante y haremos cosas sobre ello. Lo merece este pedacito de Antioquia, ejemplo de que si hay verdad consecuentemente habrá perdón, nuevas oportunidades y un mañana en el que nadie deba salir de sus hogares por la guerra. Al comienzo los vecinos eran reacios con nuestro arte, ahora todos quieren que su fachada quede pintada. Les cumpliremos, porque no solo hablamos de guerra, pintamos lo que nosotros somos; San Carlos significa muchas cosas buenas”, concluye José López.

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